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Benny Griessel escuchó la historia de Alexandra Barnard.

—Alexa. Nadie me llama Alexandra ni Xandra.

En aquel instante, justo cuando estaba a punto de abrir la puerta principal del número 47 de la calle Brownlow para ir al encuentro de Dekker, Griessel sintió una emoción extraña que le oprimía el corazón, una cierta ingravidez en la cabeza, una especie de distanciamiento de la realidad, como si estuviera unos cuantos milímetros por detrás de todo, uno o dos segundos desacompasado con respecto al mundo.

Así pues, tardó un rato en percatarse de que fuera reinaba el caos. La calle, tan en calma cuando él había llegado, era una masa de periodistas y curiosos: un rebaño de fotógrafos, una manada de reporteros, un equipo de televisión de e.tv y la creciente multitud de mirones que la presencia de todos los anteriores había atraído. El ruido inundó a Griessel, estridentes olas de sonido que podía sentir en su cuerpo, junto con la certeza de que había escuchado la historia de Alexa con tanta intensidad que había permanecido ajeno a todo aquello.

En la veranda, un tenso Dekker tenía un exaltado intercambio de palabras con un hombre calvo. Ambos alzaban la voz en medio de la discusión.

—No antes de que yo la vea —exigió el hombre con actitud de superioridad y un lenguaje corporal bastante agresivo.

Llevaba la cabeza completamente afeitada, era alto y musculoso, con unas orejas grandes y carnosas y un pendiente de plata redondo. Camisa negra, pantalones negros y unas zapatillas de baloncesto negras como las que llevan los adolescentes, aunque en apariencia frisaba la cincuentena. Un Zorro de mediana edad. Su nuez prominente oscilaba arriba y abajo al ritmo de sus palabras. Dekker divisó a Griessel.

—Insiste en verla —explicó Fransman, aún tenso.

El hombre no le hizo caso a Griessel. Abrió de golpe una funda de cuero negro que llevaba sujeta al cinturón y sacó un móvil pequeño y negro.

—Voy a llamar a mi abogado; este comportamiento es totalmente inaceptable. —Comenzó a presionar las teclas del teléfono—. No es una mujer sana.

—Es el compañero del fallecido. Willie Mouton —señaló Dekker.

—Señor Mouton —intervino Griessel con sensatez. El tono de su voz le sonó extraño.

—Váyase a la mierda —dijo Mouton—, estoy al teléfono.

Su voz tenía la cualidad penetrante y el tono de una sierra de carne industrial.

—Señor Mouton, no voy a permitir que le hable así a un oficial de Policía. —Dekker levantó la voz—. Y si desea hacer llamadas personales, las hará en la calle...

—Este es un país libre, hasta donde yo sé.

—... y no en mi escena del crimen.

—¿Su escena del crimen? Pero ¿quién cojones se cree que es? —Y, a continuación, al teléfono—: Lo siento. ¿Puedo hablar con Regardt, por favor...?

Dekker avanzó hacia él con tono amenazador. Su irascibilidad estaba empezando a ganar la batalla.

—Regardt, soy Willie, estoy en la veranda de Adam con la Gestapo...

Griessel le puso una mano en el hombro a Dekker.

—Hay cámaras, Fransman.

—No voy a pegarle —repuso él, y tiró con brusquedad de Mouton hacia fuera de la veranda. Luego lo empujó hacia la verja del jardín. Las cámaras destellaron y emitieron clics.

—Me están agrediendo, Regardt —dijo Mouton con algo menos de confianza.

—Buenos días, Nikita —saludó el profesor Phil Pagel, el forense del Estado, desde el otro lado de la valla. Se estaba divirtiendo.

—Buenos días, profesor —contestó Benny mientras observaba cómo Dekker empujaba a Mouton a través de la entrada hacia la acera.

Fransman le dijo al agente de uniforme:

—No permitas que pase de aquí.

—Te voy a cascar una demanda que te vas a cagar —amenazó Mouton—. Regardt, quiero que les metas un puro. Te quiero aquí con un puto veto. Alexa está ahí dentro, y solo Dios sabe lo que estos soldados imperiales estarán haciendo con ella... —Elevó la voz de manera deliberada para que Dekker y los medios de comunicación lo oyeran.

Pagel consiguió sortear al Zorro y subió la escalera con su maletín negro en la mano.

—Qué gran obra es el hombre —dijo.

—¿Profesor? —preguntó Griessel, y de pronto la sensación de desconexión desapareció. Había regresado al presente, con la cabeza clara.

Pagel le estrechó la mano.

—Hamlet. A Rosencrantz y a Guildenstern. Justo antes de que califique al hombre de «quintaesencia del polvo». Estuve anoche en la representación. Te la recomiendo encarecidamente. ¿Una mañana ocupada, Nikita?

Hacía doce años que Pagel lo llamaba Nikita. La primera vez que vio a Griessel dijo: «Estoy seguro de que ese es el aspecto que tenía el joven Jruschov». Griessel tuvo que esforzarse mucho para averiguar quién era Jruschov. Pagel iba vestido de manera ostentosa, como de costumbre; era alto, esbelto y excepcionalmente atractivo para sus cincuenta y tantos años. Algunos decían que se parecía a la estrella de uno de esos culebrones televisivos que Griessel jamás había visto.

—Las cosas están agitadas, como siempre, profesor.

—Tengo entendido que estás tutorizando a la nueva generación de agentes de la ley, Nikita.

—Como puedes ver, profesor, soy muy bueno en mi trabajo. —Griessel sonrió abiertamente. Dekker volvió a subir los escalones de la veranda—. ¿Te han presentado ya a Fransman?

—En efecto, ya he tenido el privilegio. Inspector Dekker, admiro su contundencia.

Dekker no se había relajado en absoluto.

—Buenos días, profesor.

—Los rumores dicen que la víctima es Adam Barnard, ¿cierto? —Ambos asintieron a un tiempo—. Tomar las armas contra un piélago de calamidades —concluyó Pagel. Los detectives lo miraron sin comprenderlo—. Estoy maltratando Hamlet para decir que esto es un problema de los grandes, caballeros.

—Ah —dijeron los detectives. Lo entendieron.

Una vez en la biblioteca se quedaron de pie hablando mientras Pagel se arrodillaba junto al cuerpo y abría su maletín de médico.

—No fue ella, Fransman —informó Griessel.

—¿Estás seguro al cien por cien?

Griessel se encogió de hombros. Nadie podría estar seguro al cien por cien.

—No es solo lo que ella cuenta, Fransman. Es cómo encaja en la escena del crimen...

—Podría haber contratado a alguien.

Griessel tuvo que admitir que aquel argumento tenía sentido. Que las mujeres contrataran a otras personas para librarse de su marido era el último deporte nacional. Pero negó con la cabeza.

—Lo dudo. No contratas a nadie para que haga que parezca que has sido tú.

—En este país, cualquier cosa es posible —repuso Dekker.

—Amén —apostilló Pagel.

—Profesor, el «piélago de calamidades»... ¿Conocías a Barnard? —preguntó Griessel.

—Un poco, Nikita. Sobre todo de oídas.

—¿Cuál era su rollo? —intervino Dekker.

—La música —contestó el profesor—. Y las mujeres.

—Su mujer también dice lo mismo —apuntó Griessel.

—Como si no hubiese sufrido bastante —dijo Pagel.

—¿Qué quieres decir, profesor? —preguntó Dekker.

—¿Sabes que ella fue una gran estrella?

—¡No! ¿De verdad? —Estaba perplejo.

Pagel no levantaba la vista al hablar. Sus manos manejaban con destreza los instrumentos y el cadáver.

—Barnard la «descubrió», aunque nunca me he sentido muy cómodo con esa expresión. Pero permitidme confesar mi ignorancia, caballeros. Como sabéis, mi verdadero amor son los clásicos. Sé que era un abogado que se implicó en la industria de la música pop. Xandra fue su primera estrella...

—¿Xandra?

—Ese era su nombre artístico —explicó Griessel.

—¿Era cantante?

—Claro. Y muy buena, de hecho —respondió Pagel.

—¿Cuánto tiempo hace de eso, profesor?

—¿Quince, veinte años?

—Nunca he oído hablar de ella. —Dekker negó con la cabeza.

—Desapareció de los escenarios. De repente.

—Lo pilló con otra mujer —aclaró Griessel—. Fue entonces cuando empezó a beber.

—Eso se rumoreaba. Caballeros, de forma extraoficial y pendiente de confirmación: calculo que la hora de la muerte fue... —Pagel consultó su reloj— entre las dos y las tres de esta madrugada. Como estoy seguro de que ya habréis deducido, la causa de la muerte son dos disparos con un arma de fuego de pequeño calibre. La posición de las heridas y la escasa cantidad de restos de propelente indican una distancia de disparo de entre dos y cuatro metros... y una puntería razonablemente buena: las heridas están a menos de tres centímetros la una de la otra.

—Y no le dispararon aquí —añadió Dekker.

—En efecto.

—¿Solo dos heridas? —preguntó Griessel.

El forense asintió.

—Se habían disparado tres balas con su pistola...

—Profesor —dijo Dekker—, digamos que ella es alcohólica. Pongamos que anoche estaba borracha. Le han sacado sangre, pero ¿nos servirá de algo teniendo en cuenta que han pasado unas ocho o diez horas de los hechos?

—Ah, Fransman, hoy en día contamos con el etilglucurónido. Es capaz de detectar los restos de niveles etílicos hasta treinta y seis horas más tarde. Con una muestra de orina, hasta cinco días después de la ingesta. —Dekker asintió, satisfecho—. Pero debo darle crédito a la teoría de Nikita. No creo que fuera ella.

—¿Y eso por qué, profesor?

—Míralo, Fransman. Debe de medir un metro noventa. Tiene algo de sobrepeso; calculo que pasa de los ciento diez kilos. Tú y yo nos las veríamos y desearíamos para subir su cadáver por esa escalera... y estamos sobrios. —Pagel comenzó a guardar su equipo—. Llevémoslo al depósito de cadáveres; ya no puedo hacer mucho más.

—Alguien se tomó muchas molestias para traerlo aquí —señaló Dekker.

—Y ahí reside el problema —dijo Pagel.

—Las mujeres... —especuló Dekker.

Pagel se puso de pie.

—No descartes la industria musical en afrikáans como fuente de conflicto potencial, Fransman.

—¿Profesor?

—¿Sigues la prensa popular, Fransman?

Dekker se encogió de hombros.

—Ah, la vida del agente de la ley: todo trabajo y nada de tiempo para leer los periódicos del domingo. Hay dinero en la industria musical en afrikáans, Fransman. Mucho dinero. Pero eso son solo las orejas del lobo, la punta del iceberg. Las intrigas son legión. Escándalos como divorcios, acoso sexual o pedofilia. Más cuchillos largos y puñaladas por la espalda que en Julio César. Se pelean por todo: caras b, contratos, créditos artísticos, regalías, a quién se le permite hacer un musical sobre qué personalidad histórica, quién se merece qué lugar en la historia musical...

—Pero ¿por qué, profesor? —preguntó Griessel, profundamente decepcionado.

—La gente es así, Nikita. Si hay riqueza y fama en juego... Es el juego habitual: camarillas y facciones, grandes egos, temperamentos artísticos, sentimientos susceptibles, odio, celos, envidia... Hay personas que no se hablan desde hace años, nuevas enemistades... La lista es interminable. Nuestro Adam estaba en el meollo del asunto. ¿Bastaría eso para motivar un asesinato? Tal y como ha señalado Fransman de manera tan acertada, en este país cualquier cosa es posible.

Jimmy y Arnold de criminalística entraron.

—Eh, aquí está el profesor. Buenos días, profesor —dijo Arnold, el gordo.

—He aquí a Rosencrantz y a Guildenstern. Buenos días, caballeros.

—Profesor, ¿podemos hacerle una pregunta?

—Por supuesto.

—Profesor, el caso es... —empezó Arnold.

—Mujeres... —dijo Jimmy.

—¿Por qué tienen los pechos tan grandes, profesor?

—Es decir, mire los animales...

—Mucho más pequeños, profesor...

Jissis —dijo Fransman Dekker.

—Yo digo que es la revolución —señaló Arnold.

—La evolución, idiota —lo corrigió Jimmy.

—Bueno, eso —repuso Arnold.

Pagel los miró con la benevolencia de un padre paciente.

—Interesante pregunta, colegas. Pero tendremos que continuar esta conversación en otro sitio. Venid a verme a Salt River.

—No somos de esos a los que les gusta el depósito, profesor...

El móvil de Dekker empezó a sonar. Comprobó la pantalla.

—Es Cloete —dijo.

—Y que el atabal le diga a la trompeta —dijo Pagel de camino a la puerta, porque Cloete era el enlace del SAPS con la prensa—. Adiós, colegas.

Se despidieron y escucharon a Fransman Dekker darle a Cloete los detalles relevantes e infames.

Griessel hizo un gesto de negación con la cabeza. Se estaba cociendo algo gordo. Una simple mirada al exterior lo dejaría claro. Entonces le sonó el móvil.

—Griessel —contestó.

—Benny —dijo Vusi Ndabeni—. Creo que deberías venir.

Trece horas

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