Читать книгу Trece horas - Деон Мейер - Страница 16

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En la sala donde se servían los desayunos en el albergue juvenil Cat & Moose, Oliver «Ollie» Sands, de diecinueve años, estaba sentado con la cabeza apoyada entre las manos. Tenía algo de sobrepeso, el pelo rojo y una piel pálida que había estado demasiado expuesta al sol. Sus gafas angulares de montura negra descansaban en la mesa delante de él. Enfrente, cerca de la puerta, estaban sentados los inspectores Vusumuzi Ndabeni y Benny Griessel.

—El señor Sands ha identificado a la víctima como la señorita Erin Russel —informó Vusi con la foto de la chica y su cuaderno de notas ante él.

—Dios —dijo Sands mientras negaba con la cabeza detrás de las manos.

—Ha estado viajando por África con la señorita Russel y su amiga, Rachel Anderson. No sabe dónde está la señorita Anderson. La última vez que las vio fue anoche en Van Hunks, el club nocturno. En la calle Castle.

Vusi miró a Sands en busca de confirmación.

—Dios —repitió el joven; a continuación bajó las manos y se acercó las gafas. Griessel vio que tenía los ojos rojos.

—Señor Sands, ¿llegaron ayer a Ciudad del Cabo?

—Sí, señor. Desde Namibia.

Su acento era inconfundiblemente estadounidense. La voz le temblaba, conmocionada. Sands se colocó las gafas sobre la nariz y parpadeó, como si viera a Vusi por primera vez.

—¿Los tres solos? —preguntó Griessel.

—No, señor. Éramos veintiuno. En realidad, veintitrés cuando salimos de Nairobi con el tour. Pero un chico y una chica de los Países Bajos se retiraron en Dar. No... les gustaba.

—¿Un tour? —inquirió Griessel.

—Aventuras Africanas por Carretera. Un tour por carretera, en furgoneta.

—¿Y las chicas y usted iban juntos?

—No, señor, las conocí en Nairobi. Ellas son de Indiana; yo de Phoenix, en Arizona.

—Pero ¿estuvo con las chicas anoche? —le preguntó Vusi.

—Buena parte de nosotros fuimos a la discoteca.

—¿Cuántos?

—No sé... Puede que diez, no estoy seguro.

—¿Y las dos chicas formaban parte del grupo.

—Sí, señor.

—¿Qué ocurrió allí?

—Nos lo pasamos bien, ya sabe... —Sands volvió a quitarse las gafas y se frotó los ojos con una mano—. Nos tomamos unas cuantas copas, bailamos un poco... —Se puso las gafas de nuevo.

Aquel gesto hizo sospechar a Griessel.

—¿A qué hora se marchó? —quiso saber Vusi.

—Yo... estaba un poco cansado. Regresé más o menos a las once.

—¿Y las chicas?

—No lo sé, señor.

—¿Estaban todavía en la discoteca cuando usted se marchó?

—Sí, señor.

—Así que la última vez que vio a la señorita Russel con vida fue en la discoteca.

La cara de Sands se contrajo en una mueca. Se limitó a asentir con la cabeza, como si no confiara en su propia voz.

—¿Y estaban bebiendo y bailando?

—Sí, señor.

—¿Seguían estando con el grupo?

—Sí.

—¿Podría darnos los nombres de las personas con las que estaban?

—Supongo... Estaba Jason. Y Steven, Sven, Kathy...

—¿Conoce sus apellidos? —Vusi atrajo su cuaderno hacia sí.

—No todos. Están Jason Dicklurk, y Steven Cheatsinger...

—¿Podría deletrearlos, por favor?

—Bueno, Jason ya lo sabe. J-A-S-O-N. Y... no estoy muy seguro de cómo se escribe su apellido... ¿Puedo...?

—¿Es Steven con «ph» o con «v»? —La pluma de Vusi sobrevolaba sus notas.

—No lo sé.

—¿El apellido de Steven?

—Espere... ¿Hay algún problema en que vaya a por la lista? Allí aparecen todos los nombres, los de los guías y todos los demás.

—Por favor, vaya.

Sands se levantó y se encaminó hacia la puerta. Se detuvo.

—Tengo fotos. De Rachel y Erin.

—¿Fotografías?

—Sí.

—¿Podría traerlas?

—Están en mi cámara, pero puedo enseñárselas...

—Eso sería estupendo.

Ollie Sands salió de la habitación.

—Si pudiéramos hacernos con una foto de la chica desaparecida... —comentó Vusi.

—Está ocultando algo —dijo Griessel—. Algo relacionado con lo que pasó anoche.

—¿Eso crees, Benny?

—Justo ahora, cuando se ha quitado las gafas... ha empezado a mentir.

—Ha estado llorando antes de que llegaras. Tal vez sea...

—Está ocultando algo, Vusi. La gente que lleva gafas.... tiene una forma... Hay... —Griessel titubeó. Con Dekker había aprendido que sus pies de tutor tenían que ser de plomo—. Vusi, con los años se aprenden cosas, con los interrogatorios...

—Sabes que quiero aprender, Benny.

Griessel se puso de pie.

—Ven y siéntate aquí, Vusi. La persona a la que estés interrogando debe estar siempre de espaldas a la puerta. —Le dio la vuelta a las sillas y tomó asiento en una. Vusi se sentó a su lado—. Te darás cuenta de si tienen algo que ocultar... Digamos que estuviese sentado aquí, en oblicuo. Entonces tendría las piernas apuntando hacia la puerta. En ese caso los signos no serían tan obvios. Pero con la puerta a su espalda, se siente atrapado. Los signos se vuelven más evidentes. Sudará, se aflojará el cuello de la camisa una y otra vez, una pierna o un pie respingará, se pondrá una mano sobre los ojos o, si lleva gafas, se las quitará. Este lo ha hecho cuando ha comenzado a hablar de que anoche volvió pronto a casa.

Ndabeni había escuchado absorto todas y cada una de sus palabras.

—Gracias, Benny. Le preguntaré al respecto.

—De todo el grupo ¿es el único que está aquí?

—Sí. Unos cuantos cogieron un avión anoche para volver a casa. Los demás están en otro sitio, una excursión vinícola. O en la montaña.

—¿Y este estaba aquí?

—Todavía estaba en la cama.

—¿Y eso por qué?

—Buena pregunta.

—¿Sabes cómo observarle los ojos, Vusi?

El detective negro negó con la cabeza.

—Primero tienes que hacer que escriba algo, para averiguar si es diestro o zurdo. Después te fijas en los movimientos del ojo cuando conteste... —El teléfono de Griessel empezó a sonar y el detective vio el nombre en la pantalla. AFRIKA—. Es el comisario —dijo antes de contestar.

Vusi arqueó las cejas. Benny contestó la llamada:

—Griessel.

—Benny, ¿qué coño está pasando? —preguntó el comisario regional de los Servicios de Investigación e Inteligencia Criminal, en un tono de voz tan alto que hasta Vusi pudo oírlo.

—¿Señor?

—Un abogado me está llamando, Groenewoud o Groenewald o algo así, para sermonearme como un misionero diciendo que todos vosotros habéis montado un enorme follón con la mujer de Adrian Barnard...

—Adam Bar...

—Me importa una mierda —lo interrumpió John Afrika—. Ahora la mujer se ha suicidado porque la intimidasteis y ella no tiene nada que ver con todo el puto asunto...

Una mano le oprimió el corazón.

—¿Está muerta?

—No, no está muerta, joder, pero estás ahí para tutorizar, Benny, por eso te traje. Solo imagínate el partido que la prensa le va a sacar a esto. Tengo entendido que Barnard es una puñetera celebridad...

—Señor, nadie...

—Reuníos conmigo en el hospital, tú y Fransman Dekker. Es incapaz de contener su jodida ambición y, si intento encubrirlo, dicen que es porque es un puto hotentote, como yo, y yo solo cuido de mi gente, pero ¿dónde cojones estás, entonces?

—Con Vusi, comisario. El asesinato de la iglesia...

—Y ahora me entero de que es una turista estadounidense, Dios, Benny, y solo es martes. En el hospital, te veré allí, cinco minutos.

Se cortó la línea. Benny sopesó el hecho de que él le había dado el alcohol a Alexa Barnard y de que el comisario no le había dicho en qué hospital quería verlo. Entonces Oliver «Ollie» Sands volvió a entrar con la cámara de fotos, llorando mientras observaba la pantalla trasera. La sujetó de modo que los detectives pudieran verla. Cuando Benny Griessel miró, sintió aquella mano fantasmagórica que le apretaba el corazón, aquella opresión familiar. Rachel Anderson y Erin Russel posaban entre risas, hermosas y despreocupadas, con el Kilimanjaro de fondo. Jóvenes y efervescentes, igual que su hija Carla, parte de la Gran Aventura.

Rachel Anderson estaba tumbada boca abajo detrás del montón de leños de pino, a la sombra del garaje, e intentaba controlar su respiración.

Pensó que debían de haberla visto, porque oyó pasos y voces que se acercaban.

—... más gente —dijo uno de ellos.

—Tal vez. Pero si el Pez Gordo lo logra, tendremos más que suficiente.

Conocía sus voces.

Se detuvieron justo delante del garaje.

—Por Dios, solo espero que siga ahí fuera.

—Puñetera montaña. Es enorme. Pero si se mueve, Barry la localizará. Y nuestros polis tendrán las calles cubiertas, cogeremos a esa zorra. Te lo digo yo, antes o después la pillaremos y todo este puto lío desaparecerá.

Se quedó tumbada escuchando las voces y los pasos que se alejaban montaña arriba. «Y nuestros polis tendrán las calles cubiertas». Aquellas fueron las palabras que retumbaron en su cabeza, que acabaron con el último vestigio de esperanza.

Benny Griessel dijo en afrikáans:

—Hablará, Vusi. Limítate a darle un susto. Dile que lo encerrarás. Incluso bájatelo a las celdas. Tengo que irme.

—De acuerdo, Benny.

Así que Griessel se marchó y, fuera, de camino hacia el coche, llamó a Dekker.

—¿Sigue viva, Fransman?

—Sí, está viva. Tinkie estuvo con ella todo el rato, pero se largó al baño, cerró la puerta con llave y se rajó las muñecas con una botella de ginebra rota...

¿Con la botella de la que Griessel le había servido las copas? ¿Cómo consiguió meterla en el baño?

—¿Va a salir de esta?

—Eso creo. Actuamos con rapidez. Ha perdido mucha sangre, pero debería estar bien.

—¿Dónde estás?

—En el City Park. ¿Te ha llamado el comisario?

—Está muy cabreado.

—Benny, no es culpa de nadie. Es solo que ese maldito Mouton montó una escena tremenda. Cuando vio la sangre, perdió la cabeza...

—Podemos lidiar con ello, Fransman. Llegaré en seguida.

Se montó en el coche y se preguntó si se le habría pasado algo por alto en su conversación con Alexa Barnard. ¿Había habido algún indicio?

El inspector Vusi Ndabeni dijo:

—Soy su amigo. Puede contarme cualquier cosa.

Y vio que Oliver Sands se llevaba las manos a las gafas y se las quitaba.

—Lo sé.

Sands comenzó a limpiar las gafas con su camiseta, ya de espaldas a la puerta.

—Entonces, ¿qué paso realmente anoche? —Vusi observó si se producían las señales de las que Benny le había hablado.

—Ya se lo he dicho. —Su voz sonó demasiado controlada.

Vusi permitió que el silencio se prolongara. Clavó la mirada en Sands, sin siquiera parpadear, pero el joven evitó corresponderle. El detective esperó hasta que Sands volvió a ponerse las gafas, entonces se inclinó hacia delante.

—No creo que me lo haya contado todo.

—Lo he hecho, se lo juro por Dios.

Una vez más, se llevó las manos a las gafas y se las ajustó. Benny le había dicho que le diera un susto a Sands. No estaba muy convencido de si sería convincente. Se sacó un par de esposas del bolsillo de la chaqueta y las dejó sobre la mesa.

—Las celdas policiales no son lugares agradables.

Sands miró las esposas con fijeza.

—Por favor —dijo.

—Quiero ayudarle.

—No puede.

—¿Por qué?

—Dios...

—Señor Sands, por favor, póngase en pie y ponga las manos a la espalda.

—Oh, Dios —dijo Oliver Sands, y después se puso de pie despacio.

—¿Va a contármelo todo?

Sands miró a Vusi y se estremeció de arriba abajo. Lentamente, volvió a sentarse.

—Sí.

Trece horas

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