Читать книгу El hijo del viento blanco - Derzu Kazak - Страница 10
ОглавлениеCapítulo 7
New York
Liza Forrestal acomodó la impecable chaquetilla de su traje con unos leves tirones. Guardó sus lentes de lectura en la cartera de lustroso cocodrilo negro y apretó con desdén el broche burilado en oro, incrustado en un precioso monograma que entrelazaba sus iniciales con gráciles arabescos. Los párpados se entornaron concentrando el pensamiento, delineando en su rostro unos ojos insondables que recordaban la glacial mirada de algunos sicarios. Estaba orgullosa de sus ojos de águila imperial al acecho, penetrantes y adamantinos, que irradiaban un exótico color aguamarina con iridiscencias pardas.
Sus arqueadas cejas se movían al ritmo de su mente. No precisaba hablar, transmitían sus mensajes con más brío y certeza que su parca lengua.
Instintivamente, sin prisa, mientras sus ideas rotaban en secuencia matemática, compenetrada absolutamente en su cerebro, desató el pañuelo de su cuello y jugueteando con él entre sus manos como un hechicero talismán, ingresó lentamente al fastuoso boudoir. A la derecha, un panel acristalado enmarcaba el jardín exquisitamente nipón, de una sencillez extrema.
Macizos de gruesos bambúes coronaban una sombrilla roja enclavada en un mar de césped fresco y perfecto, magistralmente realizada con bambú y papel de arroz a manera de una amapola en un campo de trigo tierno. A su sombra, un tocón de nogal servía de asiento junto al estanque con nenúfares y peces coralinos de gran porte, que asomaban sus traslúcidas aletas en las aguas someras, creando una danza de círculos concéntricos.
El magnífico aposento se integraba a una galería artesonada con maderos de teca, por poco negros. En el solado de cerámica con bordillos de piedras plomizas, relucientes por el agua rociada que las mantenía rezumantes, en unos sencillos tiestos de arcilla roja levemente cóncavos, lucían su añoso esplendor tres bonsáis de increíble belleza. Aunaban el ancestral orgullo de Ogura Yamasato, el anciano jardinero sordomudo de larguísima barba rala y platinada, encorvado por el peso de los años, que los cuidaba más que a su vida.
En el confín, sobre los campos ondeantes de trébol, altaneros y ufanos de sus perfectas formas, irisando sus plumas con los bruñidos aceitosos del crepúsculo, paseaban su nostalgia blanca y negra dos parejas de grullas.
Bruscamente, cambiando de idea y de semblante, pulsó el control electrónico que arrastró un pesado cortinaje de terciopelo rosáceo hasta borrar la serena vista, que traía al recuerdo el legendario jardín Suizenji Park de Kumamoto.
Guardado de miradas, en el interior de los crecidos muros, enrejados y celosamente custodiados por una letal guardia pretoriana vestida de negro, como sus endiablados dobermann de aguzadas orejas y cola cercenada, escondía su soberbia arquitectura un palacio renacentista, espléndido y macizo, en el barrio residencial más aristocrático de New York.
En el boudoir, la iluminación difusa fue creciendo a medida que se reducía el resplandor del día.
Estaba sola. Más bien, acompañada por sí misma, desdoblada en un cuerpo marchito por dentro y charolado por fuera, encarcelando un alma atormentada que no encontraba reposo ni paz, oponiéndose vanamente al palmario paso de los años.
Contempló sus rasgos minuciosamente en la luna del precioso chiffonnier, un cristal infiel y sincero que, en días de la Europa Imperial, recogió la imagen de una olvidada Reina Carolingia. Se vio rozagante. Pero sabía que era una temible falsedad. Liza Forrestal deseaba más que nada en el mundo inmortalizar su cuerpo. Pero la mujer que veía no era ella, sino la idealización de un perecedero sueño.
Se repuso con brusquedad militar, barriendo la mente con una quimera que pretendía arraigar. Y ríos de oro negro corrieron por su imaginación brotando desde umbríos manantiales de las selvas sudamericanas. Se miró con otros ojos, haciendo un burlesco mohín de ajuste en el talante, hasta quedar de perlas con su majestuoso porte de ejecutiva. Vanamente, se esforzó en corregir un etéreo detalle en la comisura de los labios. Pero no pudo. A pesar de su denuedo por disimularlo, mantenía un incontrolable esbozo de desprecio que se acentuaba instintivamente cuando discutía asuntos urticantes.
Liza Forrestal se preparaba minuciosamente para una recia batalla, donde la inteligencia, el inefable arte de la diplomacia, o el prodigioso poder del dinero idolatrado deberían vencer la obstinación de un idiota.
Pese a que jamás subestimara al adversario, invariablemente tildaba de idiota a su contrincante; una psicología peculiar que la hacía sentir segura de sí misma. Los corteses modales, como máscaras que encubrían la perpetua hipocresía, eran imprescindibles en esos niveles rayanos a la estratosfera social, aunque discutiese turbios negocios con un búfalo cafre rabioso. Si no entendían ese refinado lenguaje, otros, infinitamente menos formales y más explícitos, hablarían en su nombre una jerga muy diferente. Un dialecto sin palabras que todo el mundo entendía a la perfección.
Hasta ahora, la commedia de’ll arte no había rendido los frutos buscados. Debería cambiar la estrategia con ese imbécil empedernido.
– ¡Maldito sea! Se dijo al recordarlo.
Un arranque de ira incontrolada puso sus labios lívidos como líneas pintadas sobre traslúcida porcelana china. Siete meses de acaloradas negociaciones entre sus emisarios y la gentuza de “ese” Presidente, ¡y seguían anclados en un mar de recelos!
– ¡Maldito sea!
Repitió apretando su pie contra el lustroso roble del solado, atisbando al infinito; plantada firmemente como una luchadora con los puños cerrados.
Su visión taladraba los Rembrandt, los muros de pedernal y el suntuoso artesonado, hasta alcanzar Andinia.
– ¡Tendré que hacer un trato personal con ese aborrecible antropomorfo!
Entornó los ojos imaginando que el crepúsculo llegaba junto con manantiales de oro negro y un pitecántropo encerrado en una jaula...
Mirando otra vez el cristal, levantó el mentón en un mudo interrogante a su imagen. La plata del espejo devolvió una mirada imperial sin visos de flaqueza. Giró para verse la espalda y modeló con sus manos los cambiantes contornos de su cuerpo. Se acercó a la regia mesa del centro de la sala, también de teca de las Indias Orientales, caminando como una androide, hasta que su mano tocó la bandeja de cristal de Tiffany, espléndidamente acicalada con minúsculas flores naturales en uno de sus extremos, sacando un canapé de foi gras, que mordió sin degustarlo.
Su instinto volaba más allá del presente. Más allá del pasado. Miró con asco los otros canapés de jamón, de cigalas y de caviar Beluga Malossol, y tiró sobre ellos con desprecio los restos del que apenas había probado. Hubiese preferido un blinis ruso con las tortillas de trigo sarraceno, matizado con vodka moscovita… Pero el cocinero ruso pasaba sus vacaciones en las Antillas y solo disponía del “Cordon Bleu” galo, que insistía con sus malditos canapés.
– ¡Cuando aprenderán a cocinar los condenados franceses!
Se dijo contrariada; sin saberse responderse por qué tenía un “Cordon Bleu” en su propia residencia.
Asomó su enhiesto torso por el ventanal del sur, contemplado los garajes. De pie, al lado de sus automóviles, conversaban amigablemente dos avezados chóferes impecablemente uniformados. El uno y el otro detentaban en su hoja de servicio algunas hazañas en las pistas de Le Mans. Divisó sin aliciente, entre una fabulosa colección de prototipos, el fastuoso Rolls Royce dorado que había emigrado desde Londres hacía unos meses, a modo de joya mecánica inconfundible en el mundo, que jamás había utilizado.
– ¡No pienso subirme en ese armatoste!
Exclamó en silencio. Tampoco se explicaba por qué lo había comprado.
Su mirada retornó al espejo y quedó embelesada. Esbelta y bien formada, se deleitaba resaltando sus torneados alabeos con la ajustada chaquetilla y la falda cortada a la perfección por Oscar de la Renta, su modista preferido. Una silueta con pronunciadas curvaturas que recordaban vivamente las divas de los años sesenta, con el aggiornamento más refinado del universo.
Aunque atraía instintivamente las miradas, las cabezas declinaban bruscamente al cruzarse con la suya. Gozaba de ese perverso juego intimidatorio y provocativo. A veces, sobrepasaba los límites a manera de un desafío, con visos de lujuria, pero nunca encontró quien pudiese sostener esa mirada que taladraba el cráneo como un puñal gélido.
Huérfana desde los trece años, fue la única superviviente de un infortunado accidente que la dejó sin familia. Realmente le importó poco. Más bien cercano a nada. Su sensibilidad parecía extirpada de raíz desde que asomó su menuda cabecita del vientre materno.
Terminó su crianza saltando de la vivienda de un pariente a la del otro. Ninguno aguantaba más de un mes el torbellino que creaba a su paso y menos aún, que tomara por asalto el mando del hogar como un lunático sargento de marines.
¡Solamente sabía dar órdenes!
En esta época, ni sus padres la reconocerían. Por momentos, ella misma se desconocía frente al espejo, con la descabellada sensación de haber sido reencarnada en vida con diversos rostros, a manera de mascarillas de órbitas huecas encajadas sobre sus mismos ojos de precioso berilo.
Nadie descifraría su edad. Un ejército de artífices avezados en belleza y los más costosos cosméticos la conservaban con una lozanía que podía medirse en un par de millones de dólares anuales. La Dra. Forrestal era intemporal. Una escultural mujer esculpida milímetro a milímetro, que arañaba escasamente los cuarenta desde hacía décadas.
Las facciones de nacimiento de ningún modo la conformaron, y el dinero le permitió modificarlas a su antojo. Su nariz y otros rasgos inarmónicos del rostro y del cuerpo fueron cincelados sabiamente por médicos escultores, que llevaron en una progresión desapercibida para la avizora y frívola mirada del jet-set, una fisonomía vulgar hasta la excelencia de un rostro semejante al de la célebre Sári Gábor, Miss Hungría en 1936, conocida artísticamente como Zsa Zsa Gabor, en sus momentos descollantes. Pero nadie pudo menguar el rigor de su mirada, ni un fulgor inconfundible que traslucía la voluntad de dominio emanante de las profundidades del alma, abismalmente ávida de riquezas.
Estaba convencida que nació para mandar. Y mandaba. Para triunfar. ¡Y triunfaba siempre! Hasta ahora lo había logrado.
Pero al lidiar con Carlos Altamirano había tropezado con un murallón inexpugnable, gemelo a las escarpas cristalinas del Fitz Roy en los Andes Patagónicos. Requería aplicar sofisticadas técnicas de escalada, más ladinas, para vencer a “ese” condenado Presidente.
Su platinada cabellera con destellos áureos y el sencillo corte carré, sujeto con una diadema atezada tachonada de brillantes, que implantaba flemáticamente en su testa en el clímax de las más acaloradas asambleas, le daba un aire juvenil, compensado por su ancestral manía de lucir trajes de dos piezas, falda y chaquetilla, con una blusa de seda al tono. Una excentricidad que pasó a ser simbólica en el universo de las altas finanzas.
La seda de Liza Forrestal era la envidia de Ives Saint Laurent y sus colegas. Una seda natural, elaborada con las hebras sutiles y lustrosas que formaban los capullos de millares de gusanos de la mejor raza, la “bombyx-mori”, en un criadero exclusivo mantenido a precio de oro en el corazón de Asia. Una seda joyante de suprema calidad, finísima y de máximo brillo. Idolatraba esa seda acariciante y crujiente como si fuese una criatura viva.
Una fibra que empezó a utilizar 2.700 años antes de Cristo el Emperador Si-Hing-Chi, quien encontró la forma de criar los gusanos y desovillar los capullos. Sus enviados seleccionaron la comarca de Chang-Tung, al septentrión del río Amarillo. En aquel territorio, hilaban la seda de capullos escogidos, de regular tamaño, sana, apretada y blanquecina. Luego, en un trajín de infinita paciencia, era tejida y pintada magistralmente por virtuosos de la China milenaria. Nadie poseía algo idéntico en la Tierra.
Jamás lo hubiese permitido.
Embellecía su escote un collar de perlas negras, absolutamente distinguido, confirmando que sus laminillas de aragonita y membranas de conquiolita dieran el oriente perfecto. Remataba con un primoroso broche elíptico, en el cuál, engarzado, irradiaba sus destellos del averno un rubí “cat’s eye”. Las agujas del sedoso rutilo incrustado, por efluvios de luz, halaban un rayo danzante en el alma de la gema. Un cabujón de treinta y cinco carates, rojo puro con una sedosa tonalidad azulada, fortificado de brillantes ambarinos que evocaba el célebre diamante Tiffany encontrado en Kimberley en 1.878.
Las gemas naturales de calidad sublime le fascinaban. Su colección privada era en verdad increíble.
Vestía ese uniforme como un comando de elite escrupuloso y refinado. Invariablemente idéntico. El atavío de lidia que intimidaba a sus amigos y enemigos.
Liza Forestal, líder indiscutida en el mercado supranacional de inversiones multimillonarias, podía a capricho fagocitarse prestigiosas corporaciones si resultaban perjudiciales bacilos en su ejido económico.
Apreciaba a más no poder esta clase de asepsia.