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Capítulo 5

Andinia

Carlos Altamirano llegó una mañana muy temprano a los tribunales, como era su rutina, con su Código Civil bajo el brazo y un gastado portafolio de loneta. Una de las secretarias del juzgado llamada Analía, mujer entrada en años que de alguna manera había simpatizado con su forma de trabajar, quizá haciendo una broma, dijo a su compañera:

– Allí viene “El Quijote”…

Y aunque su cuerpo compacto distaba mucho del longilíneo personaje cervantino, ese apodo corrió como reguero de pólvora y pasó a ser su nombre propio. Luchaba contra molinos de viento de una manera empecinada y constante, hasta que las aspas caían a jirones por los embates de su lanza. Cabalgaba el polvoriento Código que guardaba entre sus folios la suerte de los hombres, cuál indómito Rocinante enjaezado con cincha, montura y bridas de telarañas.

Pasaron siete años. Las guerrillas en una lucha ciega continuaban en las selvas, diezmando campesinos y soldados. De vez en cuando un edificio gubernamental o una estación policial se desmenuzaba por los aires. Morían algunos inocentes vestidos de uniforme y unos días después mataban algunos “guerrilleros” recién destetados de sus madres. El Comandante Rafa era un personaje lúgubre que tenía precio por su cabeza. Su fotografía circulaba junto con la del extinto Ché Guevara.

Y el trabajo se volvió rutina…

Nada cambiaba en la vida de Carlos Altamirano, un caso detrás de otro. Las causas profundas seguían iguales. Y buscó esas causas…

Rafael Fischer, escapándose subrepticiamente de la protección selvática, era su confidente en sitios apartados, cada vez más enervado y cada vez más convencido de la nulidad de la lucha. El tiempo lo habían cubierto de una pátina de desilusión y odio a todo lo que tuviese tufo a legalidad, que para él era la herramienta de la corrupción cancerígena.

El Rafa gruñía entre dientes a los oídos del Quijote:

– Los pocos que se están forrando de dinero ni siquiera olfatean que se están cebando para el matadero…

Dios nos guarde de las aguas mansas, que de las turbulentas me guardo solo. Dice el refrán. En el alma de aquellos hombres, que alguna vez fue serena, la marejada había producido un oleaje más bravío que en el Cabo de Hornos. Inconscientemente germinaba la semilla de la revolución sangrienta.

Uno de esos días, en un pueblito llamado Huayra, ocultos en “Los Cóndores”, un bar de mala muerte alineado junto a otros ranchos en la única calle, con piso de tierra apisonada por las ojotas y los duros pies descalzos, con unas cuantas mesas y sillas de madera toscamente clavadas que amenazaban caerse al menor movimiento, pintadas generosamente por la más arcana mugre, único local al alcance de sus escuálidos bolsillos, el “Rafa” Fisher, comenzó una impredecible perorata.

– ¡La política en nuestro país es una inmundicia monumental y la justicia su olor nauseabundo! ¡El uno apaña al otro y el otro apaña al uno! Parece mentira que todo lo que está corrupto huela a podrido; como debe ser; pero los grandes corruptos siempre huelen a perfume francés… ¡Tienen más vericuetos que un caracol de cien mil años!

– Si seguimos luchando desde abajo solo recibiremos pisotones y patadas. ¡Tengo callos hasta en la nuca! Debemos tomar el poder y, para eso, hace falta ser político o tener a los yankees de tu lado.

– Para nosotros solo nos queda un camino: La política, aunque sea un camino atascado de basura.

– Nunca me olvido que Carmelito Pastrana murió buscando la justicia. Unos hijos de puta lo mataron alevosamente para silenciarlo y no debemos dejar que su muerte sea en vano…

– O sacamos cagando a los políticos corruptos, o me vengo con la guerrilla a la ciudad… ¡Y arderá Troya!

Entre la rabia por pura impotencia y deseos ardientes de ayudar a los que no tenían la sartén por el mango, nació el MSJ, “Movimiento de Solidaridad y Justicia”. Un nombre demasiado grande para un grupo microscópico.

La idea los entusiasmó tanto, que se lanzaron con renovados ánimos a consolidarlo. El Rafa, por razones de fuerza mayor no figuraría entre los asociados, pero haría la campaña a su manera.

Llegaron a duras penas al mínimo número de afiliados para inscribirlo como partido político luego de interminables visitas personales a favorecidos y amigos de Carlos Altamirano, quien quedó como Presidente -por el solo hecho de que no había otro- del partido más pequeño y desconocido del país y, naturalmente, del mundo.

Los políticos fogueados se cagaban de risa en la jeta del fundador y sus afiliados, una caterva maloliente de pelagatos analfabetos y rotosos; tildando al movimiento de zurdo por la sencilla razón de ser de clase baja.

También ellos tenían una parte de la razón. Las reuniones del MSJ no se caracterizaban por la presencia de modelos Givenchy ni Chanel, ni por la retórica clásica, y mucho menos por el olor a lavanda. El tufo, espeso, acaso rancio, podía palparse en el aire. Pero había calor humano y nadie parecía darse cuenta de ese detalle.

Dos años después llegaron las primeras elecciones…

Ruidosas campañas de los grandes partidos “traicionales”, como los llamaba el Rafa, sobre todo el oficial, enquistado desde hacía décadas, llenaron pueblos y ciudades de pancartas; letreros sobre letreros en las mugrientas tapias, tapaban los retocados retratos de un conocido político con la de otro que pegaban horas después exactamente sobre su cara, en un carnaval de afiches a todo color con los sonrientes rostros de los candidatos, que acababan de demostrar la más asombrosa habilidad para llenarse los bolsillos sin cometer el más mínimo delito.

Algún vecino con cierta dosis de humor escribió sobre la cara de cada uno de los rancios políticos pegados en una tapia la palabra: “Ladrón”, y sobre la última impresión, de un joven casi imberbe, hijo de otro político, que se iniciaba en las lides del partido oficial, la frase: “Pichón de ladrón”.

Pero en las fotos, ¡todos sonreían!

– ¿De qué se ríen? Preguntaba indignado El Quijote a sus amigos.

¡Se cagan de risa del pueblo! Respondía invariablemente el Rafa, rascándose siempre la cabeza como si tuviera una pediculosis galopante, lo cual era más que probable. ¿Por qué no sacan una fotografía del «sonriente» pueblo recagado de hambre y sin trabajo?

El Quijote no existía en política. Era, a los fines del “rating” oficial y para deleite de los ociosos, un candidato “poroto”, por no decir más claramente un candidato al pedo.

Los líderes “fuertes” atosigaron a la teleaudiencia con sus declamatorias versiones de siempre: Somos los mejores. Su voto “por mí” lo hará rico y feliz. Haremos una patria justa, libre y soberana… Una sarta de promesas realmente audaces.

Dejaban el país en la miseria con una deuda externa impagable, pasaron de la noche a la mañana de indigentes a millonarios, ¡y se postulaban a cara descubierta ante sus víctimas como los únicos salvadores del futuro!

Ofrecían una sabia alternativa, la de siempre: Salir de la sartén para caer en el fuego.

Altamirano y sus colegas sospechaban que sus dignísimos adversarios no necesitarían monumentos póstumos. Ellos mismos servirían de estatuas. Tenían la cara del más sólido granito. Pero así es la política, salvo rarísimas excepciones, solo apta para los «humildes, desinteresados y sinceros».

El canje de votos a cambio de baratijas o platos de comida, fuertemente condimentados con las promesas más disparatadas, eran el “standard” de la norma.

La “fábrica de opiniones” de los medios de comunicación masiva, lavaba y enjuagaba los cerebros al mejor estilo de la “dedocracia”, mientras los candidatos enviaban a sus secuaces a comprar los votos de los pobres analfabetos o gente de las favelas que sobrevivían entre la miseria y el delito, que eran muchos.

Recibían de un locuaz enviado por el partido una zapatilla depreciada, la izquierda, junto con el sobre que debían depositar en las urnas y, si ganaban, les prometían solemnemente la entrega ceremonial de la otra zapatilla, la derecha.

Caso contrario, andarían con una sola pata.

El partido de Altamirano no tenía un centavo, hicieron una campaña silenciosa, “gastando las alpargatas”, visitando personalmente a sus antiguos clientes, explicándole claramente que únicamente prometían trabajar por el bien común. Ellos le creyeron y lo divulgaron de boca en boca, en una escala exponencial entre sus amigos y los amigos de sus amigos. Un pueblo cansado de mentiras buscando un líder que diga la verdad generalmente obtiene lo que busca. Todos los pueblos tienen el gobierno que se merecen.

Llegó el temido y esperado día de las elecciones...

Los votos del partido MSJ se agotaban rápidamente en las mesas electorales. Algunos sospechaban travesuras de los partidos oficiales, tan afectos a llevarse masivamente los votos de sus adversarios para limpiarse el culo. Otros, sospechaban un desastre.

Y el desastre ocurrió…

El MSJ ganó las elecciones por una diferencia tan abrumadora, que obtuvo mayoría en el Congreso y dejó sin posibilidades de manipuleo o impugnación a los fuertes grupos que alternativamente gobernaron. ¡Un cataclismo!

El Quijote, símbolo de su partido, lejos de ofenderlo, lo llenaba de orgullo. Decía que prometía esmerarse para merecer tal apelativo; un emblema del pueblo que resultaba muy doloroso para las sanguijuelas que perdieron el bocado. Muchos de ellos odiaban a Cervantes por haberlo inventado.

Unos días después, en una lujosa quinta campestre, los líderes de los partidos derrotados conferenciaban con un selecto grupo de “Asesores” extranjeros. En aquel palacete decidirían lo más conveniente para la “Democracia”.

La algarabía de los rotosos malolientes era para unos un inocente carnaval carioca, y para otros, una peligrosa rebelión de las masas.

La guerrilla ofrecía por primera vez en su historia la posibilidad de un diálogo con el Gobierno. En la calle, eran contados los que podían designarse “gente”. Pero atronaba un fuerte mar de fondo. Había mucho dinero en juego y los poderosos no toleraban riesgos ni querían perder las riendas del poder.

El Quijote empezó a cabalgar y los perros a ladrar.

El hijo del viento blanco

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