Читать книгу El hijo del viento blanco - Derzu Kazak - Страница 17
ОглавлениеCapítulo 14
Intihuasi - Andinia
El sol del mediodía abrasaba la tierra, reverberante, generando una colosal pista de danzantes remolinos en la arenosa planicie. Diciembre, el padre del verano, descartaba sus días sobre la capital de Andinia con espléndidas auroras, plasmando un sol que asomaba curioso su orondo cuerpo, agazapado detrás de las verdes montañas del oriente. Caldeaba el aire y la tierra y fenecía glorioso envuelto en una silente sinfonía de colores; pincelando con sus veloces dedos de energía tenues fantasmas siderales.
Faltaban cuatro días para Navidad, única fecha que lograba atascar la sala de espera del Aeropuerto Internacional de Intihuasi. Ese fatídico día, arribó en el vuelo del flamante Mcdonnell Douglas de Lufthansa, originado en Fráncfort, alguien que decía llamarse Steve Hoffman.
Aparentaba tener unos 45 años, de mediana estatura y cuerpo atlético, un rostro agraciado de escultura griega, bosquejado con diferentes tonos almendrados en un arquetipo de armonía. Ojos pardos, tez bronceada y un pelo castaño levemente ondulado, le conferían una finura tal, que hacía pensar lo hermosa que debería ser su hermana.
El equipaje se reducía a un porta trajes Sansonite y una cámara Leica colgada displicentemente del hombro, sin estuche, con un reluciente lente Leitz zoom 35-200. Su porte de ejecutivo lo confirmaba el impecable traje azul-plomo, una gabardina beige terciada en su antebrazo izquierdo, lentes ahumados Metzler enchapados en oro, que mantenía colocados en la penumbra interior de la terminal aérea, y el costoso reloj Piaget de platino, semioculto en su muñeca; además de una sorprendente colección de tarjetas de crédito, absolutamente falsas, que asomaron de su cartera al extraer el pasaporte.
Los agentes de aduana ni siquiera revisaron el escueto equipaje, estamparon el sello de ingreso en el pasaporte alemán de la Comunidad Europea, con ese atisbo de misericordioso desprecio que evidencian cuando no molestan al pasajero.
Faltando tan solo cuatro días para Navidad, uno de los tres asesinos profesionales más cotizados del mundo, entró a Intihuasi como rata por las cloacas.
Steve Hoffman había nacido en Fráncfort el doce de diciembre de ese mismo año. Cumplía sus primeros nueve días de vida. Antes se había llamado Irineo Poletti… o Paul Wright… o Efren Lang… hasta llegar, en una interminable lista de efímeros alias a su verdadero nombre, si es que alguna vez lo tuvo, que algunos “clientes” creían conocer y ninguno estaba seguro que fuese genuino.
Ni siquiera él mismo.
Entre los asiduos comitentes figuraban las grandes Agencias de Inteligencia de los cinco continentes y las poderosas Compañías multinacionales. Steve Hoffman era un auténtico profesional free lance.
El poder exige disciplina y el orden limpieza… Si se entiende por orden la no alteración de los planes más rentables, aunque estos planes sean industrializar gas nervioso o procesar heroína… Y por limpieza, extirpar del medio las mentes que tuviesen la peregrina idea de oponerse o dificultar dichos planes. Naturalmente, al mismo tiempo que la mente, volaba el envase.
Clasificado con la máxima distinción en la escala de peligrosidad y eficiencia, era el ejecutor seleccionado cuando los trabajos sucios del más alto nivel debían quedar absolutamente impolutos. Sus víctimas no eran asesinadas. Simplemente se morían.
Nació en el planeta Tierra. Eso era de lo único que estaban todos convencidos, probablemente en algún paraje del centro de Europa, hipótesis basada tan solo en su dominio lingüístico de nueve idiomas, alguno de los cuales, como el húngaro y el checo, difícilmente lo hubiese estudiado por deleite o necesidad; además de la total pérdida de sus orígenes y documentación, supuestamente calcinada en algún bombardeo. Al llegar a la edad de la razón, se encontró en este mundo sin padres, sin hogar, sin raíces, sin documentos y sin porvenir. Para el mundo burocrático, el niño obviamente no existía.
Sobrevivió robando y mendigando durante años, hasta que se dio cuenta que algunas aristócratas que podrían haber sido su madre lo contemplaban descaradamente. Una de ellas lo invitó para concederle el despojo de la cena y se cobró el bocadillo usando su púber cuerpo. Desde ese día, utilizó su agraciada figura para entretener un amplio abanico de acaudaladas damas entradas en años, que estaban a la recherche du temps perdu. Un imberbe gigoló que alojaban un tiempo en sus mansiones con el pretexto de la caridad y la realidad de sus lascivas intenciones.
Aquel selecto grupo lo abasteció de blutwurst, tortas de higos con nueces, ciervo y truchas ahumadas y otros nutritivos alimentos acordes a su tarea de padrillo, refinando sus naturales dotes histriónicas con un argot avant-garde que lo revistió con la pátina indeleble de la falsía cortesana, vaciándolo radicalmente de emotividad. Un auténtico bon vivant que era requerido por turnos semanales rigurosamente distribuidos entre las respetables damas de su clan, tanto como podría serlo un cotizado garañón pur-sang.
En esa época, con unos diecisiete años, estimados en razón de su desarrollo corporal, fue forzado por una ninfómana de high life a convivir tan solo con ella, bajo amenazas de entregarlo a los servicios de seguridad si escapaba de su palacete. Había encontrado el semental perfecto…
En la siguiente noche, encontró la muerte perfecta.
Desde ese momento, el ahora llamado Steve Hoffman, se ganó la vida quitando vidas.
Detenido por las fuerzas occidentales de ocupación en Alemania, paso rápidamente, gracias a sus dominios lingüísticos y rapidez mental, de presidiario sin destino a intérprete de los servicios de inteligencia. Era un mozalbete realmente listo, frío como el hielo glacial y capaz de asesinar sin abdicar su sonrisa, sin remordimientos, con la naturalidad de un leopardo.
El General W. S. Atkins, jefe del área contraespionaje, lo hizo su brazo derecho. Debería tener unos dieciocho años cuando ya actuaba en solitario eliminando algunos militares del este a cambio de un valiosísimo documento americano que por primera vez en su vida lo transformó en una persona auténtica. Antes, era la nada corporeizada.
Le pusieron arbitrariamente John Macnair, entregándole un documento que sería válido tan solo mientras fuera un “buen chico”. El enigmático Johnny, aprendió entusiastamente las artes marciales más deletéreas, que no necesitaban un perfecto estado físico, sino un superlativo conocimiento de anatomía nerviosa, especializándose con unos rebuscados maestros orientales que importó especialmente el General Atkins, en las arcaicas técnicas del snake-kill. Aprendió a matar instantáneamente sin armas, sin derramamiento de sangre, con los simples utensilios de uso corriente: lápices, monedas, cucharillas, hebillas... Para Macnair, el mundo era un verdadero arsenal.
Con el tiempo se hicieron socios. El General, con acceso irrestricto a la colosal información almacenada en la fantástica memoria electrónica del Ordenador Central de la Agencia norteamericana, proveía un reportaje extorsivo que haría prometer la conversión a Satanás, como ganzúa maestra para que su pupilo ingresase y saliese de cualquier Estado con la venia de las autoridades de inteligencia locales, forzadas por el gigantesco escándalo que generaría el más leve inconveniente a la misión de Macnair.
La cláusula gatillo estaba cargada. Podían optar por el secreto absoluto o el escándalo mundial.
La Carte Blanche era corrientemente un sobre lacrado, con unos cuantos folios piromaníacos: Homosexualidad y pedofilia de intocables funcionarios de alto nivel perfectamente comprobada y documentada, fotografías o videos que producían nudos marinos en el garguero de los jefes de los servicios secretos. Detalles de cuentas cifradas en Suiza mágicamente multimillonarias de conspicuos personajes públicos, venta de armas de la nación anfitriona al enemigo de sus amigos… y tantas variantes de la inmundicia que se oculta en el background de todo gobierno.
El ejecutor entregaba el sobre directamente a manos de las más altas Autoridades de Inteligencia del país involucrado, que invariablemente lo esperaban en el aeropuerto recibiéndolo como una indeseable suegra, ayudándolo a finiquitar lo más prontamente su mortífera fajina y el retorno feliz a sus secretos reductos. Estaban seguros que los originales de esa información serían incinerados. Solo servían una vez. Así se trabajaba profesionalmente: con absoluta honestidad.
Su vida también estaba protegida por un dossier escalofriante que llamaba “La caja de Pandora”. Las autoridades de las Agencias tenían pleno conocimiento de su contenido por algunas copias enviadas a propósito, con aquellos elementos que no vencían con el tiempo… En esos ambientes se maneja mercancía muy perecedera. Si le pasaba algo o simplemente se moría, automáticamente se abriría la Caja de Pandora.
Muchas veces, los directores de los servicios secretos se alegraban de poseer en sus manos informaciones tan urticantes que, su sola mención, provocaría el caos del gobierno de su propio país. Con su eliminación secreta y definitiva, ascendían en el aprecio y la renta de los poderosos.
Únicamente costaba una que otra vida… que no era de ellos.
Estas relaciones lo llevaron a ser reconocido y contratado por las diferentes Agencias de Inteligencia, que siempre aprecian la cirugía aséptica. De allí, traspasar a algunas grandes Multinacionales y a Gobiernos putrefactos de diferentes naciones era cuestión de escala para un graduado con el Master del Crimen. El trabajo era el mismo, tan solo cambiaban las víctimas y los montos cobrados. Las manos llenas de oro siempre chorrean sangre.
Hacía menos de tres semanas que un desconocido cliente le había encargado una tarea en Andinia, abonándole la no despreciable suma de quinientos mil dólares en anticipo, y tres veces más al rematar la faena. En este caso no necesitó información extorsiva para ingresar. Era terreno controlado… ¿O habría otra razón?
El novio de la muerte, enmascarado en el cuerpo de un Adonis, ingresó a Intihuasi con paso firme cuatro días antes de Navidad.