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Capítulo 1

Condorhuasi - Andinia

Terminaba el primer día de agosto en un espacio que los incas bautizaron Qulla suyu, “tierra de los sabios”. La fiesta de la Pachamama continuaba entre fogones de tola y recurrentes ofrendas de alimentos y coca a la “Madre Tierra”, sin mezquinar los abundantes brindis en cíclicas rondas con el mismo vaso colmado de chicha en unas y de vino en otras. Todo era alegría y amistad en un platicar codo a codo con susurros casi inaudibles.

El crepúsculo rojizo dio rápido paso a una noche retinta cuando el sol, con un salto ciclópeo, se desbarrancó detrás de los agudos picos de la cordillera de los Andes, y la temperatura bajaba ágilmente como un gato por las escaleras. Casimira sintió un escalofrío en la espalda, entró a su rancho buscando un poncho de alpaca blanca que ella misma había hilado y tejido con esmero, cuando escuchó unos arenosos pasos a sus espaldas. Al darse vuelta vio en el marco de la puerta el perfil de Juan Cruz Altamirano pintado magistralmente sobre fondo negro por la luz de una vela.

Una leve sonrisa asomó a sus labios festivos. El amor fecundo floreció de golpe y en el amanecer del primer domingo de mayo, el fruto naciente pujaba en silencio.

Carlos Altamirano llegó al mundo a eso de las tres de la madrugada. El suelo de su rancho rozaba los 4.000 metros sobre nivel del mar. Un suelo aterido, de belleza suprema, que figura en los mapas de los hombres de abajo como el Altiplano de los Andes.

Su madre sentía a flor de piel las pulsaciones aceleradas del corazón jadeante, bombeando ríos escarlata con una sístole y diástole clarísima, como una bomba aspirante-impelente de pozos petrolíferos. El resuello estremecía turbulento inyectando el aire gélido y reseco a sus pulmones, expeliendo bocanadas de vapor que se congelan en las lanas del pasamontañas que embozaba su rostro.

El mundo de la nada… Cuando el viento duerme. Pero el viento, esa noche y a esa hora no dormía...

La violenta nevada del año nació gemela del niño, y bramaba congelante con el viento blanco calando el alma con el dolor profundo de una traicionera puñalada.

La tormenta encrespada, perdiendo los estribos, lívida en su ataque de locura, soltaba las parcas con sus curvos aceros en la mano, como vandálicos ejércitos en una noche de brujas, cazando almas y desecando cuerpos.

Nadie podía aguardar compasión. Ni siquiera enfrentarla. La madre Tierra aguanta las torpezas de sus hijos, pero como una madre que pierde los estribos… tiene momentos que mejor es temerle.

Los hombres estaban necesitados para poder sobrevivir de algo tan plebeyo y esencial como unas mantas tiznadas que se remeten desesperadamente apegándolas al cuerpo, hasta hacerlas piel.

La cabeza percibe punzadas por el frío que cala los abrigos con intangibles agujas, persiguiendo la carne, y la carne pide más cobijas para rehuir la sensación de corona de espinas que aplasta el cráneo, encogiéndolo dolorosamente, urgiendo aprovechar el calor del aliento como un precioso aliado de la vida. La cabeza se calma y preludian congelarse los pies. Una rendija en las mantas que debe remeterse y ovillarse. Más tarde barruntamos carámbanos pegados a las rótulas. Las manos las friccionan y vendan con abrigos.

Las serviciales manos salvan el resto del cuerpo bregando sin descanso donde el cuerpo pide amparo para no congelarse, se encargan de atenderlo aunque estén ateridas. Cuando concluyen su labor, cuál palomas que repliegan sus alas, cruzando sobre el pecho, se remeten entre las tibias axilas y, en aquella madriguera, pernoctan en incesante vigilia.

El hombre se transfigura en estático feto de un vientre de pieles y lanas que pasa a ser su madre. Vientre lanar tejido con esmero por sarmentosas manos de ancianas artesanas, hasta concebir puyos, tirados sobre un velludo pellejo de llama sin curtir, con todos sus efluvios naturales. Un refugio para salvar la vida, que no pide tanto. En aquel momento, nadie se queja. Una ruin manta vale más que cien diamantes.

Vale… ¡exactamente la vida!

Y eso… no es poco.

Esa noche, morían las vicuñas enfermas, dando tambaleantes pasos contra el feroz viento hasta entregarse para siempre sobre la tierra en que nacieron y ser momificadas incorruptas. Y quizás se llevasen de este mundo a los burros viejos, algunos sin una oreja, que perdieron al agitar sus doloridas cabezas por congelamientos pretéritos.

También quedarían como el mármol los pajarillos que no encontraran un profundo refugio bajo tierra, donde el alocado torbellino no despeine sus plumas protectoras, clavando el frío hasta los huesos. Paralizando el cuerpo. Cristalizando la vida.

Carlos Altamirano fue hermano gemelo de un temporal de nieve en corpúsculos, nieve en polvo seco y volátil que ni siquiera dejaba nacer los copos, con impetuosas ráfagas que arañaban inmisericordes la desértica corteza terrestre, manteniendo en el aire toda la nevada. Una turbulenta vía láctea de frígido polvo de estrellas.

El color de la nada era blanco. Todo era blanco, etéreo, sin forma y sin norte.

Nació acunado por el viento blanco, brutalmente fuerte, ululante como una horda de fantasmales guerreros y glacial, tan glacial, que el aliento se hacía nieve a flor de labios.

Espolvoreaba en su cuerpecito tenues copitos, cuál talco celestial que flotaba ingrávido en el aire a modo de chispas de luz, y las gélidas brasitas se apagaban en contacto con su mantecosa piel amoratada, a pesar de estar la puerta y la diminuta ventana del rancho bien cerradas.

Asomó su peluda cabecita a un mundo hostil, tremendamente hostil. Tan salvaje, que lo mataría en un instante de intemperie. Pero su madre, al igual que las zorras en su tibia madriguera, paría dentro del rancho.

El temporal arañaba la puerta raspando sus espadas de hielo cuál legiones de Herodes; buscando al inocente. Los Hados lanzaron los dados del porvenir y, con mano segura, en el esférico libro de la vida grabaron indeleble su destino.

Nació por poco a oscuras, alumbrado por un candil de aceite empeñado en pincelar alucinantes frescos goyescos en las desnudas paredes terrosas del rancho. Muchas más sombras que luz.

Sombras y luz. La vida. Un suspiro entre dos muertes.

Su madre no emitió un solo lamento. En plena Cordillera de los Andes se debía parir como los animales. En silencio. El dolor lo delataban sus ojos fuertemente cerrados y las gruesas perlas de su frente, que nacían de la nada en la tersa piel morena y escurrían por las palpitantes sienes para esconderse en su pelo en rápida secuencia, escarchándose como costras de cera en la rústica estameña de la almohada.

La pátina de grasa que cubría su cuerpecito se blanqueaba vertiginosamente. Congelándose. Afuera, por lo menos, rondarían los veinticinco grados bajo cero. Y dentro del rancho de gruesos adobes, un poco menos.

El niño llegó tan callado como la aurora. Ni un solo berrido. Nació en silencio y nadie le reclamó que llorara. Se metió el pulgar derecho en la boca y empezó a succionarlo mientras su arrugado cuerpecito se amorataba en las manos temblorosas de una vieja que apenas veía. La vieja restregaba como yesca unos ojos que se apagaban, buscando iluminarlos con una chispa de luz. Pero era inútil.

La improvisada matrona, una anciana vecina que “había visto” otros nacimientos, lucía su cara cuarteada por profundas arrugas que escribían su historia mejor que mil poemas. Un semblante de mujer que a lo mejor alguna vez fue bella, que en la vida conoció el maquillaje, era la cambiante efigie que día a día repujaba un duende de los cerros con ínfulas de artista.

Y cada día, la talla estropeaba.

Ató con un hilo de lana roja el cordón umbilical. Dos nudos apretados y un tironcito para estar segura. Lo cortó limpiamente a unos centímetros de la pancita con unas tijeras que hervían en la negra olla de hierro, cubriendo la punta seccionada con grasa de cordero entibiada, que también se endureció rápidamente.

Humm… Resopló satisfecha y cansada. Con un toque propio de mujer, recortó nuevamente las puntas del improlijo nudo.

Las plomizas trenzas dobles que caían por su espalda, asomando debajo del pañuelo atado a su barbilla, seguían el compás de sus meneos, y las amplias polleras superpuestas engrosaban las caderas de por sí exuberantes, como apergaminada pintura de Botero.

Raspando sus ojotas en el suelo de tierra con sus curtidos pies agrisados, sin medias, giró anadeando con el crío desnudo entre sus manos y se lo entregó al padre, que permanecía parado y ausente en un rincón del rancho. Dejó las tijeras en la mesa y se secó la ilusoria transpiración de su anciana frente con la manga del abrigo de llama, que poco serviría para esos menesteres.

Humm… Repitió mientras separaba nuevamente las piernas de la madre y miraba con esfuerzo la penumbra. Seguidamente, guiándose más por el instinto que por ciencia, procedió a lavar la parturienta por afuera y por dentro con la delicadeza de un gladiador romano, retirando sin miramientos los paños ensangrentados, que a la luz mortecina lucían más negros que rojos. Al acabarse la poca agua caliente, también se acabó la limpieza.

Agarrando con su mano temblorosa un puñado de coágulos y un flácido colgajo que sacudió sin fuerza, olfateó como un Pointer la placenta casi rozándola con la nariz, metiendo en su cerebro los datos del efluvio viscoso, que llegaba a su memoria con el pegajoso olor a sangre fresca y líquidos amnióticos. Cerró los ojos un instante y aprobó el sensitivo examen sacudiendo la cabeza.

– Humm… Masculló la vieja. Y eso fue todo.

Al chico lo atendía el padre, tan toscamente que parecía no saber por dónde sujetarlo. En su rostro curtido podía intuirse un bosquejo de sonrisa.

Acercó la criatura a la madre que, desabrochándose el abrigo y una blusa, lo incorporó a la tibieza de sus desnudos pechos, tapándolo amorosamente. El padre, extendió un grueso puyo de llama sobre ambos, remetiéndolo en las piernas. Tocó el brazo de su mujer y la tapada cabecita de su hijo, asintió con la cabeza y la miró profundamente a los ojos con una mirada que lo dijo todo.

Luego, se fue al rincón del cuarto para festejar el nacimiento.

Llenó dos jarros de hojalata con vino tinto de una damajuana, uno para la vieja, que se lo tiró temblando por el cuello y el gargüero como si fuese té tibio, eructando ruidosamente y relamiéndose los resecos labios con una pastosa lengua blanquecina, y otro para él, que tomó a sorbitos en un rincón del rancho, derramando un chorrito sobre el piso de tierra para convidar a la Pachamama.

Ningún comentario. Todo era tan natural como el enloquecido ulular del viento.

La vieja, quizás por el efecto del vino, se tiró al suelo a roncar sobre un pellejo de llama, cubriendo sus resecas carnes con el mejor abrigo de la casa, un espeso quillango que le ofreció el padre en señal de respeto y gratitud.

Él no durmió esa noche. Velaba en silencio.

Al amanecer, la tormenta seguía arañando la puerta, pero ya no arañaba sus almas.

Le pusieron un gorro de llama tan grande que casi ocultó su cabeza por completo, y fue envuelto en un rústico trozo de tela roja, confeccionado en telar de palos con lana de llama blanca hilada a mano, que lo abrigó hasta que aprendió a caminar.

Durante más de un año vivió en las espaldas de su madre, sujeto por un aguayo multicolor y resistente atado por delante, creciendo rollizo y sano, mamando glotonamente de unos dorados pechos que dejaba goteando.

El hijo del viento blanco

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