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Capítulo 4

Andinia

Maribel Santillán mantenía su hogar, bendecido con un esperado retoño, que parecía imposible de traer al mundo luego de dos embarazos perdidos en los primeros meses. Los médicos le aseguraron que no podría tener más familia. El bebé, llamado Carlos Ezequiel, llenó de alegría la casa. Y también allí, como los reyes magos, se acercaron dos colegas con sus regalos y sus manos tendidas.

Rafael Fisher, que fue el padrino del niño, y Carmelo Pastrana, dos bohemios de la justicia.

– ¿Ustedes creen de verdad que la justicia humana será alguna ver absolutamente justa? Les preguntaba a sus nuevos amigos con la fuerza de una verdad asumida y madurada. El humeante café se enfriaba en sus manos… Pues lamento desilusionarlos, pero jamás se logrará eso en la Tierra.

– Cuando nosotros dos éramos estudiantes, respondía Rafael, nos parecía que al menos los gobernantes y sus ministros, los curas y la jerarquía eclesiástica, los militares de alto rango, los médicos y, de manera imperiosa los abogados y jueces, “necesariamente” debían ser incorruptibles y plenamente confiables.

El pelirrojo, con pecas sembradas en abundancia por su sonrosada piel, se rascaba la cabeza revolviendo sus rizos ensortijados y jamás peinables, mientras sus ojos azul ultramar trataban inútilmente de convencer la fiereza de su espíritu, más dado a la bondad que a la violencia.

– Pero ahora creo que hemos vivido en una cápsula de cristal… ¡Hemos hecho el papel de pendejos pelotudos!

– Amigos… -respondió Altamirano con una madurez que recordaba a Ghandi por su aplomo y absoluta calma en medio de las tempestades- el mundo está habitado por hombres, y los hombres nunca hemos sido perfectos; menos lo serán las instituciones que concebimos para intentar convivir.

– En la jerarquía de la Iglesia hay muy pocos santos y muchos pecadores, porque la santidad no es nada fácil; dentro de las fuerzas armadas hay héroes y traidores, porque el heroísmo es generosidad extrema; dentro de nuestra profesión hay de todo. Tenemos lo mejor y lo peor, porque ser juez es tarea divina, que dispone en justicia de vidas y bienes.

– Estamos sumergidos en la pastosa civilización moderna que nos impone un materialismo espiritual y no puramente físico; como diríamos en nuestra jerga, un materialismo de jure y no solo de facto; a más del amasijo de hipocresía y falsedad que de él se desprende.

– ¡Pero nosotros «juramos» ser justos!

– El juramento del hombre vale exactamente lo que vale el hombre.

– ¿Qué validez podrá tener el juramento de un tránsfuga? La mentira está permitida en la autodefensa de un juicio sin ninguna consecuencia; el asesino declara que es inocente ante un juez, con esa hipocresía total que la ley lo permite, porque nadie está obligado a auto incriminarse, tanto que las declaraciones deben ser verificadas con pruebas, y si empezamos con una sarta de mentiras, no gana la justicia, sino el abogado más astuto.

– Justicia es perfecto equilibrio, que tu piel vale lo mismo que la mía, y mi hambre vale tanto como la tuya. El hombre que no cumple esto está mal por fuera o por dentro, es un cáncer activo que desgraciadamente contamina el mundo.

– Es verdad, señaló por primera vez el introvertido Pastrana, ¡la mierda vestida con toga no deja de ser mierda! El médico que aborta, el abogado que vive de rapiña aprovechando las calamidades del prójimo, el cura que escandaliza con su ejemplo…

Carlos Altamirano, asintiendo con algunas reservas, trató de ver la otra cara de la moneda.

– Nuestra profesión es delicadísima, debemos ser Jueces. Juzgar… Cuando Jesús dijo “no juzguen si no queréis ser juzgados”. Debemos aplicar leyes que no contemplan una realidad individual y mucho menos la Ley Divina; y recuerdo esa lapidaria frase: “Con la misma vara que midáis seréis medidos”… Y duele ver como los delincuentes eluden la ley porque sus abogados hicieron “los pasos legales previstos en las excepciones”, o ver a nuestros colegas que apañan los juicios, o peor aún, los crean buscando cobrar honorarios al que cae en desgracia.

– A fin de cuentas todo el que pide justicia, quiere que le den la razón… La justicia humana siempre es interesada.

– Juramos ser lo que de ningún modo podremos lograr a la perfección: Ser justos. Enviamos a la cárcel a un ladrón de gallinas y no podemos encerrar al funcionario que roba millones a todo el pueblo, porque está protegido por el aparato oficial que participa masivamente del delito de latrocinio y otros quizás peores, y se encubren unos a otros con cientos de triquiñuelas… ¿quién no está al tanto de esto?, sin embargo, ¿quién los acusa?

– Pero nosotros… comentó Rafael mirando al estoico Carmelo Pastrana buscando su implícito acuerdo, ¡queremos que la justicia sea justa!

– Deberán luchar para eso centímetro a centímetro en un camino que no tiene fin, respondió Carlos. Creo que estamos infectados de legalidad interesada y desprovistos de nobleza.

– ¿Qué mejor posición puede aspirar un delincuente que ser abogado? Tiene conocimiento de las leyes, de los vericuetos y de las artimañas legales. ¡Incluso pueden planificar verdaderos desfalcos perfectamente legales! Así es la ley humana, se presta para todo…

– ¿Recuerdas el libro “El Padrino”? Allí decía que un abogado puede robar más con su portafolio que un rufián con su revólver… ¡uno sin delinquir y el otro con riesgo de cárcel!

– Pues a mí, recalcó el Rafa Fischer poniéndose rojo de rabia, podrán meterme una bala entre las cejas, ¡pero no pienso dejar de cumplir mi juramento! Lo hice ante Dios… ¡y con Dios no se juega!

– ¿Y tú que piensas? Preguntó Altamirano a Carmelo Pastrana, cuyo mutismo era proverbial.

Con un tono engañosamente terso, pero con ese halo temible que se percibe cuando lo que se dice se siente en las entrañas, contestó casi musitando:

– Si no logro que la justicia sea justa, me voy con la guerrilla, ¡y entonces verán esos hijos de puta lo que es un juramento! ¡Yo juro ahora que los haré volar directo a los infiernos!

Ninguno esperaba esa respuesta y ambos sintieron miedo. No en sus cuerpos, sino en el fondo de sus almas; el temor de que las injusticias compriman tanto al pueblo que, como una gran caldera, estalle y tome la justicia por su cuenta.

– Carmelo… respondió Altamirano, creo que yo haría lo mismo si no supiese con certeza que eso es peor que esto. Unos cuantos roban a manos llenas; pero debemos rendir cuentas tarde o temprano, aquí o ante Dios. Me temo que a muchos magnates no les va a cerrar el balance…

– Tenemos una justicia humana basada en el código de Hanmurabi, el mismo que usaban en Babilonia 1.700 años antes de Cristo, en la rejuvenecida y vengativa ley del Talión, muy alejada de la Misericordia Divina, que nos pide la antítesis: “Amad a vuestros enemigos… Haced el bien a los que os odian… Bendecid a los que os maldicen… Orad por los que os calumnian. Y escucha esto, que es realmente increíble… Al que te hiere en una mejilla ofrécele la otra… A quien te quita el manto, no le niegues la túnica… Da a quien te pida y no reclames a quien te roba lo tuyo”. ¡Esto lo exige Dios! ¡Esa es la verdadera justicia divina! Y si se cumpliera, jamás tendríamos ni un solo juicio en la tierra…

– ¡El Evangelio debería estar prohibido! Reclamó enrojecido el Rafa Fischer. Es un libro que correspondería proscribir en todos los países civilizados, porque de lo contrario coexiste una contradicción tremenda entre esas enseñanzas y la vida real. ¡Y sus palabras juzgan los siglos! Ser o no ser... ¡Tha’s the question!

– ¡Pero esa manada de ladrones necesita un escarmiento! Un odio visceral desbordaba al irreconocible Carmelo Pastrana, con una convicción tan firme que puso su piel grisácea y sus ojos tártaros delinearon una finísima estría. Ocultaba bajo esa humilde apariencia un explosivo de alta energía, que debían desactivar antes que lo destrozara.

– ¡No seas su esclavo! Respondió imperativamente Carlos Altamirano. Si tú reaccionas así cuando actúan de ese modo, simplemente dependes de ellos, te dominan, eres su esclavo… ¡Sé libre! Decide tu vida con un ideal, no con una presión externa y más, con la presión de unos delincuentes…

– Es cierto, acotó el Rafa Fischer. Debemos luchar “con” justicia y no salirnos de los carriles, sino, también dejaremos de cumplir nuestro juramento.

– Hablas bien, amigo, eres un buen abogado… Respondió Altamirano. Busco un cambio, pero por los cauces de la paz. Creo que la no-violencia de Ghandi tuvo más fuerza que todas las armas destructivas. Perdura, porque la paz es parte esencial del ser.

– Puede ser… remarcó Carmelo Pastrana. Puede ser que la no-violencia sea una solución. Pero que sea pronta. Tan solo veo que esta colonización cuantitativa que nos impone la globalización mantiene una extraña invencibilidad política. Jamás asimila nuestra cultura ancestral; simplemente la arrasa y la cambia por esta civilización uniformante que está en las antípodas de la nuestra, que se funda únicamente en la animalidad humana. Esto explotará muy pronto.

– ¿Saben una cosa? declaró inspirado, creo que editaré un pasquín donde divulgaré lo que los diarios callan porque no tienen pelotas… ¡o porque son propiedad de ellos!

– Haré una crónica de todas las aberraciones de la justicia y denunciaré a los corruptos. ¡Eso haré!

Y eso hizo…

Seis meses después, el irreconocible cuerpo de Carmelo Pastrana fue retirado trabajosamente de una jaula de hierros retorcidos y calcinados. Fue todo lo que quedó de su vetusto automóvil después del “accidente”.

En el sepelio, cuando el Rafa Fischer preguntó si sabía algo, Carlos Altamirano le respondió:

– Me había dicho unos días antes que estaba detrás de una noticia explosiva, pero le faltaba ratificar algunos datos; algo así como que el Presidente de la Nación y su cofradía están metidos hasta las orejas en el narcotráfico. Creo que los interesados se enteraron antes de que salga el informe… y él se lo lleva a la tumba.

– Debemos tener cuidado -respondió el Rafa- y como esto quede así como así… ¡yo me voy con la guerrilla! Ambos sabían que también ellos estaban en la mira de los verdugos.

Todo quedó así como así. Y el Rafa cumplió su promesa. Unos años después lideraba la guerrilla en las selvas de Andinia.

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