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Capítulo 2

Condorhuasi - Intihuasi

Un hilo de agua cristalina escurría oculta por una capa de hielo, dibujando un arroyito que rajaba por el medio la esponjosa alfombra aceitunada de pasto puna, segada a ras por los tenaces dientes de las llamas, ovejas y alpacas que, día a día, recortaban su alimento; una franja de tundra de unos cien pasos de ancho por dos leguas de largo, era el único signo de vida vegetal que apretaba sus ceñidas riberas en el páramo. Condorhuasi, con unos cuantos ranchos de greda dispersos a lo largo de un barranco, arrullado por el minúsculo arroyuelo sinuoso y cantarín casi siempre cubierto de hielo, era apenas un caserío arrinconado en una bahía de arena y basalto encerrada entre lomadas y cráteres.

El deshielo de un gigantesco volcán dormido por centurias, el sagrado Huayna, con más de seis mil quinientos metros de altura, de piel basáltica negra y agrietada, coralino en sus cicatrices antediluvianas, alimentaba gota a gota la escurridiza culebrilla de azogue que huía hacia una muerte segura en el salar.

El disperso caserío se asentaba por encima de los cuatro mil metros de un invisible Océano Pacífico no tan lejano hacia el poniente. El aire enrarecido era su elemento en un mundo ocre, no había otros matices salvo en la ropa multicolor. Todo era tonalizado por la greda, hasta las caras y manos de sus habitantes, encallecidas y cuarteadas por el frío y la sequedad extrema.

Ranchos de gruesos adobes sin pintar con los techos de barro y paja brava, sujetos por cortos tirantes de madera de cardón, traída desde lejos, debajo de los tres mil metros de altura. Los maderos primorosamente calados por la naturaleza, se ataban con tientos de cuero crudo remojado, cruzado en varias vueltas y anudado. A lo alto, una capa de cañas dejaba un cielorraso desvaído, y en seguida, barro con más paja. Una techumbre eficiente. Aislante de fríos.

Pequeñas chabolas achaparradas creadas de la madre tierra afirmando sus espaldas a los riscos formaban un poblado resguardado de los brutales vendavales. Casi todas se mostraban con una mínima ventana y con una sola puerta achaparrada a sotavento. Hogares de progenies que se unieron por lazos de cariño o de azar, por la ventura de toparse dos célibes en edad de juntarse, sin papeles ni acuerdos.

Los ranchos estaban distanciados miles de metros unos de otros, tal si el aire escaseara donde las tolvaneras danzan un ballet con la arena en las primigenias horas de la tarde, en el punto que el sol abrasa el cuero como fragua y el aire silba en los pulmones, helado como siempre.

Un poblado tan pequeño que contaba dieciséis casas, casi imperceptibles entre sí, pero que figuraba en la cartografía de Andinia con grandes letras, en mérito a que, a su alrededor, no había nada de vida en más de cien kilómetros.

Nada es nada.

Ni gente. Ni animales. Ni agua.

En Condorhuasi el tiempo se adormecía junto con sus habitantes y la vida latía sin prisa, al compás de las estaciones del año.

Carlos Altamirano, desde niño, trabajó con sus padres para poder nutrirse de un cotidiano guisado de maíz y charqui; charqui de oveja y de llama salada y oreada al sol, con el lujo de algunas papas rojizas conseguidas en trueque por los cueros. En Condorhuasi el dinero no existía.

Ya como pastor, ya como labrador, trabajaba en las veguitas de alfalfa de las lejanas tierras bajas, en las vegas que estaban a unos 3.000 msnm, detrás de la esteva del arado, aún demasiado pequeñuelo para alcanzar la mancera sin estirarse sobre sus ojotas.

Tiraba el prehistórico arado de reja un borrico lanudo llamado “Tractor”, apacible como su amo, de un airoso tinte gris ceniza con las crines brunas y los ojos más soñolientos del universo. Cada paso que daba parecía el último de su vida. “Tractor” y “Bizcocho”, un cuzco desgreñado de alcurnia nebulosa, que tenía los ojos bizcos y abundantes pulgas muy sociables, fueron los juguetes en su vida.

El destino de todo hombre cordillerano era idéntico: Tener hijos mineros o pastores. Habían alumbrado en aquel paraje ocho retoños en doce años, tres mujeres y cinco varones; si bien tan solo vivían cinco. Dos murieron a los días de nacer y el otro, el angelito, lo carbonizó un rayo al tiempo que pastoreaba la manada de llamas en el cerro.

Pero un día fuertemente soleado, al rancho de los Altamirano arribó un forastero que escarbaba osamentas humanas y reliquias de las prístinas civilizaciones aimaras y quechuas. Un hombre que se ganaba la vida como catedrático de Arqueología Americana en la Universidad de Barcelona. El sino los reunió en las cumbres, donde Carlos Altamirano, con sus doce años, corría a sus anchas, y el Dr. Ezequiel Arenales sudaba la gota gorda a pesar de la sequía, tratando de vencer al aire enrarecido de la Puna. Un angelote y un hombre sabio, de apariencia imperturbable, pero con un pasado harto turbulento, hicieron una sociedad sin estatutos que funcionó a la perfección.

Terminada la campaña, que duró unos cortísimos ocho meses, el Dr. Arenales pidió a los padres de Carlos lo dejasen estudiar en España. Viviría en su casa, lo cuidaría él y su esposa como a un hijo, ya que no podían tenerlos propios, y pagarían sus estudios. La sonrisa feliz de su hijo y una percepción intuitiva de sus padres hizo esa tentativa posible.

La despedida fue breve, sin ninguna revelación emotiva, tan natural como acostumbra hacerse en esas zonas cordilleranas. Parecía que el destino no lo llevaría más allá del corral de las llamas. Pero cruzó el Atlántico.

Carlos Altamirano estudió en España desde la “a” de la escuela primaria, hasta la “z” de su carrera de leyes. Su dedicación despertó una inteligencia aletargada por la inercia y demostró ser uno de los mejores.

El fornido joven de baja estatura, no tenía los clásicos rasgos europeos. En su rostro podía entresacarse una mixtura de estirpe inca, aimara y quizás algunas incidentales gotas de sangre latina, que la naturaleza modeló sabiamente dentro de lo posible. Su ancha cara morena, enmarcada por un frondoso cabello renegrido como el ala del cuervo, sobradamente ríspido para rendirse al peine, semejaba, si es palmario que todos los humanos guardamos ciertos aires con algún animal, un temible “napolitan mastiff” con mirada inocente. Una testa voluminosa, firmemente empotrada sobre un nervudo cuello y un talle recio y pesado, le valió la civilidad de sus compañeros, más por temor al poderío que emanaba que por razones humanitarias.

Carlos Altamirano. ¿Un rostro de Atila…? ¿Un rostro nepalí…? Un rostro indígena sudamericano. ¿Qué diferencia había?

En los pliegues de sus ojos se mamaba el origen de los orígenes. La tierra madre. El Asia Central. En aquel territorio, pueblos de rasgos idénticos vivían en las alturas. En el remoto Himalaya, los Hindu-Kush, las montañas de Kunlun, Tian Shan, en los legendarios Altai, Quilian Shan. En el desierto de Taklimakan, en el desierto de Gobi y hasta el la mítica Katmandú.

Altitud, frío y páramo, el mismo clima que encontraron en el extenso altiplano de América del Sur. Vivir al pie de la colosal Cordillera de los Andes, en el Altiplano Andino, en el eterno desierto de Atacama, el más sediento del mundo, donde, paradójicamente, al noroeste del Titicaca, nace el río de ríos, el Amazonas, cuyo caudal es superior a los subsiguiente ocho ríos más grandes del planeta. ¡Todos juntos!

Carlos Altamirano había nacido en Andinia…

Andinia es lo que se ve cuando un enorme trozo de América Latina se mira en un espejo. Un terruño virtual cabalgando los indómitos Andes, remojando un pie en los abismos del Pacífico, y metiendo el otro en el rezumante jardín tropical de la Amazonia y el Mato Grosso. Entre el azul profundo del zafiro y el cambiante verde de las esmeraldas.

Andinia es un país primigenio, como Bolivia, Perú, Ecuador y toda Sudamérica, con idénticos problemas que sus hermanas y las mismas esperanzas de dignidad que, cuando despiertan y no tienen escape, devienen en guerrillas. Un país sin fronteras, porque las águilas que enviaron los dioses a buscarlas regresaron sin verlas. Ni aguzando su atisbo más allá de lo humano encontraron sus huellas. Ni siquiera el gran Inti, el dios Sol, distinguió algún linde tanteando con sus dedos de luz poro por poro. Por eso, desencantado del rumor oído, pasa día tras día derramando sus bendiciones a todos por igual, sin saber distinguir esa línea inmaterial que está únicamente en la mente de los hombres. La frontera. Por eso mismo, Andinia no tiene fronteras. Porque no las encuentra.

Andinia agonizó en el tiempo en que los Incas se encandilaron con los yelmos y, como el ave Fénix, intentaba renacer de sus cenizas calientes, a lo mejor demasiado calientes todavía.

Carlos Altamirano nació en Andinia. El tostado azabache de su pupila no resaltaba como en la morena faz de una andaluza, que luce el negro puro en el campo níveo. El campo era ebúrneo y el brillo del atisbo sosegado, con aires netamente tártaros. El Atila americano. El matiz de su tez no era oscuro, tanto que, en las partes no expuestas al sol, lucía con una leve tonalidad marfileña. Una dermis capaz de aprovechar eficazmente la melanina de su protoplasma, para escudarse de la formidable radiación ultravioleta de esas altitudes. En aquellos parajes se oscurecía rápidamente sin vadear el rojo. Un signo precioso de adaptación al medio.

Su alma era el espejo de su casta. Llena de vacío y, paradójicamente, colmada de un algo indescifrable. Una nobleza que abunda en las alturas, distinta del alma de las selvas y los llanos. Imposible de precisar, pero real, como el amor, como la belleza. Pero… ¿quién la define?

Carlos Altamirano en la vida aceptaría a un hombre por sirviente. Quizás podía servir, pero jamás permitiría ser servido. No se consideraba un hombre de segunda frente al blanco, por más ario que sea. Para él, ser hombre es ser igual. Los de su raza, al igual que en Mongolia y en el Tíbet, dan lo que no tienen sin esperar nada al que cruza como brisa por sus vidas, porque, extrañamente, aunque no tienen nada, nada necesita. Son los hombres más ricos de la Tierra. Y nadie puede robarles esa intangible riqueza.

Era atávica su mirada taciturna, resguardada en un dejo de tristeza; los negros luceros de un niño enturbiados por el rigor de la vida, abstraídos en un confín indefinido que se perdía más allá del horizonte.

Ávidamente leía y releía. En los libros aprendió de todo, menos una convicción que mamó inconsciente en su familia y acrisoló observando atentamente las actitudes del Dr. Arenales: «La verdad y el honor no tienen precio».

Esa fe sería el martirio de su vida.

El hijo del viento blanco

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