Читать книгу Ca$ino genético - Derzu Kazak - Страница 13

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Capítulo 9. New York

De pie en la acera, contemplaba inmóvil la silueta amarilla del taxi alejándose. Se dio vuelta con rabia y comenzó a andar hacia la puerta.

Maullando lastimosamente y erizando el pelo, un gato callejero con la cola levantada, enclenque y negro como la noche, se cruzó por delante de la mujer con meneos ariscos, la miró unos instantes indeciso y le cedió el paso.

– Lo único que me falta... ¡Un gato negro! Por la mente de Fire pasó la idea de darle un puntapié, pero lo miró con compasión. Los dos estaban iguales.

Los aposentos de Malcon Brussetti estaban ubicados en el extremo sur de la isla de Manhattan, sobre la Whiterhall St. enfrentando la Statue of Liberty. Uno de los innumerables taxis que circulaban por la zona la había dejado frente una entrada un tanto austera y con marcados aires ingleses. Con un taconeo envarado avanzó hacia el interior del edificio y pulsó el Nº 18 del ascensor, el piso de su “prometido”.

La mujer llegó con una cara de ansiedad tan marcada que no dejaba dudas de su situación embarazosa, o de una excelencia histriónica en verdad fantástica. Pero a Malcon poco le importaba que se tratara de una cosa o la otra. Ahora empezaría paso a paso a soltarse de los condenados rusos y de sus cepos escondidos en la nieve.

– Fire, aunque estoy seguro que Ud. sabe la verdad, porque no le creo una sola palabra con relación al tema de la Agencia matrimonial, ni mucho menos en lo referente al asunto de mi paternidad en su embarazo, empezaremos por el principio para ir desatando los nudos. Haremos un estudio genético del ADN de la criatura para descartar mi papel de padre y dejarla en plena libertad para descubrir al fulano que la dejó preñada. Para mí, Ud. sigue siendo una zorra callejera, con todo el respeto que me merecen, ¡pero jamás consentiré que me tomen como un imberbe pelot... estúpido para tenerme atado de pies y manos a los malditos soviéticos!

La mujer, con un rostro que decía a las claras que no entendía nada de nada, respondió con dureza: – ¿Acaso no es eso mismo lo que yo le pedí que hiciera ante sus dudas?

El Dr. Malcon la miró de reojo, sin que su duro semblante cambiara lo más mínimo de expresión. Tomó las muestras que analizaría secretamente en los pasmosos instrumentos de su laboratorio, y las guardó en un maletín Samsonite. Pronto sabría la verdad. Conocía perfectamente su clave genética y aunque, desvelado por el cariz que tomaban las cosas, estaba seguro que tomó las debidas precauciones para evitar contagios y embarazos, y que terminaría, de una vez por todas con esa mujerzuela y su camarilla de espías.

Lo que no sospechaba ni remotamente, era que los rusos también habían tomado las debidas precauciones, acribillando sus adminículos de látex para que sucediera todo lo contrario.

La mujer fue devuelta a su hotel en otro taxi, como un indeseable bulto, y el científico pasó toda la noche rotando entre las sábanas, buscando y rebuscando las certidumbres y engaños que lo estaban atrapando en una telaraña, una telaraña demasiado astuta para que fuese casual.

Si bien no podía creerlo, le preocupaba más el asunto de la paternidad que el tema del asesinato de Leonid Alexei, y en última instancia tener que reembolsar el dinero. Sabía que podía ser una farsa para sacarle los millones y hacer evaporar los SSD. Una forma muy eficaz de dejarlo sin el pan y sin la torta.

Cuando ingresó al edificio de cristal broncíneo, amanecía con un sol estupendo, Werner Newmann lo saludó afablemente antes de empezar a pasearse por el laboratorio con las manos entrelazadas a la espalda, pensando y pensando. Había llegado eufórico de unas secretas “vacaciones” en la península de Llao-Llao, cerca de San Carlos de Bariloche, limpio y afeitado, con una pulcra camisa y el inmaculado guardapolvo recién planchado. Todo un espectáculo de difícil repetición en meses.

Le cruzó por la mente sacarle una fotografía de recuerdo, pero no estaba ese día para ironías. Se enfrascó disimuladamente en el análisis de las muestras que le darían la evidencia de una patraña urdida por unos astutos cerebros, que pretendían convertirlo en un perro faldero de los malditos moscovitas. En ese instante los aborrecía con todas su fuerzas.

En el momento que comparó los ADN, un marchitamiento mortal veló su cara. Los brazos cayeron yertos a su costado y la saliva era tan copiosa que debía tragar y embucharla para no rebosar la boca. El anzuelo lanzado por los rusos se había clavado profundamente en la boca del pez.

No sabía cómo puedo suceder y a su vez no había ninguna duda posible. La criatura de cuatro meses era su propio hijo...

En ese instante no supo qué pensar, por su cabeza pasaron mil ideas tan apelmazadas que ninguna dejó nada en claro; en una de ellas le pareció vislumbrar a un joven a su lado, vestido con un terno azul marino con escudo de la Universidad. Pero a su vez, él mismo se veía enrollado con un calabrote maniobrado por los diplomáticos moscovitas y esa zorra calientacamas, que lo llevaron a meter la pata más allá de lo reversible. Aborrecía a ese hijo, al hijo de una prostituta. Y por su mente atravesó la solución más fácil para sacarse un descendiente de encima.

Pero... si habían intervenido los rusos, desde luego tendrían filmados hasta los más escabrosos detalles de su gestión paterna y también, habrían verificado previamente que él era el verdadero progenitor... Podían extorsionarlo doblemente.

– ¡Mierda! ¡Para qué habré aceptado meterme con esa pandilla de sabandijas!

– ¿Y si en verdad hubo un asesinato? Debería al menos verificarlo. Buscó un pretexto para ausentarse y conseguir un diario. Había uno a media calle, compró el diario, y sin siquiera leer los titulares, lo dobló en cuatro partes y lo remetió bruscamente en el sobaco. El viento frío hizo que sus manos también se metieran en los bolsillos de su perramus.

En la privacidad de una cafetería desenvolvió el pasquín. Allí estaba la noticia. Dos agregados de la embajada de Rusia habían sido asesinados con un proyectil de hielo en la frente...

– ¿Con una bala de hielo? ¿Para qué? Se preguntó sobrecogido.

Leyó vorazmente el artículo que decía... “estas sofisticadas municiones criogénicas impulsadas por cápsulas de helio, neón o cualesquiera de los gases nobles extremadamente comprimidos, pueden perforar limpiamente hasta los duros metales, no dejan el más mínimo rastro del proyectil para el análisis, no existe forma de evidenciar el arma homicida y desconcertaron a los facultativos forenses por un buen rato al no encontrar orificio de salida ni proyectil incrustado en la cabeza. La bala se había derretido en el interior del cerebro y se había mezclado con el plasma vital que… contenía rastros de Coca Cola. Tan sólo ese detalle les sirvió de evidencia para deducirlo”

Más abajo aclaraba que esas armas, de formas inverosímiles y variadas, representando útiles de uso corriente, eran tan fáciles de pasar por los controles de los aeropuertos como un trozo de tela, no necesitaban ni una sola pieza metálica, ni tenían pólvora u otro detonante que pudiese ser detectado por los sofisticados ingenios de análisis de gases de explosivos ni de rayos X, lo que se dice un arma propia de la aristocracia de los asesinos. Tanto, que las conservaban guardadas en el freezer junto a sus helados.

El Dr. Malcon Brussetti poniéndose las manos en las sienes, sintiéndose en parte responsable de esas muertes, bajó la cabeza. Sabía que estaba hundiéndose poco a poco en un tembladeral de arenas movedizas.

Ca$ino genético

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