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Capítulo 4. Waterton Lakes

Arrastró su mirada por la reverberante superficie del lago y la subió lentamente por la ladera más empinada, al tiempo que se le ocurrió una idea que lo dejó boquiabierto.

Con la impasibilidad de quien entrevé que puede sostener la sartén por el mango, por su mente pasó un conglomerado de datos, de pros y de contras, de razones y sinrazones, que le hicieron delinear un torcido mohín en su cara, y se dijo a sí mismo con una calma que lo dejó pasmado: – ¿Por qué no?

Vender un secreto de ese calibre le sonaba a funesta traición, y si algo le repugnaba era considerarse un traidor; pero transferir una obra de arte muy codiciada, pero falsificada, a compradores solapados que piensan hacer trampas en el juego, le pareció en verdad emocionante. ¡Engaño para tramposos! Al fin y al cabo, nadie sabía cómo era la obra de arte auténtica y ni siquiera si era confiable. En ese mismo instante vio relumbrar un negocio redondo.

Y sorprendiéndose a sí mismo, se animó a responder:

– ¿Tiene usted algún interés especial en algo que yo tengo?

– Apreciamos su ciencia y lo hemos seguido con asombro, respondió el diplomático cortésmente, si bien usted tiene la virtud de hacer monografías de sus descubrimientos. Nos interesaría saber lo que no se escribe.

¿Algo como qué?

– Las ideas de su colega Newmann.

– ¡Eran tan elementales! La réplica caía de madura y Malcon Brussetti, aprovechó para recrearse con un papel de mercader libanés.

– Entiendo, pero esas ideas las sabe tan sólo él... y su secretísimo ordenador.

– Estamos al tanto. Pero los ordenadores suelen hablar...

– ¡Así que están al tanto!... ponderó Malcon mentalmente con la frialdad de un témpano, confirmando su presunción de que un soplón se había infiltrado dentro de casa, pero ese tema lo trataría en el momento oportuno, ahora, debía proseguir con el “negocio”.

– Sin embargo “cuesta mucho” obligarlo a decir lo que no quiere. Respondió poniendo cara de conspirador, sintiéndose un amante de la patria, que inserta divisas en sus arcas a costa de los incautos rusitos que enviaron a saquearla.

Estaban caminando despacio por la orilla del lago uno junto al otro sin mirarse, el césped perfecto y la brisa que rizaba las aguas ayudaban a mantener una calma que no sería posible lograr en una habitación cerrada.

– Quizás quinientos mil ayuden...

Murmuró reservadamente el ruso, jugando descaradamente los ases.

– ¡Quién sabe! Creo que ese ordenador necesita varios dígitos para empezar a bostezar...

El agente sonrió levemente con aires de mundo, quizás por la ocurrencia, quizá porque el negocio empezaba a concretarse.

Puso su pie izquierdo sobre un tocón, y apoyando la barbilla en su mano, dio una profunda pitada a su cigarrillo mirando al rizado lago y, como era su costumbre, las palabras salieron entre una nube de humo azulado.

– Se refiere Ud. a... ¿Un millón? ¿Hablaría ese afónico ordenador por un millón de dólares libres de polvo y paja?

– ¡Por esa cifra ni siquiera parpadea! Respondió el científico con la indiferencia de quienes están conversando pamplinas, dejando a su interlocutor pasmado ante la impavidez con que asumía el trato, y agregó, como la cosa más natural del mundo: Pero posiblemente por cien me contaría sus secretos.

– ¡Cien millones! Replicó el ruso girando la cabeza, alarmado por el inesperado ajuste de la cifra. Suponía que sus arcas no tendría acceso a esos montos, pero a su vez, tenía instrucciones tajantes de lograr esa información “cueste lo que cueste”; y musitó con refinamiento, con ese tono de solvencia que delata a los que no manejan dinero propio y a los impostores: – ¿Está usted seguro que hablará por cien millones?

– ¡En absoluto! Pero valdría la pena preguntarle. Respondió Malcon Brussetti tomando las riendas del “negocio” con las dos manos.

Ca$ino genético

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