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Capítulo 2. New York

Habían pasado meses de espera, de tensa espera...

La prensa hidráulica que seguramente tenía el Dr. Werner Newmann para exprimir su cerebro, parecía haber estrujado hasta el último vestigio de sus talentos en el archivo más confidencial del computador, y en ese preciso instante dio por consumada su obra maestra estirando los brazos perezosamente. Volga también desplegó su cuerpo cuán largo era; con un amplio bostezo dejó ver sus ahusados colmillos y saltó flojamente al suelo.

– ¡El trabajo de toda mi vida! Exclamó susurrante a modo de epílogo, fijando sus cansados ojos en el Dr. Malcon Brussetti, que en esos instantes avanzaba con dos pocillos de café humeantes en sus manos como atención muy extraña de su parte.

Sorbieron juntos unos tragos, al tiempo que el principal asistente comentaba con su Director una nueva hipótesis para esclarecer el misterio nuclear de las células más allá de lo conocido.

Unos minutos más tarde, los párpados del Dr. Newmann parecían de plomo...

– Malcon... Malcon... no te preocupes, balbuceó con los ojos nublados, ya he resuelto el enigma celular, ya terminé mi... mi... mmm...

Y se deslizó por el respaldar de su sillón, profundamente dormido.

El Dr. Brussetti sabía perfectamente lo que había terminado, y su corazón al galope lo delataba. Esperó que el sueño se hiciese rítmico y acentuado, al tiempo que ojeaba disimuladamente a su alrededor, sondeando algún posible intruso que pudiese ver algo de lo que estaba sucediendo en esos instantes en la más prestigiosa oficina de investigación de los Laboratorios Sorensen.

No podía perder ni un instante o el plan más ambicioso de su vida fracasaría. La fenomenal computadora permanecía funcionando, los endiablados accesos en clave habilitados y con la llave críptica colocada. ¡Un milagro! Pensó. También cruzó por su mente que Lucifer estaba de su lado, y eso lo asustó un poco.

– ¡Supersticiones! Se dijo desechando la idea de plano.

El Dr. Malcon aguantó estoicamente la pertinaz hedentina de su jefe frunciendo el entrecejo unos instantes, sin moverlo de su asiento; colocó con destreza un par de guantes de cirugía en sus manos y sacó de su bolsillo interno una memoria SSD de ultima generación. Con la habilidad de quien domina perfectamente el sistema, procedió a copiar el archivo completo designado “ADN-Cybernetic-01”, y la clave de acceso en uso durante ese día, que transcribió en un papel con su puño y letra revisando cada cifra con sumo cuidado.

Lavó a fondo la tacita de café con los restos de somnífero y, cambiándola por otra, volvió a servir café puro, derramando previamente un chorrito hasta dejarla casi vacía, apoyó los labios del científico en su borde y luego, tomando la mano del durmiente, apretó los dedos contra el asa para marcar sus huellas. Palpó su pecho donde había guardado el duplicado con las investigaciones más valiosas del mundo, y en su semblante, aunque tenso, apareció una leve mueca de satisfacción.

No olvidaba ningún detalle…

Volga, el único testigo, con la cola en alto, sobaba el cuerpo entre sus piernas, maullando quejumbroso.

Dentro de unos días tendría dos millones de dólares en sus bolsillos y otros noventa y ocho adicionales en una de esas cuentas “negras” que tan bien ocultan los “blancos” suizos.

Ya se veía llegando a las puertas del 70 Bahnofstrasse, en Zurich, donde tiene sus reales la impenetrable Swiss Bank Corporation, enfundado en un perramus aceitunado con la solapa levantada y un aire clandestino...

Dos horas más tarde, el Dr. Newmann se despertó con neuralgia, le dio la última mirada a la pantalla, ennegrecida por la protección automática, desechó de beber el café frío y dispuso en el ordenador el cierre general. Revisó que el trabajo quedase inviolable y, retirando la llave con torpeza, la guardó en la caja fuerte. Unos minutos después, subía por el ascensor hasta el helipuerto del rascacielos. Él había terminado su obra maestra, pero alguien que conocía muy bien su trabajo, como un chef con diez estrellas Michelin, se había propuesto desmenuzarla y condimentarla a piacere.

Durante noches y noches el Dr. Malcon comenzó a trabajar de una manera maníaca hasta altas horas de la madrugada en su residencia. Las horas volaban velozmente como esquivos murciélagos; el tiempo no existía. Estudiaba minuciosamente la información genuina con una concentración absoluta… y le incorporaba escalofriantes modificaciones; unos detalles que equivalían a entrecruzar la escritura cuneiforme de los Caldeos con los pictogramas fonéticos Hititas, elaborando un blend indescifrable.

– ¿Quieren hacer seres realmente raros? Excelente, camaradas, aquí tienen un tablero fantástico para jugar al azar con las formas vivientes, elaborar terapia genética, intentar clonación industrial, pero... ¡donde prevean la cabeza de un toro a lo mejor salgan los riñones de una foca! Se dijo divirtiéndose por su barrabasada.

Lucifer, levantando una ceja, colocó un pimpollo rojo en la solapa de su smoking, esperando el desenlace.

Ca$ino genético

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