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Capítulo 10. New York

El científico regresó a las 14:15 a su departamento, tremendamente cansado, se tiró vestido sobre la cama y mirando el cielorraso con los ojos fijos, sin siquiera parpadear, tomó la primera decisión para escapar al grillo de hierro que se cerraba minuto a minuto sobre sus tobillos.

Levantó el teléfono de un manotazo y llamó con carácter de urgente a esa zorra que se hacía llamar Fire. No pensaba tener un hijo con una mujerzuela que seguramente seguiría caldeando camas ajenas por el resto de su vida. Por algo se llamaba Fuego...

Amelia Salinas Ugarte llegó con una ropa sobria color durazno y un semblante desabrido, en su mirada se empezaba a vislumbrar el resentimiento por ese hombre que tan rastreramente la había usado, para luego despreciarla como una perra pindonga.

Un gesto desganado y hosco suplió el saludo, y Malcon Brussetti le indicó bruscamente que se sentara. La mujer tomó asiento con la espalda erguida y el ceño cada vez más agrio, sin haber pronunciado ni una sola palabra desde su llegada.

La atmósfera presagiaba tormenta...

El científico sacó de una gaveta un sobre beige que había preparado mientras esperaba, abultado y lujoso, y se lo tiró a las faldas al tiempo que le ordenaba:

– ¡Mañana te sacas “eso”!

Su índice apuntó directamente al vientre...

– ¡Ahí tienes dinero de sobra para hacerlo y para que desaparezcas de mi vida para siempre!

La mujer lo miró fijamente con un acecho vacío, en tanto que sentía su sangre dando martillazos en las sienes. Se levantó muy lentamente, con talante inescrutable y el sobre bamboleante en la mano izquierda, acercándose con pasos tenues hacia el biólogo y, en el instante que este inclinó su cabeza esperando un beso de despedida a juzgar por el mohín de triunfo que se dibujó en su cara, un vertiginoso bofetón le cruzó la mejilla con más violencia de la que había soñado podía llegar a tener una mujer en sus manos.

La furia lo invadió y apretó sus puños hasta que los nudillos blanquearon amenazantes. Pero la mujer, mirándolo con un par de láseres de obsidiana, firme como una roca, le espetó con un aplomo que dejó su puño vibrando en el aire...

– ¡Vaya padre que le tocó a mi hijo! ¡Pégale un puñetazo antes que nazca! ¡Aquí lo tienes, indefenso, en mi vientre!, dijo acercándose cada vez más con los brazos abiertos. Si eres capaz de pagar un puñado de dólares ensangrentados para que otros canallas hijos de mil putas pasen a degüello a tu propio hijo, como un satánico cobarde, ¡sé más hombre y mátalo a golpes de tu propio puño! ¡Más que un hombre eres una inmundicia castrada!

Le tiró con tanta violencia el sobre a la cara que se partió en el aire. Los billetes volaron por la habitación como palomas mensajeras de desgracias y, sin bajar un instante la mirada, con un temple que fundió la ira del hombre a un temblor enfermizo, le restregó con un tono monocorde y grave:

– Ese dinero... esos malditos denarios, puedes usarlos para comprarte una soga y colgarte como Judas... y si no tienes pelotas para hacerlo, los guardas en alguna caja fuerte... ¡Y no los gastes nunca!, es el precio que paga una madre por la vida de “tú” hijo. Lo tendré sola, y sabré cuidarlo como una fiera. Jamás te acerques a él, porque en ese mismo momento... -susurró amenazante- ¡te juro que te mato! Agarró su aplastada cartera de loneta, y...

...El timbre de la puerta sonó con unas notas rítmicas.

Malcon se agachó instintivamente y recogió los verdes billetes a puñados, remetiéndoselos en los bolsillos mientras la mujer lo miraba con desprecio, y como volviendo en sí, le pidió con tono de ruego:

– Por favor, vete a la cocina por unos minutos.

En ese instante recordó que, con el jaleo del ADN había olvidado presentarse a la cita con los rusos.

Sin saber la razón, Amelia, sintiéndose Fire, aún echando chispas, percibió en su intuición un dejo de dolor y, como un autómata, se metió a la cocina mientras Malcon abría la puerta. No veía nada, pero cada una de las palabras que se decían las escuchaba más alarmada...

Ca$ino genético

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