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1.2.1 Más acá de los signos y de los códigos

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La primera opción, a la cual se adhiere la corriente positivista, nos lanza brutalmente hacia atrás, dado que, desde un punto de vista estructural, el sentido no puede ser concebido como una cosa instalada entre las cosas. Sigamos, no obstante, el razonamiento que se nos propone. Para que el mundo haga sentido, es necesario y suficiente, sostienen los más realistas, que los productos de la cultura, lo mismo que los objetos del mundo natural, estén adecuadamente “codificados”. A ese precio, la realidad nos habla, y lo que es más importante, se habla a sí misma.

Si los genes o las bacterias pueden, según parece, “comunicar” entre ellos, es porque un código, genético o de otro orden, les proporciona los medios para hacerlo. Lo mismo ocurre entre nosotros, los “sujetos”. La versión francesa de esa aproximación cientista, bautizada como “semiología”, se autodefine como la “ciencia” de los “sistemas de signos”. El interés, ciertamente paradójico, de esa definición radica, a nuestro parecer, en el hecho de que dice con toda exactitud, en solo tres puntos, lo que la opción semiótica que nosotros adoptamos nos lleva a rechazar.

Primer punto: lejos de proponerse dogmáticamente como una ciencia, la semiótica que nosotros practicamos es concebida, a lo más, como una teoría del sentido, y más restrictivamente aún, como una teoría indefinidamente en construcción. No precisamente porque el tiempo o las fuerzas nos hayan faltado para agotar el conocimiento de nuestro objeto de estudio, sino más bien por la naturaleza del objeto que hemos elegido, el sentido. Estando como está él mismo indefinidamente en construcción (por oposición a los signos inmovilizados en los códigos), invita por todos los medios a todas las tentativas de modelización, pero excluye la idea de un saber acabado. Bien entendido que esas reservas de orden epistemológico no dispensan a ningún semiótico de imponerse el máximo rigor en sus comportamientos analíticos, muy al contrario; pero tampoco nos impiden plantearnos, como los demás investigadores en ciencias sociales, una mira científica, mira que podemos definir como un esfuerzo de construcción conceptual orientado a la elaboración de modelos de comprensión lo más generales que sea posible3.

Segundo punto: permite explicitar lo que acabamos de decir, y nos permite ver que, en completa oposición, igualmente, con la semiología, perspectiva atomizante que hace del signo su objeto exclusivo a título de pretendida “unidad mínima”, el acercamiento semiótico se desinteresa por principio de esa noción, hasta el punto de prescindir, en general, del término mismo. La razón reside en que, en el plano de la significación, único nivel de análisis pertinente desde nuestro punto de vista, las configuraciones de las que se trata de dar cuenta se presentan como totalidades de sentido irreductibles a simples yuxtaposiciones o combinaciones de signos.

Tercer punto: la problemática semiótica apunta a la comprensión de los procesos de producción de sentido, y no a la descripción de sistemas (sígnicos u otros) cerrados sobre sí mismos. Esta última opción completa la oposición entre, por un lado, una semiología acantonada en el reconocimiento de códigos más o menos rígidamente institucionalizados, encargados de asegurar la reproducción de esquemas de significación ya constituidos, y, por otro, una semiótica concebida como teoría de los procesos de significación, interesada esencialmente en el estudio de las condiciones de la creación o de la transformación del sentido, y lo que es más importante, dispuesta a implicarse, en cuanto tal, en ciertas formas de participación de las prácticas mismas de producción de sentido (aunque solo sea, por ejemplo, en el ámbito publicitario)4.

Si recordamos estos puntos esenciales, es porque definen las condiciones de posibilidad de un proceder no dogmático que se propone tratar del sentido en cuanto desafío siempre renovado de dinámicas relacionales abiertas y creadoras. Se trata de la constitución de una semiótica anclada en la experiencia del día a día de los sujetos que somos; dicho de otro modo, inscrita en la vida misma, en cuanto búsqueda de sentido. Por lo demás, sobre la base de tales opciones –modestia, o más bien posicionamiento dialéctico frente a la cientificidad, rechazo de la reducción del sentido a lo sígnico y a lo codificado, insistencia en lo procesual y en lo interaccional–, autores tan diferentes como Barthes o, más recientemente y más explícitamente, Paul Ricœur, y en nuestros días, un gran número de investigadores extranjeros, en primer lugar italianos, se encuentran en el plano conceptual y metodológico mucho más próximos de Greimas y de la semiótica que de la semiología stricto sensu, aunque, sin embargo, por razones diversas, han preferido con frecuencia conservar la etiqueta5.

Pero consideremos aún por un instante las consecuencias de esa semiología que nosotros recusamos. Ha sido ilustrada especialmente por el estudio minucioso de los blasones y otros lenguajes artificiales, incluidos sobre todo los sistemas de las señales de circulación vial, pero nada más. Además, como para reforzar nuestra perplejidad, se da el caso de que, en el otro lado del Atlántico, la escuela semiológica norteamericana, heredera de Sanders Peirce, partiendo del mismo género de postulados reduccionistas, aunque con más audacia en su aplicación, amplía por el contrario el campo de sus pretensiones explicativas al universo entero, concebido como una inmensa red de mensajes constituidos de señales, unas convencionales, forjadas por las culturas, otras naturales, inscritas en la materia misma de las cosas en forma de impulsos físico-químicos, electromagnéticos u otros: de ahí, por ejemplo, una “fito-semiótica” o ciencia de la comunicación aplicada al reino vegetal.

Sea lo que fuere, que el universo del semiólogo se reduzca hasta llegar a lo irrisorio o que, en el extremo opuesto, se infle hasta el punto de virar hoy día hacia una suerte de misticismo cientista en busca de no se sabe qué piedra filosofal, el asunto se reduce siempre a la misma teoría simplista de la significación. Si el sentido es concebido como condicionado y clausurado por la existencia de códigos, es porque se dan por adquiridos cortes del sentido en unidades de contenido fijas, con las cuales la naturaleza o la cultura hacen coincidir, término a término, otras tantas unidades de expresión igualmente discretas y puntuales. Dicho de otro modo, según esa doctrina, todo “átomo” de sentido –todo aquello que puede ser “significado”– se encuentra de una vez por todas acoplado a un “significante” encargado de “denotarlo”; correlativamente, toda manifestación susceptible de ser interpretada con la ayuda de algún código tiene por definición “su” significación, aquella que le asigna dicho código, se supone, y ninguna otra, lo que no es tan evidente. Por ejemplo, el acceso de rubor al rostro (como unidad de expresión) se considera que “significa” naturalmente “vergüenza” (unidad de contenido), exactamente de la misma manera explícita y unívoca que el cambio del semáforo al “rojo” significa convencionalmente la “prohibición de pasar”. Por una vez, se trata de “descubrir” contenidos semánticos –de sentido– detrás de ciertas manifestaciones; pero como, por postulado, ese sentido solo podría existir aquí bajo la forma de contenidos biunívocamente asociados a unidades de expresión cuya sola función consiste precisamente en “significarlos”, resulta evidente que no se podrán encontrar jamás, en un marco semejante, más que significaciones ya repertoriadas, ya categorizadas y clasificadas, en una palabra ya codificadas: Perogrullo no hubiera encontrado nada mejor.

En cambio, manifestaciones finas y complejas como, por ejemplo, las expresiones sutiles de un rostro, como el tono de una conversación o la forma prosódica de un texto, por poco elaborada que esté, o en un orden de ideas completamente distinto, como la manera en que puede ser amoblado y decorado un salón –manifestaciones potencialmente significantes sin ninguna duda, pero cuyos efectos de sentido no están ni categóricamente fijados por alguna convención social ni son susceptibles de ser referidos a un orden de causalidad natural reconocible–, quedan fuera del campo del análisis semiológico. Lo que quiere decir que el semiólogo termina su tarea en el momento en que toca el umbral (siempre demasiado próximo cuando no ya superado) a partir del cual la significación deja de estar convencionalmente fijada de antemano, dicho de otro modo –extraña paradoja–, desde el momento preciso en que un análisis se haría necesario y podría resultar incluso interesante. Ciertamente, los defensores de la problemática del signo responderán que es posible que más allá de los códigos instituidos, hay también, en alguna parte y para algunos, “sentido”, pero que de ese sentido que solamente puede ser aleatoriamente proyectado sobre las cosas por no encontrarse objetivamente codificado, nada se puede decir. Admitamos, por nuestra parte, que esa es una manera rigurosamente “científica” de considerar la cuestión del sentido. Pero con eso, lo que haremos será evacuar muy expeditivamente la vivencia del sentido tal como la sienten los sujetos, porque ellos –volveremos sobre esto dentro de un momento– no tienen la menor preferencia por signos ni por códigos cuando se trata de la aprehensión global del hacer sentido de su propio estar-en-el-mundo.

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