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1.1 TEXTOS Y PRÁCTICAS

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Durante largo tiempo, la semiótica ha sido considerada y se ha considerado a sí misma como un método de análisis de contenido. Ingenuamente, desde dentro o, por desafío, desde fuera, se le pedía que dijese el sentido de los textos. Y, por supuesto, no podía hacerlo. Y no por falta de instrumentos de lectura, pues los había forjado y muy eficaces, sino a causa de un malentendido acerca del objeto. De hecho, aun dando por entendido que los textos, y muchas otras cosas también, hacen sentido, no por eso ese sentido que les sería propio –esa suerte de “perfume” que parece emanar de ellos1 y que tan pronto nos cautiva inmediatamente, tan pronto solo se deja definir con grandes esfuerzos– estaría de antemano allí presente como un tesoro escondido bajo la superficie de las palabras o como la solución de un enigma disimulada tras las apariencias. Para que así fuese, el sentido tendría que ser un componente sustancial de los textos o una suerte de substrato de las cosas en general, que existiría fuera de nosotros y estaría esperando nuestro paso para darse a conocer. Ahora bien, comprender no consiste en descubrir un sentido ya hecho por completo, sino, por el contrario, en constituirlo a partir de los datos manifiestos (de orden textual u otros), con frecuencia en negociarlo, y siempre en construirlo.

En una primera aproximación, esa construcción puede comprometer dos clases de manifestaciones. Unas presentan la apariencia de verdaderos productos finales, estructuralmente autosuficientes: un filme, un cuadro, una catedral, un reporte de inspección, una carta de amor, los restos de una ciudad después de una batalla, un ramo de flores, una sopa de cebolla, una novela. Realidades que parecen remitir a una totalidad de sentido potencial ofrecido a nuestro trabajo de interpretación como si se tratase de textos, verbales o no verbales, pero todos autónomos por naturaleza y como cerrados sobre sí mismos. Pero, por otra parte –caso más interesante a nuestro parecer–, existen operaciones de construcción de sentido con vocación de ser efectuadas a partir de manifestaciones en devenir, abiertas y dinámicas, que solamente se dejarán captar en acto. No se trata en ese caso de textos sino de procesos, de interacciones, de prácticas, por ejemplo sociales, en vías de desarrollo: una huelga, una crisis internacional que se anuncia o se prolonga, una nueva moda que se difunde, o, en otro plano, una “riña conyugal” que a fuerza de repetirse termina por convertirse en un estilo de vida, o más trivial tal vez, una pasión que uno siente nacer o apagar en sí mismo o en otro. Aquí no existe ninguna equivalencia con la “clausura del texto”, sino solamente configuraciones móviles cuyos efectos de sentido solo podrán ser construidos in vivo, en situación, y que, no obstante, también quisiéramos poder analizarlos, tanto más porque en lugar de ser meros testigos u observadores indiferentes (como el turista delante de una catedral), nos hallamos con frecuencia directamente implicados en los resultados que pueden derivarse de la manera en la que hacen sentido ante nuestra vista al desarrollarse.

Sin embargo, por cómoda que sea, esta distinción de buen sentido entre textos y prácticas no es absoluta. Un rápido examen de un caso concreto nos permitirá mostrar su relativa debilidad en el plano conceptual. Tomemos como ejemplo una huelga: ¿“texto” o “práctica”? De hecho, se trata de una configuración compleja, donde intervienen conjuntamente por lo menos tres suertes de elementos heterogéneos por lo que se refiere a su estatuto: leyes y reglamentos de alcance general, destinados a organizar el “derecho de huelga”; movimientos sociales efectivos y reacciones patronales –suspensiones de trabajo, ocupación de locales, cierre patronal de la fábrica (o del negocio), manifestaciones, entrevistas y negociaciones–, y ciertamente también, en la prensa, por poca importancia que tenga el asunto, relatos y comentarios relativos a lo que está pasando. Es obvio que no se estudia la misma cosa según que se analice uno u otro de esos conjuntos de elementos. Cada uno de ellos hace sentido, aunque no todos de la misma manera. La ley y los reglamentos, y también el relato periodístico de los acontecimientos en curso, son objetos-textos que se refieren a ciertos procesos –procesos considerados o bien (desde el punto de vista del derecho) como virtuales y dentro de ciertos límites, o bien (en la perspectiva de la prensa) como ya o en parte realizados y listos para ser evaluados–. El movimiento de huelga en sí mismo, por el contrario, no es un “texto” que habla de un proceso. Es ese proceso mismo, una prueba cuyo resultado es aún incierto, donde se están confrontando actores que, por sus prácticas respectivas, tratan, unos y otros, de defender sus intereses. Estudiar semióticamente la huelga como un todo2 no se reducirá a trabajar únicamente con textos sino que tratará también, y sobre todo, de captar la organización y los efectos de sentido desde el punto de vista de las diversas partes en juego, y de toda una serie de prácticas en curso. Hasta aquí parecería que la distinción se mantiene.

No obstante, aunque la confrontación sea violenta, podemos suponer que las partes implicadas no se pasan, a pesar de todo, la totalidad del tiempo en pelearse: ni los huelguistas ni los patronos que se les enfrentan, ni el gobierno que probablemente trata de actuar como árbitro, ni los usuarios, ni, a fortiori, la “opinión pública” que sirve de testigo de la situación. En los intervalos entre las acciones en el terreno, es decir, al lado de aquello que, visto desde ambos campos, se podría llamar la “práctica militante” (por oposición a las “prácticas represivas” atribuidas al otro campo), se toma un respiro para leer, por ejemplo, el texto de la ley a fin de saber cómo aplicar o sortear lo que se prevé que pueda suceder en ese género de circunstancias, y para leer la prensa a ver qué dice en el caso presente. Una lectura semejante no es ni puede ser para nadie una lectura cualquiera “desinteresada”. Cada una de las partes lee, por el contrario, los textos (en este caso, los mismos textos) desde un punto de vista propio. Cada uno construye allí el sentido según una óptica inseparable de aquello que fundamenta su tipo de práctica específica (sindical, gubernamental, “mediática”, etc.). Por tanto, aunque los textos son siempre “textos”, su sentido no resulta tal cual, directamente, de lo que “son” en cuanto textos. Depende además de los puntos de vista de lectura adoptados por cada cual, es decir, de la posición de cada lector en cuanto actor inscrito en un universo de prácticas en conflicto.

Y así, la lectura misma llega a adquirir el estatuto de una práctica entre otras, no menos estratégica que, por ejemplo, la ocupación de los locales de trabajo o el envío de la policía para desalojarlos. No solo, por consiguiente, el sentido de los textos que se leen se construye en acto, sino que también el “acto de lectura”, realizado en situación, adquiere por sí mismo valor de acto, sin más. Podemos ver ahora en qué plano la distinción entre textos y prácticas comienza a perder terreno. No ciertamente en el plano de las formas de manifestación, pues desde ese punto de vista, se puede mantener la distinción sin inconveniente alguno entre la noción de objetos clausurados, acabados, estáticos, que seguiremos llamando “textos”, y la idea de procesos abiertos, en devenir, bautizados como “prácticas”. La oposición se difumina en el nivel de las modalidades según las cuales esas manifestaciones de órdenes diversos hacen sentido. Mientras que las prácticas (la ocupación de la fábrica o su evacuación) solo hacen sentido a condición de ser “leídas” como si fueran textos, los textos, a la inversa –la ley, los comentarios de prensa–, solo hacen sentido, en definitiva, en función de las prácticas específicas de sus lectores. Se produce ahí una suerte de quiasmo metodológico, cuyo reconocimiento ha contribuido, en el curso de los últimos decenios, al acercamiento en el plano epistemológico entre semiótica y fenomenología. Cuando los textos han dejado de aparecer ante nosotros como unidades con una significación en sí, y cuando hemos advertido que su análisis podía, en consecuencia, ser efectuado completamente desde fuera y a distancia (con toda “objetividad”), entonces comenzaron a constituir también para nosotros, los semióticos, realidades que, dentro de lo posible, tenemos que practicar como sujetos si queremos dar cuenta de ellos en cuanto unidades que hacen sentido.

No por eso deja de ser cierto que para que un objeto –texto o práctica– signifique algo, es necesario que presente en sí mismo un mínimo de rasgos estructurales que permitan “leerlo”. Y es ahí donde comienzan a plantearse nuevos y delicados problemas.

Pasiones sin nombre

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