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2.2.2 Razón y sinrazón en la semiótica de las pasiones
ОглавлениеLa irrupción de la dimensión pasional, se nos dice, no produce solamente, en efecto, perturbaciones en la organización narrativa de los textos-objetos (o en las prácticas) que el semiótico tiene por costumbre analizar; va a alterar también las condiciones de edificio del metadiscurso descriptivo mismo, poniendo de golpe al teórico en la obligación de reorganizar, al menos en parte, su propio lenguaje y sus conceptos. La contratapa de Semiótica de las pasiones llega incluso a hablar de ¡“una revisión completa del edificio semiótico”! Se podría creer que se trata allí de un simple argumento de venta, pero todo indica que no es ese el caso: lo “patémico” es realmente el diablo en casa.
En el plano de los discursos enunciados, en primer lugar, es poco decir que los autores ven en la pasión la causa de los más graves “disfuncionamientos”. Captada “en su desnudez”, la dimensión pasional reclama por su parte una denuncia precisa y decisiva. La consideran como “la negación de lo racional y de lo cognitivo”, ni más ni menos (SdP, 18): Pasión contra Razón, en suma, según un retorno inesperado de lo que proclama desde tiempos inmemoriales la doxa, y no Pasión versus Acción, como pediría una aproximación estrictamente sintáctica a los juegos de las relaciones en cuestión, y como será, por lo demás, aplicado luego en la parte analítica del mismo libro. En los capítulos 2 y 3, respectivamente consagrados al estudio de la avaricia y de los celos, lo que vemos efectivamente construir es una sintaxis (modal) del hacer y de los estados de los sujetos (más precisamente, de sus estados “de alma”); dicho de otro modo, una semiótica de las pasiones que se sitúa en la prolongación directa de la semiótica de la acción ya en plaza desde larga data y conocida con el nombre de gramática narrativa.
Algo totalmente diferente ocurre en las dos secciones iniciales y más teóricas de la misma obra –la introducción y el capítulo primero–. Lo que allí domina no es la preocupación de construir, sobre la base de descripciones textuales precisas, una sintaxis de la pasión en cuanto discurso. Es más bien la confianza, de algún modo ciega, en la validez de un paradigma fundador constituido previamente a todo análisis, y que opone, a la manera de una polaridad de tipo mítico, la sabiduría bien temperada, la sofrosine de un sujeto capaz de “mantenerse razonable” en tanto que la “música de fondo patémica” (SdP, 19) no se transforme en él en “ruido y furor” incontrolables, a la sinrazón, a la hybris, del mismo sujeto súbitamente convertido en juguete de una propioceptividad “salvaje” que “reclama sus derechos” (SdP, 18). Porque, antes incluso de que tal o cual pasión particular haya adquirido forma articulada, la dimensión patémica en cuanto tal, acompañada de lo que supone como “precondición” –a saber la foria, una suerte de pulsión en estado puro, direccionalmente aún indeterminada–, constituye para los autores el verdadero doble perturbador en relación con el discurso de la “racionalidad” y con el buen funcionamiento de la “dimensión cognitiva” (SdP, 19). El dualismo que hemos señalado, está anclado en lo más profundo, y es comprensible que, en esas condiciones, no pueda haber conciliación posible, en el plano del relato enunciado, entre la temperancia del sujeto cognitivo y la intemperancia del sujeto patémico, entre el tiempo mesurado de la razón y la desmesura puntual de la pasión, como tampoco la había, en la primera parte de De la imperfección, entre el tiempo extendido, tan aburrido como tranquilizador, de la insignificancia, y el instante bendito, aunque terriblemente perturbador, del deslumbramiento.
En el plano metadiscursivo y teórico, es cierto que el proyecto declarado de los autores parece orientarse, no obstante, en el sentido, exactamente inverso, de una superación de esa visión dualista bastante gastada; hay que reconocerlo. “Poder hablar de pasión –escriben con todas las letras–, es tratar de reducir [el] hiato entre el ‘conocer’ y el ‘sentir’” (SdP, 21). Lo tomamos en cuenta, sin tratar de incriminar el hecho de que es, sin embargo, esa dicotomía la que les sirve precisamente –como a nosotros– de punto de partida, pues para franquearla es necesario sin duda hacer referencia a ella. En cambio, habrá que admitir, de todos modos, que no se cuestiona verdaderamente dicha visión dualista, sino que más bien se garantiza cuando se plantea, como requisito teórico previo a todo análisis, la necesidad de “pronunciarse sobre la prioridad de derecho de lo sensitivo en relación con lo cognitivo, o inversamente” (SdP, 22). No queda ninguna duda de que los autores son, en principio, partidarios de la “cohabitación” (SdP, 22) entre las “dos lógicas” en discusión. Queda en pie la cuestión de saber si se dan los medios más eficaces para instaurarla, o si, en realidad, se mantienen encerrados en el interior del marco dicotómico que desean sobrepasar.
Sería en vano buscar la respuesta a esta cuestión en los capítulos analíticos que siguen a esas consideraciones generales, porque Greimas, a propósito de la avaricia, y luego Jacques Fontanille, en lo que concierne a los celos, olvidando aparentemente las promesas de su Introducción y del capítulo inicial, regresan, en lo esencial, a un estadio metodológico y teórico anterior, al de la gramática narrativa de los años 1970-1980. De hecho, las dos descripciones en cuestión se desarrollan en el único terreno modal –a lo cual nada se puede objetar, excepto porque, en lo que aquí nos interesa directamente, eso lleva a los autores a privilegiar a tal punto la dimensión del conocer en relación con la del sentir (lo “cognitivo” en detrimento del “sentir”) que, finalmente, el problema de las formas de la “cohabitación” esperada entre esas dos dimensiones ni siquiera es planteado–.
Al concentrar de ese modo su trabajo en la modalización, que, al decir de ambos semióticos, se centra exclusivamente en la “organización categorial” de los discursos, Greimas y su colaborador no podían sino dejar de lado otros dispositivos igualmente previstos por ellos, no categoriales, bautizados en este caso como modulaciones, y que tienen, en principio, el interés de “sobrepasar las simples combinaciones de contenidos modales” (SdP, 21). Dado que, nos dicen ellos en la primera parte, esos “arreglos estructurales de otro tipo”, esas “modulaciones”, “escapan a la categorización cognitiva” –dicho de otro modo, que pertenecen esencialmente al sentir–, no podemos menos que lamentar vivamente que no reaparezcan en su práctica descriptiva ulterior. Sin embargo, aunque las modulaciones en cuestión pudieron haber sido integradas por los autores a los parámetros de sus análisis, hay otro elemento pertinente, a saber, la dimensión estésica, que no debieron dejar tampoco de lado –elemento, no obstante, esencial, por poco en serio que se tomen las declaraciones proclamadas al comienzo, en particular aquella que conduciría a aprehender “la pasión en cuanto tal sometida al sentir” (SdP, 93-94)–.
El tratamiento semiótico del sentir no puede, en efecto, reducirse al registro, en forma de modulaciones, de las variaciones de intensidad (o de “tensividad”) susceptibles de afectar cuantitativamente las condiciones de nuestra percepción del mundo exterior. El mundo percibido, que reconstruimos espontáneamente a cada instante como mundo significante, nos solicita, por cierto, energéticamente, en función del grado variable –la intensidad– de su presencia en torno de nosotros o delante de nosotros. Pero tales variaciones “tensivas” presuponen evidentemente la presencia de algo que percibir (más o menos “intensamente”), y ese “algo” no puede ser sino un conjunto de propiedades o de cualidades materiales inherentes a los objetos perceptibles. Dicho de otro modo, para tomar el título de una obra cofirmada por Jacques Fontanille, pero reubicándola, si se puede decir, en el lugar adecuado para nuestro propio uso, no es la cantidad mensurable la que está primero, sino la cualidad sensible y significante de las cosas; y es esa cualidad la que puede, secundariamente, ser objeto de todas las “modulaciones” cuantitativas que se quiera, y no a la inversa4.
A nuestro modo de ver, no solamente se puede dar cuenta de los “más” y de los “menos” de manera accesoria. Medir intensidades (o limitarse, de hecho, más modestamente, a compararlas, dado que, en ese dominio, nadie dispone, propiamente hablando, de unidades de medida) no constituye un gran avance, semióticamente hablando, mientras no se pueda decir nada preciso de los contenidos mismos sobre los cuales recaigan los cambios de intensidad en cuestión. Y no obstante, en esa dirección se ha orientado, a grandes rasgos, a partir de la aparición de Semiótica de las pasiones, la problemática conocida con la etiqueta de “semiótica tensiva”. Esa tendencia focaliza, por principio, las variaciones cuantitativas que afectan, si entendemos bien, el grado de percepción por los sujetos de los efectos inducidos por los elementos que componen su “campo de presencia” –y eso con la ayuda de toda una panoplia de “gradientes” de aires aritméticos, con esquemas de amplificación y de despliegue, de atenuación y de reducción, etc.−5.
Por nuestra parte, al contrario, sostenemos la idea de que la prioridad corresponde a la construcción de modelos cualitativos, comparables en sus grandes líneas a aquellos que antaño fueron elaborados para sentar las bases teóricas de una semiótica visual6. Se trataba entonces de dar cuenta de la organización estructural de las cualidades plásticas propias de los objetos visibles. Hoy se trata, más generalmente, de saber con qué categorías se pueden explicar semióticamente los efectos cualitativos –los efectos de sentido simplemente– inducidos por nuestro contacto con el conjunto de las cualidades sensibles (más allá o más acá de lo meramente visible) inmanentes a los seres o a las cosas con las que nos enfrentamos. ¿Con qué categorías analizar el discurso estésico que nos dirige el mundo percibido? Tal es actualmente la tarea primordial que tenemos que emprender, porque es prácticamente la única vía posible, en semiótica, para abordar con eficacia la dimensión sensible de nuestra interacción con el mundo7.
Es cierto que en la parte inicial del libro sobre las pasiones, lo que los autores llaman “estesis” no está del todo ausente. Le consagran una página entera en el marco de una reflexión muy general sobre las “precondiciones” de la emergencia del sentido. En ese pasaje, que, por confesión de los mismos autores, se sitúa en el límite de la fabulación mítica (se trata de la construcción del “imaginario de la teoría” (SdP, 16)), la relación estésica es descrita “como el movimiento inverso de aquel que resuelve los sincretismos”, o, un poco más adelante, “como ‘resentir’ del estado límite y espera del retorno a la fusión, que reposa en la fiducia” (SdP, 28-29). Lamentablemente, la continuación no añade nuevas luces a esas evocaciones bastante sibilinas. Y los dos análisis que constituyen el cuerpo del libro tampoco aportan gran cosa, pues, como hemos visto, se centran de hecho en un nivel de pertinencia gramatical (actancial y modal) purificado de toda determinación de orden estésico: opción tanto más inesperada cuanto que las dos pasiones particulares que los autores han decidido analizar, la “avaricia” y los “celos”, hubieran podido ser consideradas como pasiones fundamentalmente ancladas en relaciones estésicas con el cuerpo del otro, sentido o “resentido” en su materia misma, oro o carne.
Por todas estas razones, no podremos encontrar en Semiótica de las pasiones instrumentos conceptuales capaces de ayudarnos a la elaboración de una semiótica que no siga oponiendo lo cognitivo a lo sensitivo, lo racional a lo pasional, lo inteligible a lo sensible, lo energético a lo material, o lo tensivo a lo estésico, sino que más bien trate de articular esas dimensiones de tal manera que permitan dar cuenta de los modos de significación de lo sensible en cuanto tal. Las premisas de una orientación semejante hay que buscarlas en otro sitio: precisamente en la segunda parte del otro libro, De la imperfección. Allí, en la sección acertadamente titulada “Las escapatorias”, nos percatamos de que el esquema un tanto desesperado (aunque solo sea por su naturaleza estrictamente binaria) comienza a ser cuestionado, e incluso es superado. No de manera explícita y sistemática, es cierto, pero al comienzo en un tono discretamente irónico (Greimas aplica a la “gran estética” casi el mismo tono que otros aplican a los “grandes relatos” heredados de una tradición ideológica secular obsoleta), y luego, más profundamente, por el acento puesto en la idea de un hacer estético inscrito en la duración y marcado por un cierto voluntarismo. El catastrofismo comienza entonces a dejar lugar a una orientación constructivista. Tal es el principio de la segunda lectura que se puede hacer de ese libro.