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El chamanismo como forma de conocimiento

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“Chamán” o “shaman” proviene de un término tungusko-manchú, šaman (del verbo ša: saber, conocer), que significa el hombre o la mujer de conocimiento, el sabio o la sabia, aquel que sabe. Los antropólogos y cronistas europeos tomaron el vocablo de los estudiosos rusos, que llegaron a colonizar la región de Siberia y lo universalizaron, aunque es bien sabido que cada pueblo originario tiene oficiantes similares con sus propios términos, en sus propias lenguas.4 Lo curioso es que esos nombres suelen significar más o menos lo mismo, como onanya entre los shipibo-konibo del río Ucayali de Perú, que proviene del verbo onánti, “conocer”, “saber” (onán-: saber + -ya: con = onanya, “persona con saber”) y sus derivados, como el sustantivo onányati, literalmente, “sabio con qué” o “conocimiento con el que [trabaja] el onanya”, traducido habitualmente al castellano como “magia”, porque se entiende que los cantos, las curaciones e informaciones producidos por los onanya son de carácter mágico. Ciertamente no son obtenidos mediante el método científico, pero tampoco el curare o la ayahuasca fueron descubiertos mediante nuestro método de conocimiento moderno occidental. Para elaborar el curare se mezclan cortezas de árboles, raíces de plantas venenosas, tallos, zarcillos y venenos de serpiente. El producto final es una pasta que se guarda en calabazas. Gran aportación del conocimiento y la medicina tradicional amazónica a la ciencia moderna (pocas veces reconocida): la primera administración de curare en una anestesia general fue en 1912 en un hospital de Leipzig, donde el cirujano alemán Arthur Läwen administró curarina obtenida a partir del curare indígena de calabaza a siete pacientes sometidos a anestesia general para facilitar el cierre de una pared abdominal. Läwen fue el primero en estudiar el curare en experimentación animal, y el primero en administrarlo a humanos y en observar su efecto beneficioso como relajante muscular durante la anestesia general. Sin embargo, su contribución a la historia de la anestesia se pasó por alto. Lo mismo ocurrió con los experimentos anestésicos con curare de Francis Percival de Caux, en el hospital Middlesex de Londres. En 1938 Abraham Elting Bennett usa por primera vez el curare para prevenir el trauma sostenido en pacientes a quienes se les aplica terapia con electrochoques y por administración de pentilenotetrazol (Cardiazol) para así evitar fracturas y luxaciones. La primera investigación acerca de la fuente del curare en el Amazonas fue hecha por Richard Evans Schultes en 1941. Schultes descubrió que tipos diferentes de curare poseían hasta quince ingredientes y con el tiempo ayudó a identificar más de setenta especies que producían la droga. Posteriormente, el 23 de enero de 1942, y gracias a los médicos canadienses Harold Randall Griffith y a Gladys Enid Johnson (MacLeod), el curare se utilizó con éxito en un paciente al que se le practicó una apendicectomía. La pócima psicoactiva de ayahuasca se obtiene del hervor de dos plantas diferentes, una liana (ayahuasca o Banisteriopsis caapi) y las hojas de un arbusto (chacruna o Psychotria viridis) que no crecen naturalmente en espacios cercanos, sino que se dan dentro de una región que concentra más del 60% de todas las formas de vida del planeta (y solamente el 30% de todas ellas conocidas por la ciencia) y en esa extrema biodiversidad los indígenas supieron que un tipo de liana, sumada a un tipo de arbusto, poseían los componentes bioquímicos necesarios para llevar a sus sabios a un estado ampliado de la conciencia con una duración máxima de unas cinco horas, mediante una dosis habitual de 150 mililitros ingerida por vía oral a través de una decocción. Las mismas especies vegetales por separado o mediante otro tipo de preparación o ingestión no producen dichos efectos. Y los indígenas amazónicos insisten en que obtuvieron ese conocimiento práctico (curare, ayahuasca y otros productos elaborados) de la misma naturaleza, de su “diálogo” con las esencias de las mismas plantas, a las que juzgan en algún sentido conscientes, inteligentes y algunas de ellas incluso “maestras”. Esto obviamente resulta inaceptable para la ciencia en su paradigma moderno, al tiempo que de modo muy hipócrita multinacionales farmacéuticas financian programas de biopiratería, accediendo a conocimiento herborístico tradicional indígena para usarlo en forma de medicamentos industrializados, sin por supuesto aportar un solo dólar o euro a las comunidades aborígenes.

Indudablemente las técnicas derivadas de los estados ampliados de la conciencia se han combinado perfectamente con observación y empirismo muy sofisticado. Es el caso de los kallawaya de Bolivia y su extraordinario conocimiento sobre el uso de una amplia variedad de plantas medicinales nativas, cerca de 900 especies distribuidas en diferentes ecosistemas, además de 29 especies exóticas introducidas desde otros continentes y el uso de animales, minerales y prácticas psicoespirituales. Así, la farmacopea kallawaya es una de las más ricas del mundo. Los kallawaya, cuya ciencia y cosmovisión fue proclamada por la Unesco como “obra maestra del patrimonio oral e intangible de la humanidad” en 2003, se hicieron famosos internacionalmente cuando entre 1888 y 1915 viajaron varias veces a la zona del canal de Panamá, cuyos constructores en condiciones de semiesclavitud por los intereses estadounidenses morían por efecto de brotes de malaria. Los kallawayas se ofrecieron a curar a los trabajadores con la corteza de la quina (Cinchona sp.), cuya efectividad llamó la atención de la medicina alopática mundial, por lo que, en 1896, fueron invitados a participar en una exposición de hierbas en París. Sin embargo, ellos llevaban tres mil años curando, viajando, enseñando e incorporando nuevos saberes médicos, y ya los incas de Cusco los habían llevado a su corte, donde les otorgaron el honor de llevar el palanquín del emperador, asesorar a sus amautas y ejercer para la nobleza.

En otro lugar del planeta, los polinesios han combinado también pacientes observaciones y métodos empíricos por milenios, con los que sus singulares navegantes y sus remotos ancestros austronesios se mudaron de Asia para poblar islas de medio mundo, desde Madagascar hasta Tonga, hace de 3.000 a 6.000 años, y navegando el Pacífico desde el lejano oeste, como las islas Salomón, hasta el lejano este, como Rapa Nui (la isla de Pascua) y Sudamérica, durante el último milenio, guiándose en los mares a través de los patrones de refracción y reflexión de las olas en el mar abierto, recordando más de trescientas estrellas en la noche, correlacionando asterismos y estaciones (solsticios y equinoccios), percibiendo las reverberaciones para otros imperceptibles de islas e islotes cercanos y focalizando en su te nohoanga te matangi o “modelo de posiciones de los vientos”, con al menos 32 “asientos” de vientos dispuestos mentalmente como una cuadrícula en el horizonte. Casi como monjes, se concentraban en aquellas aguas y cielos navegando a sitios cada vez más lejanos. El trabajo único de la antropóloga Marianne George (2019) nos ha permitido saber que los últimos navegantes tradicionales de la Polinesia (como sus ancestros) también se guían –cuando ningún otro método está disponible– a través de unas misteriosas luces naturales submarinas que llaman te lapa (el parpadeo) y que probablemente, según la autora, se expliquen en relación con particulares estados de conciencia, al que solo marineros experimentados en una atención plena y focalizada de los menores detalles y señales acuáticas pueden acceder. La ciencia occidental desconoce este fenómeno, pero los datos aportados están allí, y al menos dos occidentales (la propia Mimi George y el etnógrafo David Lewis) han podido percibirlo. El uso de te lapa se hace generalmente dentro de un radio de 124 kilómetros de la orilla como herramienta principal o auxiliar en la búsqueda de rutas.

Si uno está “perdido” o desorientado por el mal tiempo, o si uno está navegando a un nuevo destino, entonces puede ver la lapa desde una dirección que uno sabe que hay tierra. En ese caso, uno puede darse cuenta de que va en la dirección equivocada y puede usar te lapa para reorientarse hacia la ruta deseada. Por otro lado, uno puede descubrir la existencia de una isla o un arrecife que antes no conocía. La tierra recién descubierta puede que resulte estar localizada en ruta hacia la recalada prevista o puede ser el principal medio de navegación o de pilotaje hacia un nuevo destino […] La característica que define a la lapa de otros destellos de luz en el océano es que emana de la tierra. Así, el marinero observador que entiende que emana de la tierra puede seguir la dirección del relámpago para encontrar la tierra que es su fuente […] Por otro lado, ¿podría ser que la lapa sea un fenómeno visto solo por personas que están psíquica y espiritualmente conectadas al océano como resultado de décadas de tiempo marino y experiencia de vida allí? En otras palabras, ¿tiene te lapa una conciencia bohmiana que es una manifestación del “orden implícito” de las cosas? Sé experimentalmente que te lapa es visible en otros océanos, tal vez en todos los océanos, y no solo en la Polinesia. Si se pudiera identificar el fenómeno y encontrar una forma de registrarlo, entonces sería posible mapear dónde y cómo existe y dónde y cómo no existe. Pero, por desgracia, ver la lapa no forma parte de la disciplina marítima europea o moderna. Para marineros mercantes, marineros y pescadores que pasan tiempo en el mar en barcos modernos y usando la navegación moderna parece difícil incluso verlo o imaginar que lo usen. Este puede ser el mayor obstáculo para la solución del misterio. (George, 2019: 68, 69, 94)

La combinación de una observación empírica y una conciencia consustanciada con el medio ambiente (ecología profunda) ha generado que muchas culturas africanas imiten en sus formas socioculturales, de forma intuitiva tanto como perfectamente consciente, los patrones fractales de la naturaleza. Así, el matemático Ron Eglash ha descubierto diseños arquitectónicos que usan el proceso recursivo de algoritmos fractales en patrones de asentamiento y en otra amplia variedad de diseños intencionales (talla, peinados, trabajo en metal, pintura, textiles), sistemas cuantitativos africanos (progresión aditiva, duplicación de secuencias, recursividad binaria) y sistemas simbólicos (actividades religiosas, adivinatorias, etc., a través de símbolos icónicos para bucles de retroalimentación, espirales equiangulares, infinito, etc.). En la naturaleza encontramos geometría fractal en los árboles, sus ramas y sus hojas. Otros ejemplos son las nubes, las cadenas montañosas, el sistema circulatorio, las líneas costeras, los copos de nieve, el ADN, las algas, los cristales, los cuernos de las cabras montés, las olas marinas, los ananás, las proteínas, la flor del girasol, las redes fluviales, los relámpagos, el ritmo cardíaco, los vasos sanguíneos y pulmonares, etc. Cuando los europeos llegaron por primera vez a África, consideraron que la arquitectura era muy desorganizada y, por lo tanto, primitiva. Nunca se les ocurrió que los africanos podrían haber estado utilizando una forma de matemática que ellos aún no habían descubierto (Eglash, 1999: 20-38). Si bien pareciera que este “fenómeno africano” no parece ser hallado con asiduidad en culturas americanas –más inclinadas, al parecer, a la geometría euclideana–, la excepción quizá la tengamos en el famoso arte kwakiutl y sobre todo en los bordados shipibo-konibo, cuyos patrones recursivos recuerdan mucho a la curva de Koch, que sabemos eran confeccionados tradicionalmente por mujeres en cuyos ojos se colocaban gotas de una planta, el piri-piri, y cantaban icaros simultáneamente. El chamán shipibo luego usa la tela bordada para las ceremonias de curación de ayahuasca donde sus propios cantos forman sinestésicamente en sus visiones estos mismos patrones geométricos para reequilibrar el cuerpo del paciente. Se han comparado dichos patrones con las antenas y rectenas fractales, que usan la repetición de un motivo en dos o más tamaños de escala (“iteraciones”), y tienen aplicaciones útiles en comunicaciones de teléfonos celulares y microondas.5

No es ninguna novedad la extraordinaria capacidad de observación de los cielos por parte de muchísimas culturas originarias y grandes civilizaciones de la antigüedad.6 La paciente práctica de una astronomía posicional a ojo desnudo, que se correlacionaba con estaciones, sitios importantes, agricultura y rituales religiosos, puede apreciarse en la Sala de los Toros de la cueva de Lascaux, tal vez la primera representación de la constelación de Tauro, con las Pléyades insinuadas con puntiformes por encima de la cabeza de la pintura del toro. De este modo, un momento especial del año –señalado por la aparición de este cúmulo estelar– habría sido plasmado en la pared rocosa. El paso de las estaciones que marcaban el ritmo de las migraciones animales y el crecimiento de las plantas era esencial para los cazadores-recolectores del Paleolítico superior europeo. No obstante, junto con este saber pragmático, parecen haber convivido los conocimientos obtenidos en EAC, cuyas “tres fases” de imaginería –entópticas, interpretaciones y combinaciones figurativas (Lewis Williams, 2005: 212)– aparecerían frecuentemente en Lascaux, Cosquer, Trois Fréres, Monte Castillo, Altamira y otras cuevas de Francia y España. La aparición de las Pléyades aún suele ser utilizada por muchas culturas para marcar el inicio o el final de un período del año (por ejemplo, el Año Nuevo/We Tripantv mapuche), así como también es de gran importancia para la sabiduría y religiosidad qom (para quienes las estrellas de la mencionada constelación son “las siete hijas del héroe mítico Dapichi”). Marcas sobre el arte mueble también han sido consideradas como “almanaques paleolíticos”, especialmente aquellas que parecen indicar ciclos lunares. En Newgrange (Irlanda) y Stonehenge (Inglaterra) las evidencias de alineamiento hacia la salida del Sol en los solsticios (de invierno en Newgrange y de verano en Stonehenge) es indudable. En las llamadas “ruedas medicinales” de América del Norte (alrededor del 2.500 a. C.) algunos mojones y rayos señalan la salida y la puesta del Sol en el solsticio de verano, y la salida helíaca de ciertas estrellas (Aldebarán, Rigel y Sirio) cerca de esa fecha. Los petroglifos de la cultura anasazi en Fajada Butte (Nueva México) en forma de espiral, de distinto tamaño, en una pared rocosa a 135 metros sobre el piso de un cañón marcan con una ingeniosa combinación de luz y sombras los solsticios y equinoccios. El centro ceremonial zapoteca de Monte Albán es, entre otras cosas, un observatorio celeste relacionado con el Sol, la Cruz del Sur, Alfa y Beta Centauri, las Pléyades y la estrella Capela. En Chichén Itzá, por supuesto, además del famoso y turístico “descenso de la serpiente” en la escalinata de la pirámide durante los equinoccios, se encuentra el observatorio conocido como El Caracol. En Sudamérica hay ejemplos de sobra. Numerosos sitios incas y preincaicos se construyeron de acuerdo con una arquitectura y geografía sagradas, que orientaban y alineaban montañas, lagunas y cuevas (huacas, ancestros locales) con la salida del Sol en el solsticio de junio, desde Tiahuanaco (Bolivia), Chankillo, Tambocancha, Pumpu (Perú), hasta el lejano Shinkal, en la actual provincia de Catamarca (Argentina), sitio de ceremonias calendáricas equinocciales, solsticiales y de siembra, relacionado íntimamente con la capital del Tawantinsuyu. Asimismo, frisos calendáricos como Huaycán de Cienaguilla representan cuentas del tiempo con base solar, lunar-solar y sideral. En algunos de esos sitios tan empiristas hay evidencias de ritos en EAC (los “danzantes” de Monte Albán labrados en piedra representan posturas de trances chamánicos, y en Tiahuanaco se destacan las tablillas de esnifar y vasos queros para libaciones ceremoniales, así como personajes alados genuflexos, con cetros decorados con tabletas y queros. Y así como mi amigo e informante Dekó (Héctor Sarmiento) –aiéwuj chorote del noroeste argentino– afirma que investiga en sus sueños lúcidos y meditaciones los secretos de la rotación solar y sus variaciones,7 también a partir de una obra de la antropóloga Germaine Dieterlen se creó una polémica con derivaciones sensacionalistas al colocar en boca de un chamán dogon de Malí (Ogotomeli) supuestos saberes sorprendentes acerca de la estrella Sirio. Más allá de esta última controversia puntual, nos interesa señalar que los pueblos originarios buscaron información a través de todos los medios a su alcance –técnicos, perceptuales, lógicos, instrumentales–, y también sumaron estados expandidos de conciencia, en ambos casos con todo tipo de consecuencias, éxitos y errores.

Ambos pensamientos se amalgamaban: racional, empírico, técnico (hiperadaptado a veces a los ecosistemas que formaban parte de cada etnia tradicional) y simbólico, mitológico, mágico, significativo, intuitivo, con particular empleo de EAC, en distintos grados y niveles, también adaptados a sus hábitats (uso de plantas psicoactivas, si las había, ayunos prolongados, sueños lúcidos y transpersonales, meditación, aislamiento sensorial, contemplación profunda, danzas, ritmos, sonidos y prácticas monótonas).

Volviendo al chamanismo, fue el sistema mediante el cual la humanidad no solo enfrentó las enfermedades físicas, psíquicas y sobre todo las espirituales a través de los tiempos, desde hace quizá 40.000 años, sino además el método con el cual supo encontrar ganado y objetos perdidos, guiar las partidas de caza y pesca, obtener información prospectiva en la paz o en la guerra, aplicar puniciones o venganzas y programar los ritos que armonizarían sus comunidades con los planes de caza, con la programación agropecuaria y sus ciclos, con los fenómenos meteorológicos y telúricos, afirmando su asociación con ciertos oficios como el artista rupestre, el psicopompo o el herrero.

Con relación a la eficacia de cada una de esas funciones, hay multitud de testimonios en la literatura etnográfica. Es muy citado, por ejemplo, el relato del etnógrafo Kenneth M. Kensinger (1976: 217) entre los kashinawa de Perú, en la década de 1960, al que los indígenas le comunicaron la muerte de su abuelo que residía en Estados Unidos dos días antes de que le transmitieran la noticia por radio (Rosaspini Reynolds, 1998: 82; Viegas y Berlanda, 2012: 121), así como el de Robert Gordon Wasson, quien recibe una serie de informaciones sobre su hijo y otros familiares de Boston por parte del sanador mazateco Aurelio Carreras en Huautla de Jiménez (México), en 1955, tras su ingesta ceremonial de hongos psilocibios. Cuando Wasson regresa a su país, pese a su escepticismo, descubre los aciertos en cada dato (Wasson et al., 1996: 38-42). O el caso narrado por un comisario boliviano destinado a la región del oriente selvático, Álvaro Pineda, quien comprueba la suerte corrida por una escopeta robada que termina en la ciudad de La Paz, cuyos detalles fueron revelados por un chamán ayahuasquero tsimané del río Maniqui en los años 50 (Viegas y Berlanda, 2012: 161-162).

El parto problemático de una paciente kuna que se resuelve exitosamente a través de los cantos del nele, cuyo exhaustivo análisis Claude Lévi-Strauss (1968) hizo célebre para generaciones de estudiantes de antropología, no puede eclipsar, sin embargo, la vibrante narración de la inglesa Edith Turner (2016, 2019) y su observación directa de una curación espiritual mdembu, ya que ella misma es testigo de la “manifestación visible” del daño.

El notable mundo de los trances y los sueños en los modos tradicionales de conocer se develan en trabajos de campo y papers famosos –que estamos traduciendo por primera vez al castellano–, como el del etnógrafo canadiense Jean-Guy Goulet (2020) entre los guajiro de Colombia y los dene tha de Canadá. Aún más increíbles para nuestro modo racional de percibir son los trabajos de la propia Marianne George (2016) y de Anne-Gaël Bilhaut (2011), que exponen la existencia de “sueños compartidos” para transmitir mensajes concretos entre los chamanes barok de Papúa Nueva Guinea y los záparos de Ecuador, respectivamente. Sin embargo, el mundo onírico y la intuición son amonestados y perseguidos por la tradición moderna y las formas más extremas de cientificismo racionalista, cuando hoy en día no pocos epistemólogos reconocen la intuición, las inferencias no analíticas y el conocimiento tácito como sustanciales –junto con la razón lógica y el empirismo– en la mayoría de los grandes descubrimientos científicos, no solamente en la poesía y el arte. Friedrich von Kekulé tuvo una visión súbita de la fórmula del benceno mientras contemplaba los leños ardientes de su hogar; Dmitri Mendeléyev concibió la tabla periódica de los elementos mientras descansaba en su cama; Karl Friedrich Gauss describió sus intuiciones científicas y matemáticas diciendo que llegaban a él “con la velocidad del rayo por la gracia de Dios” y Albert Einstein contó de qué modo, luego de estar al borde del colapso mental y casi renunciar a seguir intentando cohesionar datos en su mente, durmió y a la mañana siguiente describió: “La solución se me presentó de repente, con la idea de que nuestros conceptos y leyes sobre el espacio y el tiempo solo pueden ser válidos en la medida en que permanezcan en clara relación con nuestra experiencia; y esa experiencia podría provocar perfectamente la alteración de esos conceptos y leyes. Al revisar el concepto de simultaneidad y hacerlo más maleable llegué hasta la teoría especial de la relatividad” (citado por Strathern, 1999: 28). Einstein, como decía Francis Crick, es el único filósofo de la historia que ha tenido éxito. Logró dotar a ideas –a veces provenientes de imaginarse montado en un rayo de luz o cayendo en caída sin sentir su propio peso– de un sólido fundamento matemático cuya exactitud se ha confirmado mil veces en los últimos cien años.

“Intuición” viene del latín intueri, que se traduce más o menos como mirar hacia dentro o contemplar: ver la esencia de las cosas. Al parecer, inspiraciones creativas basadas en intuiciones repentinas también han estado tras la concepción del modelo planetario del átomo de Max Born, la formulación de Werner Heisenberg o el descubrimiento de la transmisión química de los impulsos neuronales de Otto Loewi por el cual recibió un premio Nobel. Los estados no ordinarios de conciencia pueden experimentarse en infinitos niveles, grados, intensidades, variables y duraciones. Desde una intuición o un rapto contemplativo, espontáneo, súbito, que cualquiera de nosotros podría experimentar, hasta un sueño lúcido o transpersonal, un “sueño compartido” al estilo barok o zapara, solo accesible a los especialistas (chamanes), pasando por visiones o ideaciones meditativas, bajo el efecto de enteógenos, o mediante alteraciones corporales. Sobre este tópico existen dos estudios destacables: el clásico de Alister Hardy La naturaleza espiritual del hombre y La mística salvaje de Michel Hulin, aunque también se puede agregar Las variedades de la experiencia religiosa de William James.

El doctor en matemáticas Ralph Abraham –quien ha trabajado en la teoría de sistemas dinámicos en los años 60 y 70, y es asesor en teoría del caos y sus aplicaciones, así como en modos alternativos de expresar las matemáticas, de manera visual o auditiva– atribuye al uso de la dimetiltriptamina (DMT) el hecho de que su carrera “haya virado hacia la búsqueda de las conexiones entre las matemáticas y la experiencia del logos” (Sheldrake, McKenna y Abraham, 2005: 63).

Steve Jobs, cofundador de Apple y magnate del sector informático, afirmaba potenciar su creatividad e intuición con meditación y con largos paseos (a menudo lo hacía descalzo en el campus verde de su empresa) y también atribuyó el impulso y desarrollo de su inventiva al uso que de joven hizo del LSD. De hecho, algunos historiadores creen que toda la experimentación con LSD que efectuó el movimiento hippie en la década de 1960 en la zona sobre la que se asienta Silicon Valley ayudó, y mucho, a los adelantos tecnológicos de la posterior era informática y el “software libre”; otros creen que esta afirmación es una total exageración. Sin embargo, tal parece que hoy en día los jóvenes ejecutivos del sector se han creído en todo caso su propia leyenda, ya que mientras se estudian las microdosis de LSD, psilocibina y mescalina para tratar la depresión, en Silicon Valley se ha puesto de moda usarlas para el trabajo, ingiriendo las microdosis (que por supuesto no llegan a ser “visionarias”) cada dos o tres días, en aras de una mejor flexibilidad cognitiva. Lo único cierto es que los estudios científicos con “psicodélicos” podrían estar renaciendo luego de ser prohibidos por cincuenta años.

Transpersonalismo y decolonialidad

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