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Del evolucionismo racionalista al holismo transpersonal
ОглавлениеLos antropólogos y otros pensadores del siglo XIX –evolucionistas– estaban convencidos de que el racionalismo mecanicista eurocéntrico y la ciencia no solo eran los únicos sistemas de conocimiento posibles, sino que además creían que el pensamiento religioso, mitológico y mágico desaparecería poco a poco ante el arrollador avance del colonialismo moderno en todo el planeta y los vientos del progreso materialista-científico-tecnológico. Sin embargo, tal como Edward Evans-Pritchard (1973: 32) notó, curiosamente todos estos intelectuales racionalistas, que arrojaron por la ventana las religiones, los mitos y los símbolos como supervivencias infantiles, irracionales y neuróticas de un modo primitivo de conocer, provenían de familias altamente religiosas. Edward Burnett Tylor, hijo de cuáqueros ricos, fue educado en la comunidad religiosa disidente cuáquera, cuyos miembros pretendían volver a ser “movidos por el espíritu santo” (quake: temblor) y deseaban revivir el cristianismo primitivo, donde la voz o luz interior representase un contacto más directo con la divinidad. Émile Durkheim, uno de los fundadores de la sociología, era hijo de un rabino y con un linaje de ancestros rabinos; la madre del otro gran fundador de la sociología, Max Weber, era una devota calvinista que influyó en sus definiciones acerca del “protestantismo y el espíritu del capitalismo”; Bronislaw Malinowski tuvo una educación católica y –por su frágil salud– viajó de niño por todo el sur de Europa (visitando las iglesias de los países católicos); James George Frazer tuvo una educación presbiteriana, una secta muy próxima al calvinismo creyente en la predestinación, y era hijo de un pastor escocés pietista, doctrina que propiciaba una religiosidad del corazón, emocional, personal, opuesta a la frialdad de la justificación por la fe. El abuelo de Max Müller, fundador de la mitología comparada, era un teólogo de Leipzig; y el padre de Wilhelm Dilthey, el más importante pensador del historicismo, era un pastor y predicador en la corte del duque de Nassau. Tanto Sigmund Freud como Karl Marx y Lucien Lévy-Bruhl tuvieron trasfondos familiares religiosos (la mujer de Freud incluso era nieta del gran rabino de Hamburgo, los dos abuelos –paterno y materno– de Karl Marx fueron rabinos).
La intelectualidad europea de la época estaba persuadida de que la gente era estúpida y necia por las instituciones que la sumergían en la ignorancia y la superstición. La religión era una de las peores formas de explotación y, como se integraba de ideas tan absurdas, era necesario explicarla en términos psicológico-afectivistas o sociológicos. Muchos de los mencionados y otros tantos autores del momento (Wundt, Spencer, Mauss) se interesaron por las “religiones primitivas”, que podrían explicar la supervivencia de las instituciones religiosas europeas, y las redujeron a fenómenos y dispositivos sociales que aportaban consuelo y algún tipo de utilidad ante la culpa, el miedo, la inseguridad y la frustración, o bien a una necesidad social, un modo de idealizar la propia sociedad, que aporta cohesión, orden, sostén a los sistemas de gobiernos (“la manera en la que la sociedad se piensa a sí misma”). Y de entre todos ellos se destacó Lévy-Bruhl, para quien la mente del individuo procede de las representaciones colectivas de su sociedad y el “pensamiento primitivo” estaba orientado hacia lo sobrenatural, ignorando conexiones causales objetivas y razonando erróneamente, porque su pensamiento está determinado por sus representaciones místicas, propias de estas sociedades tradicionales. Por lo tanto, calificó a los pueblos originarios del mundo como “prelógicos”, acientíficos y acríticos. Su “mentalidad primitiva” los hacía vivir en una extraña “participación mística” del mundo (Evans-Pritchard, 1973; Lévi-Bruhl, 1972). El lento cambio de paradigma científico –paradójicamente arrastrado desde las ciencias más “duras”, la física cuántica, la teoría de los sistemas y el caos, y también desde las nuevas psicologías profundas y la mitología arquetípica transcultural– transformaron completamente aquellas visiones simplistas. El propio Lévy-Bruhl, al parecer, antes de morir concedió que había estado equivocado.
“¡Irracionales antropólogos que creían detentar la racionalidad! ¡Infantiles antropólogos que creían estudiar un pensamiento infantil! ¡Simplistas antropólogos incapaces de concebir que sus «primitivos» se movían en los dos pensamientos complementariamente, sin por ello confundirlos! Desde entonces, semejante visión fue abandonada”, exclama Edgar Morin desde el actual paradigma de la complejidad. Lo que aquellos intelectuales que tanto influyeron en el sentido común hasta la actualidad no llegaron a comprender es que los “primitivos”, al igual que los “occidentales”, nos movemos en dos modos de conocimiento y acción, uno simbólico/mitológico/mágico y otro empírico/técnico/racional:
Los dos modos coexisten, se ayudan mutuamente, están en constante interacción, en ocasiones pueden confundirse, aunque siempre de manera provisional. Cualquier renuncia al conocimiento empírico técnico racional conduciría a los humanos a la muerte, cualquier renuncia a las propias creencias fundamentales desintegraría la sociedad […] Los formidables desarrollos científicos y técnicos en absoluto han traído consigo, sin embargo, el declive de las religiones o la muerte de los mitos y, paradójicamente, en lo que la Razón y la Ciencia van a encontrarse clandestinamente parasitadas por el mito, es en su pretensión de regenerar y guiar a la humanidad. (Morin, 2006: 168)
Respecto del mito, ha sido rehabilitado en el siglo XX por grandes pensadores de la talla de Mircea Eliade, Carl G. Jung, Henry Corbin, Joseph Campbell, Walter F. Otto, entre otros. Hoy comprendemos mucho mejor que el mito es un dispositivo muy sofisticado. Crea cohesión sin imponer homogeneidad ni negar la diferencia. Este relato abierto e interpretable refleja y reproduce los valores de una comunidad, alertando sobre sus dilemas y ofreciendo una respuesta sin exigir una sola forma correcta de ser y hacer. Las alternativas al mito han hecho más débil a cualquier sociedad: el dogma formó colectividades rígidas, dirigidas por elites cínicas y represivas, hipócritas entre el ser y el deber ser, que limitaron la “normalidad” a franjas estrechas y homogéneas y llevaron a los experimentos totalitarios del siglo XX. Por su parte, el utilitarismo constituye sociedades frágiles y problemáticas, que descreen de lo colectivo y lo disuelven, se conducen por valores individualistas y racionalistas, economicistas, abstractos (de Ugarte, 2017). Ambas opciones no eliminan completamente al “mitema”, lo convierten en “sintemas” unívocos, y por ende fomentan mitologizadores de circo y opereta, dogmáticos o utilitaristas, como los Mussolini, Kim, Bolsonaro, Thatcher, Menem, Trump, entre otros.
Claude Lévi-Strauss nos ilustró sobre la lógica inherente a la estructura del pensamiento mito-lógico, y Mircea Eliade lo recolocó en el centro de una experiencia humana primordial: lo sagrado. Contra la errónea suposición iluminista y positivista de que el hombre se supera y progresa por la técnica y de que el sentido de la existencia humana se explica por el orden tecnoeconómico, Ernst Cassirer, René Girard, Gilbert Durand y el mismo Morin han demostrado que el hombre es fundamentalmente un animal simbólico (Homo sapiens, pero también simbolicum, religiosus y demens). En tiempos de presunto “multiculturalismo” políticamente correcto, Eduardo Viveiros de Castro desveló el multinaturalismo amerindio, puntualizando que para la ciencia occidental moderna conocer es “desubjetivar” (objetivar, reducir la influencia del sujeto) mientras que para el conocimiento indígena conocer es “personificar” (tomar el punto de vista de lo que es preciso conocer, maximizar la intencionalidad de un universo viviente y consciente o, si se quiere, ejemplo más específico: dialogar con la esencia de las plantas y los animales, como en el chamanismo amazónico), pero son los estudios englobados en el “transpersonalismo” los que han llevado a algunos intelectuales occidentales a cambiar radicalmente la percepción sobre las sabidurías indígenas y locales al sumergirse a mediados del siglo XX en estados ampliados de conciencia guiados por los maestros, catalizadores de sus mitos y “embajadores interespecies” (según expresión del propio Viveiros de Castro), sobrevivientes al epistemicidio llevado a cabo por el capitalismo, la modernidad, el colonialismo y la cristiandad durante las dos fases colonizadoras europeas y hasta la actualidad.
Desde entonces se han revalorizado los estados ampliados de la conciencia dentro de las estructuras teóricas de los sistemas culturales. Aquellos estados y los innumerables métodos que las diferentes sociedades han encontrado para provocarlos crean la producción de imaginería mental y lenguajes mitopoyéticos que aportan la cosmogonía y la dirección ideal de cada una de ellas (fijan modelos), al tiempo que configuran su experiencia emocional y estética. Tales mitos (en el sentido de “relato verdadero”) son repetidos y renovados bajo diferentes formas de ritos (iniciáticos, de purificación, de paso o transición, funerarios, agrarios, meteorológicos, exorcistas, sacrificiales). Los símbolos profundos o de condensación refuerzan los lazos sociales creando elementos culturales y fomentando la emergencia de líderes carismáticos especializados en ingresar a la alteridad holotrópica, que obtendrán la imaginería y los lenguajes ya señalados, impulsando de esta manera el círculo dinámico8 (Fericgla, 1989: 69).
Ahora bien, el redescubrimiento occidental de lo que se puede entender como inconsciente colectivo (Jung) o reino de lo transpersonal (Grof) a partir de las propias experiencias de académicos “transpersonalistas” genera un desmoronamiento de gran parte del paradigma de la modernidad/colonialidad en el sentido de considerar esas inefables fuerzas psíquicas colectivas (el alma del mundo o anima mundi de los antiguos griegos, de donde surge el sentido trascendente de nuestras vidas) como semiautónomas de nuestro inconsciente biográfico personal. Entonces, estaríamos en presencia del espacio imaginal de la geografía sagrada descripto por Henri Corbin (el ‘alam mithali del islam chiíta y del filósofo iraní Sohravardi) como ontológicamente real, que irrumpe por su propia potestad cuando se dan las condiciones adecuadas (el estado no ordinario de la conciencia, y seguramente otros factores bioquímicos: ¿DMT?). Aceptar ello es reconocer las fuerzas animistas de las civilizaciones antiguas y de las culturas étnicas tradicionales… fuerzas animistas a veces irracionales, instintivas, siempre trascendentes. Es consentir que la naturaleza es nuestro inconsciente y viceversa (“La imaginación es la naturaleza”, dijo Goethe; “la psiquis es el mundo”, escribió Jung), y también transigir con el concepto del mamo (sacerdote o líder espiritual). Amado Villafañe, del pueblo arhuaco de la Sierra Nevada de Santa Marta (Colombia), quien afirma que “los hermanos menores” (así llaman a los “occidentales”) “tienen información, pero no el conocimiento”.9 Arhuacos, kogis, wiwas y kankuamos creen que desde el principio de los tiempos se les ha otorgado la responsabilidad de cuidar el planeta y mantener el equilibrio (en forma similar a los hopi de Arizona, Estados Unidos) realizando continuas ofrendas en los lugares sagrados, meditaciones y cantos, para devolver a la Tierra lo que se ha obtenido de ella, controlando hasta donde les es posible huracanes, sequías, epidemias, etc. De más está decir que esto suena absurdo para los invasores de sus tierras, los narcotraficantes, la guerrilla, el ejército, los paramilitares y los proyectos hidroeléctricos o extractivistas del gobierno.
Los pueblos tradicionales situaban en un “exterior” dichas energías psíquicas, pero sabían que también se encontraban en un “interior” (sus sabios no hacían esta distinción). El modelo cognitivo yaminawa, por ejemplo, y el de otros pueblos amazónicos cercanos, no considera una “mente” al estilo occidental en cuanto receptáculo interior de pensamientos y significados totalmente separado del resto del mundo. Por el contrario, lo que nosotros llamaríamos “procesos mentales” se asocian con los yoshi (no humanos, esencias espirituales o ideacionales vivientes) fuera del cuerpo, participando de la misma naturaleza (Townsley, 1993). El fenómeno de proyección de Jung también es un redescubrimiento en lenguaje universitario del modo en que –sin ir a tradiciones muy alejadas de Occidente–, por ejemplo, los griegos o los romanos clásicos veían a sus dioses. No los veían “reales” sino alegorías divinizadas de ideas, virtudes, estados de ánimo, pulsiones (la mitología era la psicología de la antigüedad). La cristiandad destruyó muchas concepciones como las de religio, pietas, fides o virtus torciendo su significación original).10 La realidad exterior es una modulación o proyección del mundo interior. Así debe entenderse la manoseada fórmula posmoderna “el hombre crea en algún punto la realidad”, que se hace derivar de la física cuántica, con mucho desconocimiento de las complejidades matemáticas alcanzadas por esta ciencia, no obstante, la interacción que han tenido algunos físicos cuánticos con la psicología analítica (Wolfgang Pauli y Carl Jung) o las filosofías tradicionales (David Bohm y Jiddu Krishnamurti o el Dalai Lama). El escritor inglés Patrick Harpur (2006) lo sintetiza de forma sencilla: “El conflicto entre lo material y lo espiritual llegó hace poco, en el siglo XVII, con el racionalismo cartesiano, que nos separó del mundo. Es nuestra tragedia: ¡perdimos el alma! […] Desde la antigüedad, el mundo estaba animado. Sentíamos que el mundo expresaba el alma del mundo, el anima mundi11 […] «Todo está lleno de dioses» (Heráclito): todo era a la vez físico y psíquico. Y tu alma participaba del alma del mundo, estabas conectado. ¡El mundo no nos era ajeno! […] Al distinguir Descartes entre el hombre (res cogitans) y el resto del mundo (res extensa) nos separó del mundo: había ya un sujeto pensante y un objeto… inanimado. ¡Y aquí estamos, buscando el alma…! […] Los cristianos ya habían separado su cuerpo de su alma ya habían separado este mundo del otro mundo (su cielo/infierno). El alma del cristiano solo puede acceder al otro mundo al morir el cuerpo. ¡Es lástima! […] el pensamiento tradicional jamás hizo tal distinción: el hombre podía ir y venir de este mundo al otro mundo, entrar y salir asiduamente. El otro mundo nos envolvía, ¡no necesitabas morirte para visitarlo!”. Y ese otro mundo, el espacio imaginal donde tienen lugar las visiones de los profetas, místicos, chamanes, poetas, gnósticos, filósofos románticos, herméticos y alquimistas, como también los actos simbólicos de los rituales iniciáticos, comienzan a ser vistos por algunos antropólogos transpersonales como “herramientas tecnológicas” muy refinadas para influir en ese mundo que nos envuelve, más real que lo que consideramos como real.
En la estadística de objetivación de una experiencia típica de ayahuasca –usando el protocolo Hallucinogen Rating Scale (HRS) de Rick Strassman de la Universidad de Nuevo México– que publicamos en nuestro libro Ayahuasca, medicina del alma (Viegas y Berlanda, 2012) ante la pregunta número 82 formulada a 100 voluntarios: “¿Nota diferencia en la sensación de realidad de las experiencias, comparadas con las experiencias de todos los días?”, el 20% respondió moderado, el 40% mucho y el 35% extremo. Y ante la siguiente pregunta: “¿Parecen más reales, menos reales o ambas?”, el 64% respondió más reales y el 26% ambos, con lo cual tenemos una afirmación absoluta en este punto con el 90%. La realidad es percibida como muy diferente de la cotidiana en ese estado, pero al mismo tiempo y a diferencia de lo que cualquier neófito pudiese suponer, se comprende como más real que la realidad de todos los días. Esto coincide con las cosmovisiones de la mayoría de los pueblos originarios que atribuyen “al otro lado”, al “más allá”, los sueños, la esfera de las esencias espirituales, los ancestros y las profundidades transpersonales, psicológicas/mitológicas “más realidad que esta”. Por supuesto se acompañan otros fenómenos frecuentes: entender sentimientos de otros, sentir un cierto temor reverencial ante la presencia de un poder superior, sentir la unidad con el universo, comprender nuevas o más profundamente las cosas, sentir más fuerte la interioridad del “uno mismo”, tener pensamientos más rápidos y afilados, alteración en la percepción del tiempo, autoaceptación y emociones amplificadas; y en algunos casos visiones multidimensionales y brillantes. El 74% habrá obtenido nuevos pensamientos, ideas o conocimientos más profundos de sí mismo, su situación, o de las cosas últimas y esenciales.
Al respecto hemos mencionado en muchos de nuestros trabajos y en nuestras clases en la Universidad Nacional de Rosario los siguientes párrafos de importantes académicos en la materia:
La antropología está empezando a vislumbrar que detrás de las creencias aparentemente burdas, mitológicas, legendarias y “supersticiosas” se esconden experiencias directas muy reales. Debemos comenzar a considerar seriamente la posibilidad de que nuestros informantes –o las personas que les han enseñado– hayan experimentado un tipo de realidad diferente que constituye el fundamento mismo de las tradiciones que constituyen nuestro objeto de estudio. Además, también estamos empezando a comprender que las palabras y otros instrumentos de comunicación simbólica no son fenómenos cognitivos sino, que, en el mejor de los casos son expresiones simplificadas de dichos fenómenos. En este terreno, pues, el investigador de campo monofásico que pretenda comprender de manera indirecta los estados alternativos de conciencia tropezará siempre con dificultades insalvables. (Laughlin, McManus y Shearer, 1994: 306)
Laughlin (1994) considera a la cultura occidental como monofásica (y por ende también su filosofía y su antropología clásica) dado que solo estima como válido para el conocimiento el estado “normal” de vigilia, con énfasis en el racionalismo y la logicidad, a diferencia de las culturas mínimamente o totalmente polifásicas, que dan crédito a la exploración e interpretación del sueño mediante instituciones rituales o a través de especialistas reconocidos por la sociedad, o directamente reconocen múltiples niveles de realidad en sus cosmologías, y todos o parte de sus miembros se instruyen en reglados estados alternativos de conciencia (meditación, ayuno, enteógenos, peregrinaciones). El autor también clasifica a las culturas trascendentalmente polifásicas: aquellas que, además de serlo “totalmente”, como se describió, fomentan dicha exploración como una ruta trascendental final (la iluminación, la unión con la divinidad).
Más allá de la célebre “eficacia simbólica” de Lévi-Strauss, y a años luz de las erróneas ópticas de los evolucionistas y positivistas del siglo XIX, Michael Harner aportó una nueva interpretación de los “trucos” u objetos materiales que los chamanes muestran a sus pacientes, luego de ejercer sobre ellos una succión. El rito se da en dos planos de la conciencia. El paciente solo percibe la realidad tangible, material, y necesita en algunos casos la evidencia del proceso de sanación. El sanador espiritual permanece en dos esferas: mientras exhibe palabras, muñecos-ayudantes, cantos, dibujos en el suelo, piedras, y crea un espacio-tiempo simbólico intermediario entre el mundo material y aquella otra realidad (que es más real que esta) pudiendo en ocasiones extraer algo físico, corpóreo y palpable, al mismo tiempo, en sus visiones, ensoñaciones e ideaciones, lucha contra el auténtico poder energético y/o psíquico dañino, que puede asumir cualquier forma, o ninguna, de acuerdo con cada cultura (insectos, puntos negros, flechas, sensaciones invisibles, vidrios, colmillos, cortezas vegetales). Una cosa no quita realidad a la otra. En verdad no hay diferencia entre esos planos que solemos separar en polos extremos e irreconciliables.
Lo que ocurre se remonta al hecho de que el chamán es consciente de dos realidades. Como entre los jívaros, el chamán saca un poder intruso que (en el estado de conciencia chamánico) tiene la apariencia de una criatura, por ejemplo, una araña, y que el chamán sabe que es la naturaleza escondida de una planta en particular. Cuando el chamán succiona ese poder, captura la esencia espiritual de la planta en una proporción igual a la de su cuerpo material. Ese trozo de planta es, en otras palabras, un objeto de poder. Por ejemplo, el chamán puede guardar en su boca ramitas de aproximadamente un centímetro de la planta que sabe que es el material “portador” del peligroso poder que está siendo succionado. Él captura el poder en una de esas piezas, mientras utiliza la otra para ayudarse. El hecho de que el chamán pueda luego sacar el objeto de poder de la planta de su boca y mostrárselo al paciente y la audiencia como evidencia de un “estado ordinario de conciencia” no niega la realidad no ordinaria de lo que está ocurriendo en él en su estado chamánico de conciencia. (Harner, 1980: 115-119)
El chamán es consciente de más de una realidad. Él/ella captura la esencia del objeto intruso (el espíritu del cazador Kashinakaji), el cual en un estado chamánico de conciencia dentro de los jíbaros puede tener la apariencia de una araña, pero entre los ndembu (o por lo menos en mi experiencia en un ritual mdembu) tiene la apariencia de una masa amorfa gris de 15 centímetros, la cual él/ella reúne formando algo que se ve como un trozo de madera o un diente (que son significativos en sí mismos). Tal sistema dual aparece también entre los wabiri de Australia, cuyos doctores encontraron dentro del paciente el espíritu de un dingo, al cual extrajeron en forma de gusano […]. Esta clase de explicación difiere de la de Lévi-Strauss, quien alega que Quesalid era un impostor que continuó hasta transformarse en un gran chamán […] Tanto el diente como el penacho de plumas se tornan más importantes cuando se los considera a la luz de la explicación de Harner. Victor Turner ha alcanzado cierta comprensión en cuanto al concepto de las realidades alternativas al decir que el diente es el arma asesina por excelencia, el epítome, la personificación de la agresividad repentina necesaria por un carnívoro para derribar cualquier animal que se dé a la fuga […] Turner […] describe la capacidad sintética y de enfoque del ritual simbólico […] En simpatía con los ndembu, Turner entonces va más allá de la idea del símbolo como un referente abstracto. Ahora vemos el palo del santuario como uno de los polos (como si fuera magnético) de las dos realidades, el del palo del santuario material y el del reino espiritual, entre los cuales oscila el poder de Wubinda en reconocimiento y fuera de él. Los propios escritos de Victor Turner muestran constantemente esta ambigüedad, adoptando a veces las creencias de la gente que él ha estudiado y con la que a veces ha hablado desde un punto de vista positivista […] Pero Turner solo podía sugerir esto […] La antropología le prohibió ir más allá de sus propios límites. Debido a esto, muchos investigadores tienen una idea más plana sobre el simbolismo, y su comprensión se detiene en la superficie de los símbolos (en sus efectos psicológicos y sociales). No pueden ver por ellos mismos a estas formas materiales como objetos con poder realmente, aunque su gente del trabajo de campo lo haga. Estos antropólogos han probado ser partidarios fundamentalistas del laicismo, no importa cuánto se inclinen hacia atrás para sentir empatía por la gente que estudian. (Turner, 2018: 110-112)
La mayor diferencia tal vez entre la curación chamánica y el psicoanálisis o las terapéuticas occidentales exclusivamente verbales es que el chamán opera con símbolos de todo tipo y sobre la base de una metodología analógica. Y si revisamos la eficacia del símbolo a la luz de las nuevas concepciones energéticas, no solo de la psicología, sino de la física y la medicina vibracional, podremos reconocer que su forma de operar sobre la realidad o, mejor aún, sobre las realidades, va mucho más allá de los efectos de una mera “sugestión” psíquica o psicológica.
La “eficacia” del símbolo se produce cuando este logra traducir y expresar, en su propio orden de existencia, principios metafísicos de otro orden de existencia. Según la vieja máxima hermética o ley de las correspondencias, el mundo, la realidad en su conjunto, es concebido como una totalidad plena de significado que se despliega en un continuum multidimensional de planos sucesivos, incluyentes e interrelacionados, entre los cuales es posible encontrar isomorfismos, analogías y eslabonamientos. Allí es donde opera el símbolo, como manifestación especular que, a través de sus formas perceptibles en planos más inmediatos, nos trae los reflejos de esos otros planos menos visibles, menos tangibles, más mediatos. Sin embargo, este mismo principio explicativo puede hoy leerse con implicancias aún más amplias, que trascienden lo meramente metafísico, desde el ángulo de la nueva concepción de la realidad como un continuum energético, teniendo en cuenta que las diferencias entre los planos espiritual, psíquico, anímico y físico son solo una cuestión de grados y de configuración o densidad de fuerzas y, por tanto, es totalmente factible operar [en y desde todas las direcciones].12 Y los chamanes parecen ser grandes especialistas en medicina vibracional, pues saben cómo lograr una reorganización armónica de la estructura energética de los distintos planos de los seres vivos –corporales, psíquicos y emocionales– por medio de vibraciones –sonoras, kinéticas, cromáticas, químicas, formales, geométricas, etc. (Llamazares, 2013: 92-95)
Agregamos: percusión, sopladas de aire, tabaco o perfumes, succión y, sobre todo, el control de patrones vibratorios sinestésicos visionarios y sonoros, por ejemplo, en el caso de las y los especialistas en ciertas plantas sagradas o enteógenos psicoactivos, que se perciben en torno al cuerpo del paciente y de la realidad circundante; no solo el mito y la poesía o metáforas compartidas.
El símbolo comienza a ser visto entonces como menos abstracto, como un “poder”, como una “herramienta tecnológica” adecuada a la Imaginación (con mayúsculas en el sentido concebido por Henri Corbin y Patrick Harpur, entre otros), no tanto como un fenómeno cognitivo sino, de algún modo, expresiones simplificadas del mundo imaginal o reveladas por él, en cuanto fuente de conocimiento.13 Y el único modo de acceder a ese intermundo entre lo sensible (lo empírico y observable) y lo inteligible (la abstracción intelectual) es a través de alguna técnica ancestral del éxtasis, una actitud de receptividad interior a través de la ampliación de la conciencia. Es también lógico suponer que a veces, para enviar un claro mensaje en pos del equilibrio, la misma Imaginación –de forma semiautónoma– y aprovechándose de estados de relajación, receptividad, hipnagógicos, hipnopómpicos o de contemplación profunda en el ser humano (único lazo posible) nos sorprenda con fenómenos “psicoides”: ovnis, luces extrañas, abducciones, apariciones marianas, apariciones de “duendes”, “demonios”, “ángeles”, “deidades” y cualquier otro tipo de seres intermedios o daimónicos, que incluso puedan dejar algún tipo de “huella” física, casi siempre elusiva, ambigua, sujeta a diferentes y contradictorias exégesis (hemos tratado este tema en nuestro libro Los espíritus del aire, Viegas, 2018).
Del mismo modo, a partir de la antropología transpersonal, poco a poco se abandona la interpretación clásica de las danzas de la lluvia. Se había sostenido que estos ritos tenían la finalidad de hacer llover: sin embargo, esto no parece ser cierto.
Los nativos no hacían la danza para que lloviera, sino porque podían de este modo, en un estado especial de su conciencia, conectarse con la energía del medio ambiente, formar parte de él y celebrar la lluvia. No significaba un acto mágico, ni una súplica, sino sentirse uno con la Madre Tierra […] confirmar la armonía natural […] promover fenómenos energéticos de sincronización con el cosmos que rodea al humano, fenómenos muy similares a los que podemos vivir hoy en experiencias grupales ligadas al movimiento del cuerpo y a la música como, por ejemplo, los bailes grupales, el carnaval, los festivales y los recitales, las tribunas deportivas, ciertas ceremonias religiosas o las protestas multitudinarias. [Danzaban] porque presentían la lluvia […] celebrando la inminente lluvia […] Las danzas de la lluvia contenían estos elementos de “empuje”, de “arrastre”, de inicio artificial, en dosis pequeñas (lanzar agua, imitar truenos) que funcionarían para desencadenar la lluvia; no porque esta se deseara, sino porque es una parte “mía”, que puedo intuir y cuyo momento propicio estoy presintiendo. Por eso son danzas festivas, no rogativas, que incluyen el baile bajo la lluvia. El humano animista parecía conocer el momento exacto en que comenzaría la lluvia. (Monterroso, 2008: 144-154)
Huicholes, mayas, nativos malayos, cherokees, zuñis y demás pueblos han controlado con sutileza estos fenómenos de sincronicidad (como los han definido Jung y Pauli). Hemos reunido varios trabajos donde los académicos occidentales han sido testigos de la eficacia de tales ritos, mojándose conmovidos ante el despliegue final de la tormenta y la lluvia (Viegas, 2016: 161-174).14 La sincronicidad expresa en multitud de ceremonias “animistas” este nexo sobrecogedor entre materia y psiquis.