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Razón iluminista versus razón sensorial
ОглавлениеLa razón sensorial de las formas de conocimiento colonizadas da importancia a los cinco sentidos (sentir y vivir el mundo), sin diferenciar entre cosmología, cuerpo y cultura, de modo que cultura y naturaleza son una sola cosa (“culturaleza” es el neologismo elegido por Morin); el cuerpo no está disociado de los saberes, y el arte es parte de la vida y no una disciplina aparte, elitista, como en Occidente. Por su lado, los cuerpos se conciben como comunitarios y no individualizados, y participan de performances y redes de comunicación. La razón iluminista de la modernidad/colonialidad, por el contrario, es incorpórea y conceptual. Por más de quinientos años la ciencia y la razón “iluminaron” al mundo encubriendo su lado más oscuro: el colonialismo territorial económico-político-jurídico y luego su continuidad estructural en forma de colonialidad del poder, del trabajo, del género, de las identidades (ver cap. 6), de las formas de autoridad, de la epistemología (que estamos tratando aquí)… y de la naturaleza (ver cap. 7), tal como el giro decolonial ha ido revelando a través de autores como Walter Quijano, Franz Fanon, Aimé Césaire, Enrique Dussel, Edgardo Lander, María Lugones, Silvia Rivera Cusicanqui, Nelson Maldonado Torres, entre tantos otros.
“Cuerpos y tradiciones, racializados y discriminados en cuanto ejes de cognición y socialización, han resultado invisibles e ininteligibles” afirma María Antonieta Antonacci (2016: 471). “Utilizando y rechazando cuerpos y saberes de otros pueblos y culturas, la epistemología eurocéntrica asumió perfiles excluyentes que afectaron a colonizados y colonizadores en racialización de los Otros y de sí mismos”, agrega. A pesar de que la modernidad atravesó a casi todo el mundo, transformando el planeta a su paso, en sus pliegues y rincones se renovó un pensamiento intelectual fronterizo, desde la diferencia y la herida colonial, como también se escondieron y perpetuaron en forma subalterna, performances, memorias, lenguas no occidentales que –aunque insustentables para la epistemología hegemónica que solo discurre en inglés, francés y quizá alemán (como diría Walter Mignolo)– no desaparecieron, no murieron del todo, así como sobrevivieron al epistemicidio también, ciertas formas de conocimiento a través de EAC que bien podrían ser hoy útiles herramientas de rauda decolonialidad (el quid de este volumen).
Por ejemplo, una investigación llevada a cabo por el profesor de Educación Internacional y Desarrollo de la Universidad de Oslo Anders Breidlid en poblaciones xhosa de Sudáfrica concluye que, en zonas rurales, a pesar de la educación moderna y las epistemologías universalistas más el cristianismo impuesto, se conserva aún el “dialogo en sueños” (o sea, a través de EAC) con los ancestros, y las ofrendas tradicionales. Sin embargo, el avance de los fundamentalismos religiosos, a veces de la mano o en razón del extractivismo y el neoliberalismo, sobre todo en países que se sometieron pasivamente a los imperativos del nuevo gran capital transnacional, supone un peligro de extinción de los conocimientos, las técnicas y la espiritualidad originarias. Con bastante astucia por parte de muchos campesinos de Sudáfrica, el cristianismo, el islam y las religiones tradicionales se traslapan en varios puntos, y esto hace bastante fácil para una persona ser un cristiano o un musulmán convencido y, a la vez, incorporar en su vida elementos de las religiones tradicionales. La importancia de la comunicación con los ancestros –aunque limitada– sigue vigente. Como afirma un cristiano xhosa: “Nosotros hablamos con ellos [los ancestros] para que ellos hablen con el Señor…” (Breidlid, 2016: 117). La epistemología occidental junto con el colonialismo y sus reclamos universalistas sobre la verdad significaron el control sobre las epistemologías africanas que no tenían pretensiones universalistas y que fueron llamadas supersticiosas. Previo a la imposición de la cristiandad, la religión xhosa era un sistema integrado como el de cualquier otra religión formal y en él los ancestros destacaban como uno de los pilares más importantes. A pesar de las transformaciones, muchos xhosa continúan sacrificando, danzando, cantando y estableciendo comunicación con los ancestros, pero no tanto como antes. Esta tradición está estrechamente asociada con la finca, particularmente con el kraal de ganado (especie de corral), donde los cabezas de familia de la finca han sido enterrados, en la parte de atrás de la choza, y se convierten en imilondekhaya, guardianes del hogar (ibíd.: 131). Es decir, son protectores de los vivos y del lugar; no obstante, también enviarán desgracias para expresar su inconformidad acerca del mal comportamiento, o para llamar la atención sobre la necesidad de realizar un ritual. Los ancestros aún juegan un rol de cohesión y seguridad social, de resguardo de una estructura de ética y solidaridad, pero a medida que “los sueños” son abandonados por la Biblia sin más, las fincas pierden su centralidad, y las aldeas rurales entregadas a los monocultivos contaminantes a gran escala, para la voraz globalización, la conexión transpersonalista se perderá por completo, y con ella una sabiduría integral de moralidad, educación, espiritualidad, redes de subsistencia, sanación, arte y memoria.
Los pueblos africanos, afrodiaspóricos e indígenas tienen una visión del mundo, una concepción de cuerpo y una cultura articuladas. No fue cartesianamente fragmentada en reino animal, vegetal, mineral y humano. El ser humano es parte y se encuentra dentro de esos “reinos”. En esa visión cósmica el cuerpo no vive como una abstracción, está nutrido con saberes locales. Se expresa no por una razón letrada, instituida y documentada, sino por una razón sensorial que se manifiesta por audición, visión, vocalidad, tacto. Una cosmovisión donde cuerpo y cultura no se disocia de la naturaleza, ni divorcia el cuerpo de los saberes, es un cuerpo vivo, con memoria viva, archivo vivo, para diferenciar del archivo escrito, documental, letrado. Arte y vida como una unidad son también parte de esta cosmovisión. Desde 1630 Descartes sostenía que para llegar a un conocimiento absolutamente cierto de la verdad el hombre solo podría guiarse por la intuición evidente y la deducción necesaria. El método cartesiano era analítico, dividía los problemas en cuantas partes fuera posible para disponerlos según un orden lógico. Como el filósofo francés suponía a la razón más cierta que la materia, concluyó que eran entes separados y básicamente distintos. Por lo tanto, el concepto de cuerpo no incluía nada que perteneciera a la mente y el de mente, nada que perteneciera al cuerpo. Razón incorpórea, iluminista, separada del cuerpo. El cuerpo puede ser entonces mercantilizado, desmemoriado, desvalorizado, y precisa trabajar con conceptos. Para las culturas colonizadas, por el contrario, a contramano del cuerpo individual del mundo eurocentrado existía una concepción de cuerpo comunitario. No es el individuo el que sabe algo, el que conoce alguna forma de acción; es una comunidad la que conoce y posee un corpus de saberes comunitario, forjado como traductor de códigos. El propio cuerpo traduce esos códigos para el universo comunitario. Y sin afecto y emoción colectivos, los códigos son letra muerta. Ese cuerpo se expresa no en libros, documentos y textos, sino en performances corpóreas. El archivo preserva un documento escrito; en cambio, el repertorio preserva y promueve fiestas, performances, celebraciones, danzas, ritmos y –en el caso que nos interesa apreciar en este texto– estados ampliados de la conciencia dentro de específicas normas, con el conocimiento de las dosis correctas de plantas psicoactivas, dietas, ayunos, fases rituales, incubación de sueños lúcidos, organización de secuencias catárticas, receptivas, de introversión, extroversión, etc. Y estas diferentes performances también son comunitarias. A diferencia del uso individual que la generación beat y hippie de los años 60 en Occidente hizo, por ejemplo, del LSD, las culturas tradicionales siempre promovieron sus ceremonias grupales, o entre maestros y aprendices, dentro de un contexto cultural coherente y aceptado, que Occidente olvidó desde la destrucción del santuario de Eleusis en el 396. Finalmente, estas formas de saber producen redes de comunicación oral y visual (también se usan los otros sentidos) y pueden transmitir mensajes que aglutinan y comprimen multitud de significaciones a través de espacios muy lejanos y a través del tiempo, tal como veremos más adelante en tres ejemplos concretos.
Los cuerpos negros caracterizan un “sentir-vivir el mundo” como un auténtico repertorio vivo de memorias sin fronteras, dado que, a diferencia de la modernidad occidental y su razón iluminista, letrada, incorpórea, separada del cuerpo, abstracta, conceptual, que parcializa conocimiento y sospecha de la emoción, los sentidos y la subjetividad, no hay en el conocimiento tradicional una fragmentación entre cosmología, cuerpo y cultura. No existe la dicotomía de la modernidad (expandida mediante el colonialismo) entre naturaleza y cultura, cuerpo y saberes, arte y vida. El humano está integrado al reino de lo vegetal, animal, mineral y cosmos. Por tanto, los cuerpos comunitarios (distintos del individuo) pueden expresar saberes en forma de performances que también son comunitarias, creando redes de comunicación orales, a lo cual podemos llamar “razón sensorial”, dado que involucra visión, audición, olfato, vocalidad y tacto en forma sincrónica. Las filosofías africanas y de la diáspora afroamericana, como también las indoamericanas, poseen una prominencia de lo comunitario sobre lo individual, un equilibrio donde el individuo es por y para la comunidad: “Yo soy porque nosotros somos y viceversa”, y la dramatización es un soporte pedagógico adaptado a un contexto oral. La noción de persona tampoco puede disociarse de la palabra, ni de la cosmovisión o la divinidad. Las performances transmiten saberes y memorias corporales mediante una escritura coreográfica de cuerpos que sostienen historias inscriptas en los propios cuerpos y sus sentidos.
Al tomar la performance en serio, afirma Diana Taylor (2015), como un sistema de aprendizaje, almacenamiento y transmisión del saber, se permite ampliar aquello que entendemos por “conocimiento” y desafiar la preponderancia de la escritura en la epistemología occidental.
La expresión corporalizada ha participado en la transmisión de conocimiento social, memoria e identidad pre o posescrituraria. Por lo tanto, se hace imperioso tanto en estudios latinoamericanos como africanos descentrar el papel histórico de la escritura, introducida por la conquista como hegemónica, instrumento de poder y jerarquización colonial. Las grandes civilizaciones precolombinas tenían escrituras de pictogramas, jeroglíficos o nudos, pero esta nunca reemplazó a la enunciación performada. La escritura (un privilegio de pocos especialistas) era un estímulo a la performance, una ayuda mnemónica. En Mesoamérica hubo especialistas en escribir y pintar códices, pero también especialistas en exponer, memorizar a través de performances corporalizadas el contenido de dichos libros. Danzas rituales, funerales, códigos de colores, recitaciones sagradas son otras tantas formas de conocimiento mediante componentes no escritos. De este modo, a partir de la modernidad/colonialismo se da una escisión entre la hegemonía de la escritura y el archivo (mediante un material supuestamente considerado más duradero: textos, documentos, edificios, huesos) y un repertorio (prácticas corporalizadas, habla, danza, ritual, deporte, gestos, cantos, movimientos) que también permiten rastrear tradiciones e influencias, dejar y encontrar un sentido intacto, y –como ya hemos dicho– también generan, registran y transmiten conocimiento, trascendiendo límites espacio-temporales. El Occidente moderno ha hegemonizado la idea de que solo la escritura es igual a memoria y saber. Sin embargo, el repertorio amplía el archivo tradicional… en realidad ambos interactúan y pueden estar mezclados, pero la academia occidental relega el repertorio a un mero conjunto del pasado, siendo supuestamente mucho más eficaz el archivo en separar “conocimiento” de “conocedor” en tiempo y espacio. El historiador haitiano Michel-Rolph Trouillot, autor de la insoslayable Silenciando el pasado: el poder y la producción de la historia–, también ha cuestionado este “poder del archivo” (usado como poder colonial dentro de un paradigma moderno), proponiendo adoptar nuevas fuentes históricas –imágenes, ritmos, oralidades y corporalidades– como actos vitales de transferencia de expresiones y pensamiento simbólico.
Respecto de la eficacia de estos instrumentos orales, visuales y corporales para transmitir saberes a través de distancias y temporalidades, hay miles de ejemplos en la misma diáspora atlántica afroamericana, y en las formas de preservar conocimientos de modos encubiertos y disimulados por parte de los pueblos originarios americanos colonizados. No obstante, tomaremos de María Antonieta Antonacci (2017) tres formidables ejemplos empíricos.
El primer ejemplo que ofrece Antonacci es el de la epopeya Rabicho de la Geralda, de 1792, una literatura de cordel, o folletín de cuerda,17 que narra la saga o canto oral –de autoría anónima– sobre el buey fuera de control (representación del esclavo díscolo), registrada por José de Alencar en Quixeramobim (Ceará, Brasil), configurando rastros y astucias de un africano esclavizado perseguido por vaqueros. Al estudiar profundamente este relato –recordemos: de procedencia oral, colectiva y sin autor conocido, pero raramente fechado en 1792–, Antonacci pudo descubrir que estos esclavos de Ceará tuvieron noticias de la revolución haitiana, que había comenzado un año antes, en 1791, a partir de dichas redes de comunicación orales y performativas.18
El segundo ejemplo es el relato de Henry Stanley en 1890 durante la colonización del Congo, donde describe a los africanos emboscados como monos y leopardos en árboles y plantas, y enroscados como serpientes en el suelo. Los animales son portadores de astucia y el invasor blanco distinguió claramente la metáfora visual y las performances de los defensores de su territorio, en cuya cosmovisión no había diferencia entre cuerpos, saberes, naturaleza y cultura:
El 18 de diciembre, para cúmulo de nuestras desgracias, estos caníbales intentaron con gran esfuerzo destruirnos, unos encaramados a las ramas de los árboles más altos que dominaban la aldea de Vinja Ndjara, otros emboscados como leopardos entre las plantas o enroscados como serpientes en las cañas de azúcar. (Stanley, 1890, citado por Ki-Zerbo, 2002: 83)
La descripción y el año son datos excepcionales, ya que se trata de la segunda fase de colonización mundial, cuando se expande el mundo eurooccidental especialmente sobre África. En 1885 se reúne la Conferencia de Berlín, donde las potencias europeas frente a un mapa de África se reparten tajadas de territorios y se comprometen a tomar efectiva posesión de las tierras arrancadas y adjudicadas en un plazo de cinco años. El famoso e inicuo rey belga Leopoldo II contrató al explorador Henry Stanley para que se apropiase del Congo. Estamos justo al término del plazo aludido, 1890, y la crónica muestra en todo su rigor la confrontación entre las dos visiones: la europea, que ya había separado naturaleza y cultura, mente y materia, por lo menos hacía 250 años, y la africana, donde aún continuaba la visión de integralidad cósmica. Los animales son imitados en cuanto símbolos naturales de diferentes sagacidades, virtudes y ardides, para los africanos de aquella época. Stanley percibió nítidamente que de algún modo emulaban a los monos en los arboles más altos, repetían las técnicas observadas en los leopardos tras las plantas, se escondían reptando como serpientes entre los cañaverales. Un auténtico enfrentamiento abismal entre el mundo europeo y el africano.
El tercer ejemplo ofrecido por Antonacci también sorprende: la xilografía de Lucas de Feira en Bahía, Brasil. Lucas era un esclavo de una hacienda de Feira de Santana, estado de Bahía, que en 1824 huyó y comenzó a robar cabritos, cerdos y gallinas para alimentar a un grupo de otros esclavos cimarrones como él, es decir fugitivos libres, que vivían organizados en una de las aldeas llamadas quilombos. En 1848, a partir de una recompensa gubernamental, Lucas fue denunciado, atrapado, preso, juzgado, asesinado y descuartizado. Surge una literatura de cordel, como la ya mencionada, de carácter oral, y en uno de estos folletos, llamado ABC de Lucas de Feira, aparece una xilografía impresa, es decir, realizada con habilidad táctil y a través de la madera. Allí, otros esclavos afrodescendientes expresaron el cuerpo de su compañero desmembrado a través de un ser híbrido, erguido, de pie, bípedo y avanzando (humano) que une los miembros de animales de tierra, aire, agua y fuego –los cuatro elementos tradicionales–: cola de escorpión (tierra), tronco de serpiente (tierra, agua), cabeza de ave (aire), con su instrumento de trabajo en la mano, un martillo (mineral/vegetal), vociferando a través de palabras que se transforman en fuego y humareda. Es un dragón humano que denuncia y su lengua es una flecha como la de la serpiente de cascabel; concepción integral de cosmos, cuerpo y cultura. Esa figura tuvo un gran impacto y circuló en la literatura oral de cordel hacia 1849, y más de cien años después, en 1967, un artista de Bahía, Lênio Braga, retoma la imagen en un mural callejero. En 1969 el cineasta Glauber Rocha dirige una película llamada El dragón de la maldad contra el santo guerrero, retomando esa imagen draconiana, camaleónica y ambigua, que no es otro que la deidad africana Eshú. Este film, proyectado durante el auge de la dictadura militar brasileña, denunciaba el racismo de la estructura sociopolítica y económica del país. De modo que la imagen de Lucas circuló por diversos lenguajes y lugares de memoria: oral, visual, rítmica y letrada del cordel, mural popular, y finalmente cinematográfica, durante casi doscientos años, actualizando el mismo mensaje, la deshumanización y desigualdad de un sistema económico, político y también epistémico colonial, que nunca cambió demasiado, revelando la eficacia del repertorio que contradice la visión racista eurooccidental.
Acertadamente Edgar Morin (2006) ha planteado una “futura metapanepistemología, no solo referida al conocimiento del conocimiento científico, sino a conocimientos diferentes de los occidentales”, desprovista de fundamento y muy abarcativa. Pero esta metapanepistemología no puede desconocer los EAC en sus diferentes modos, niveles, grados, formatos e instancias, dado que como hemos visto no solo están asociados al plano simbólico/mitológico/mágico/religioso/representacional/evocativo/ideológico/creencial, como también lo están el pensamiento del Homo sapiens en el estado de vigilia “normal” y común, e incluso a un plano de resolución de necesidades prácticas, un plano instrumental, comunicativo (decisiones sobre los cultivos, huertos, cosechas, curación de enfermedades, obtención de información sobre el mundo natural), generalmente asociado en nuestra cultura a la vigilia racional. Si el “doble pensamiento mythos-logos” enfatizado por el pensador francés se da al mismo tiempo en el estado de conciencia que Occidente considera válido, también se da en todos los otros estados de conciencia que han sido aprovechados por el mundo colonizado, desde el chamanismo indoamericano y oceánico, las prácticas extáticas y cosmovisiones africanas hasta las filosofías orientales.