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Introducción

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En 1492, Cristóbal Colón, un miembro de la Europa latino-germánica, descubre el Atlántico, conquista Amerindia y nace así la última Edad del Antropoceno: la modernidad, produciendo además una revolución científica y tecnológica, que dejó atrás a todas las civilizaciones del pasado, catalogadas como atrasadas, subdesarrolladas y artesanales y que hoy denominamos el “Sur global”; y esto hace solo quinientos años. La conciencia del nuevo ego europeo produjo una revolución científica en el siglo XVII y una tecnológica en el XVIII, habiendo desde el siglo XVI inaugurado un sistema capitalista (a costa del saqueo del oro, la plata y otros recursos americanos) con una ideología moderna eurocéntrica, colonial. Porque esa Europa, que de su encierro atrasado medieval salió al Atlántico Norte, se convirtió –desplazando a los avanzados mundos árabe, africano, inca, maya, azteca y chino– en el centro del “sistema-mundo” (hasta hoy: solo hay que recordar a qué zona refiere la sigla OTAN, la Organización del Tratado de Atlántico Norte) gracias a la violencia conquistadora de sus ejércitos que justificaban su derecho de dominio sobre otros pueblos y violencia patriarcal como su dios. Como culminación, el europeo se situó como explotador sin límite de la naturaleza (Dussel, 2020). Sin embargo, los valores positivos de la modernidad, que nadie puede negar, se encuentran corrompidos y cuestionados por una sistemática ceguera de los efectos negativos de sus descubrimientos y sus continuas intervenciones en el mundo natural, a la vez que de su alejamiento de la fuente imaginal a la que solo puede accederse mediante regladas ceremonias en estados ampliados de la conciencia (EAC). El desprecio por el valor cualitativo de la naturaleza –a la que se consideró una máquina, cosa extensa, mecanismo de relojería, puramente cuantificable, dominable, sumisa, desarmable y explotable– no solo ha llevado al atolladero ecológico actual, sino que esto ha sido posible al imponer un modo de conocer dualista, materialista, reduccionista, centrado en un logicismo racionalista a ultranza, y especialmente fundado en un entramado monofásico, es decir, validando un solo estado de conciencia, el de la vigilia, ocultando, persiguiendo, y exterminando los saberes otros apoyados en el mito, el arquetipo, la performance y particularmente la contemplación, la meditación, y las mil y una técnicas arcaicas del éxtasis, incluyendo los enteógenos, al punto de desconectarnos completamente del alma del cosmos, el mundo interior/exterior de la imaginatio transpersonal, creadora, fraterna, femenina, colectiva, daimónica, que con cierta frecuencia conectaban los sabios de la antigüedad, y sus herederos actuales no completamente alcanzados por el genocidio, etnocidio, epistemicidio y ecocidio moderno/colonial.

En todas las secciones del presente ensayo, cuando nos referimos a “espiritual”, “transpersonal”, “transpersonalista”, “EAC”, nos estamos limitando exclusivamente al concepto “enteógenos” en el sentido original de los creadores del neologismo,1 y a sus técnicas y contextos rituales tradicionales, así como al resto de similares sistemas sin uso de enteógenos. En ningún momento estaremos haciendo referencia a estupefacientes y estimulantes, al uso recreativo, lúdico o sin objetivos de drogas –al estilo occidental individualista moderno y posmoderno–, y mucho menos a las profanaciones mercantilistas occidentales de sustancias vegetales como el tabaco, la coca y en cierto sentido el cannabis, en sus varias “mala praxis” (Mabit, 1997; Mabit y Giove, 2010) que suelen originar las adicciones graves, el gran drama de las sociedades del capitalismo occidental, y una de las tantas consecuencias negativas del veto moderno/colonial de la dimensión espiritual, y de la perspectiva vegetalista en sus cuatro ideologías principales: cristiandad2 institucional teísta de mediación indirecta, decadente, opresiva, aristocrática, formalista y administradora de su propio poder; el conservadurismo y el liberalismo iluminista, positivista, racista, y el marxismo-leninismo ortodoxo, materialista, totalitario, vulgarizado dogmáticamente, seudocientífico y seudomesiánico, que en su aplicación práctica y brutal contradijo gran parte del pensamiento humanista del propio fundador, en el cual se advierte igualmente la matriz laicizada de la judeocristiandad y la matriz “mitificada” del evolucionismo positivista. El mismo Friedrich Engels (citado por Papaionnaou, 1967) advirtió en su tiempo proféticamente que dichas desviaciones podrían darse sobre todo en la “Santa Rusia” donde “la revolución se vuelve una especie de Virgen María, la teoría, una religión y la actividad en el movimiento, un culto”. Hoy llamamos a eso “sustitución simbólica” a pesar de que durante gran parte de los siglos XIX y XX el símbolo y el mito pretendieron ser devaluados y desestimados.

El mérito del giro decolonial y su pensamiento de desprendimiento “fronterizo” (desde la década de 1990 sobre todo y a través de autores como Enrique Dussel, Aníbal Quijano, Immanuel Wallerstein, Walter Mignolo, Ramón Grosfoguel, Boaventura de Sousa Santos, Abdelkebir Khatibi, Emmanuel Chukwudi Eze, Dipesh Chakrabarty, Chandra Mohanty, María Lugones, Gayatri Spivak, Sara Salem, Kimberlé Crenshaw, Rita Segato, entre otras y otros) es alejarse de los críticos posmodernos (que ejercen su crítica desde el eurocentrismo universalista) y hacer visible que la modernidad y su paradigma epistémico es la cara de la moneda que encubre su lado complementario y oscuro, el colonialismo (primero jurídico-político de ocupación territorial y luego la “colonialidad” del poder, el ser y el saber como estructura “invisible” o más sutil) que procuró dominar y controlar mediante el principio estructurante y organizador del racismo/sexismo el trabajo y sus diversos modos de explotación y coerción, el género, la sexualidad, la identidad (ya no existen identidades premodernas), las formas de autoridad y jerarquización social y finalmente la misma naturaleza, en un sistema global moderno-colonial-cisheteropatriarcal-eurocéntrico-urbanocéntrico-cristianocéntrico-pueridolátrico, basado en ejes ideológicos materialistas-dualistas-reduccionistas y sobre todo (agregamos nosotros) firmemente monofásico (en su modo de conciencia).

El mérito del “transpersonalismo” es haber redescubierto para esa modernidad occidentalista la relevancia de los sistemas de conocimiento, terapia y espiritualidad, basados en los EAC que aún no habían sido arrasados por completo por el colonialismo, a partir de las “observaciones involucrantes” de muchas figuras intelectuales, académicas, viajeros a la India, las selvas y periferias indígenas, escritores y “gurúes del LSD”,3 casi todos del Norte global (Aldous Huxley, Alan Watts, Michael Harner, Robert Gordon Wasson, Richard Evans Schultes, Albert Hofmann, Timothy Leary, Ram Dass, John C. Lilly, Terence y Dennis McKenna, Stanislav Grof, Ralph Metzner, Joan Halifax, Charles Laughlin, Edith Turner, Holger Kalweit, Christian Rätsch, Huston Smith, Claudio Naranjo, Ken Wilber, Stanley Krippner, Charles Tart, Bert Hellinger, entre otras y otros) que en una época de cuestionamiento al orden establecido y contracultura (las revolucionarias décadas de los 60 y los 70) accedieron a una cantidad de experiencias y descubrimientos que (más allá y fuera del uso indiscriminado del underground) cristalizaron y se desarrollaron en nuevas visiones teoréticas, adaptaciones terapéuticas y subdisciplinas, como el “movimiento del potencial humano”, las psicologías integrales y transpersonales, las terapias “holotrópicas”, la antropología de la conciencia, las ecologías profundas, la etnomicología, la etnobotánica enteogénica, la neuroteología, los estudios neuropsicofarmacológicos de las experiencias espirituales, los neochamanismos y las aplicaciones occidentalizadas de ancestrales métodos como el aislamiento y la privación sensorial (tanque de flotación o aislamiento), posturas corporales y respiraciones yóguicas (posturas del Cuyamungue Institute, respiración holotrópica u holorénica), sufismo y budismo tibetano (eneagrama, uso de mandalas), que a veces se cruzaron de un modo muy provechoso con la mitología arquetípica transcultural y con las hermenéuticas de lo sagrado y lo simbólico (Círculo Eranos), las teorías sistémicas, la fenomenología o el posestructuralismo, que habían nacido décadas antes.

Extrañamente, no ha existido un cruce entre las dos corrientes que dan título a este libro (heterogéneas en sí mismas, vale aclararlo), lo que intentaremos aquí.

Este ensayo pretende restaurar las ceremonias tradicionales de EAC en su rol vital para la época que transitamos, analizándolas desde su efecto “decolonizador” de los paradigmas modernos, particularmente aquellos opresores epistémicos, subjetivos e identitarios.

El transpersonalismo, generalmente desde un locus de enunciación ubicado en el Norte global, carece de la herida y la “diferencia” colonial, también de cierto compromiso político con el conocimiento del que es tributario, que va desapareciendo aceleradamente del mundo, y tal vez deba sacudirse algunos esquemas eurocéntricos. En algunas de sus variadas formulaciones incluso –muy del talante anglosajón–4 suelen caer en el popurrí de “los psicodélicos”, preocupándose aparentemente solo por la sanción de garantías legales a la pura experimentación psicoquímica científica y particular (cuando no apostando por el nuevo negocio capitalista psicodélico-farmacrático-tecnológico) relegando o restringiendo las raíces etnoepistémicas y espirituales originarias, asociadas a las “sustancias” o “técnicas” psicoactivas.5 Por otro lado, el llamado “giro decolonial”, que en las últimas décadas ha irrumpido fuertemente en la filosofía y las ciencias sociales y humanísticas, ha trabajado una serie de temas en los que los enteógenos y las experiencias transpersonales casi no han sido advertidos en su justa y crucial relevancia. La mayoría de los intelectuales decolonialistas no han tenido fuertes, sostenidas y profundas experiencias subjetivas con ceremonias chamánicas, sesiones enteogénicas o disciplinas espirituales y transpersonalistas. Algunos de ellos poseen un exiguo ejercicio de la razón sensorial, o del “sentipensamiento” ampliado, expandido, común en la vivencia de los Otros conocimientos y filosofías “polifásicas” de la conciencia.

Entendemos transpersonalismo desde dos acepciones: por un lado, el término se refiere a un movimiento que surgió en la ciencia desde la década de 1970 (especialmente en la psicología, la antropología, la etnobotánica y la ecología) que busca el reconocimiento de los datos de experiencias que, en cierto modo, van más allá de los límites normales de la conciencia de ego. En su libro Beyond Ego, Roger Walsh y Frances Vaughan utilizan el término “transpersonal” para “reflejar los informes de personas que practican diversas disciplinas de la conciencia, que hablan de las experiencias de extensión de una identidad más allá de la individualidad y la personalidad”. Así, la psicología transpersonal fundada por Stanislav Grof, o la psicología integral de Ken Wilber, además de reconocer tales datos buscan ejercer terapia sobre la base de estados expandidos de conciencia, y llegar a los aspectos más profundos de la psiquis que quizá no resulten tan adecuados mediante otras escuelas o metodologías, por ejemplo, el psicoanálisis. La antropología transpersonal, por su parte, es simplemente el estudio intercultural de los aspectos psicológicos y socioculturales de las experiencias transpersonales. Charles Laughlin (uno de los “padres” de la subdisciplina –la “madre” podría ser Edith Turner–) la ha definido como “la investigación de la relación entre la conciencia y la cultura, la investigación de los estados alterados de la mente y la investigación sobre la integración de la mente, la cultura y la personalidad” (Campbell y Staniford, 1978: 28). Ello abarcaría como método de acercamiento aquello que William James (1976: 22; véase también Taylor, 1993) llama “empirismo radical” y que nosotros hemos denominado “observación involucrante” (Viegas y Berlanda, 2012; Viegas, 2016). Para ser radical, un empirismo no debe admitir dentro de sus construcciones ningún elemento que no esté directamente experimentado, ni excluir de ellas cualquier elemento que esté directamente experimentado. Tanto es válida la introducción en otros estados alternativos de conciencia bajo las reglas de la cultura que se desea estudiar como incluir en los informes etnográficos aquellos episodios “anómalos” que puedan surgir como consecuencia de la participación en dichos estados. Por último, la “ecología profunda” (Arne Naess y otros) es una rama reciente de la filosofía ecológica que considera a la humanidad parte de su entorno, y propone cambios culturales, políticos, sociales y económicos para lograr una convivencia armónica entre los seres humanos y el resto de los seres vivos. Algunos de sus postulados han surgido mediante experiencias intuitivas de contemplación acentuada, de trances y de inspiración en el budismo. Incluso más cercanos al movimiento “transpersonalista” se han acuñado términos como “ecodelia”, “ecoespiritualidad” o “ecopsicología”, es decir, un sentir ecologista que parte de las experiencias directas con disciplinas de la conciencia y/o “psicodélicos” (David Luke). Dentro de este amplio campo multierudito también se congregan muchas otras disciplinas que estudian los efectos de los enteógenos y las prácticas meditativas y extáticas (neurociencias, química, biología) y una serie de escritores, filósofos y “gurúes” que desde muy diversos campos forman parte de una especie de “comunidad internacional” centrada en las sustancias psicoactivas y los “estudios de la conciencia”. Entonces, tenemos por un lado “transpersonalismo” como una categoría que se refiere a las disciplinas transpersonalistas (psicologías profundas, antropología de la conciencia, ecologías profundas y la comunidad de ensayistas “psiconautas” e investigadores de los EAC desde las ciencias duras). También usamos “transpersonalismo” en ocasiones para referirnos a las experiencias en sí mismas: conciencia unitiva o de unicidad, sueños lúcidos, experiencias pico, meditativas, fuera del cuerpo; yóguicas, místicas, anómalas, la trascendencia del sí mismo, la sacralización de la vida cotidiana, la identificación con los reinos animal, vegetal, mineral; el “contacto” con seres arquetípicos, espirituales, ultradimensionales, mitológicos, etc., incluyendo por supuesto experiencias más sutiles, no tan “dramáticas” pero no por ello menos transpersonales. Como las diferentes culturas fomentan el desarrollo de la cognición del sí mismo con relación a distintos ámbitos o dominios de la experiencia, lo que constituye una experiencia transpersonal en una cultura puede no serlo en otra. Por lo tanto, el sueño lúcido puede ser una experiencia transpersonal para un sueño comúnmente empobrecido en el ego eurocéntrico, pero no será así para un aborigen australiano que ha crecido hasta comprender que el dream time o tiempo del ensueño es la realidad última, y que los sueños y los trances son un importante dominio del mundo de la vida cotidiana.

Entre los fenómenos “transpersonales” más investigados en la historia de la antropología religiosa y médica se encuentra por supuesto la “medicina tradicional”, término que usaré aquí, y que empleo muchas veces en mi actividad docente universitaria –sobre todo cuando se trata del Posgrado de Medicina Tradicional Indoamericana en Facultad de Medicina (UNR) y la Diplomatura de Estudios Avanzados en Medicina Tradicional y Cosmovisión Indoamericana en Facultad de Humanidades (UNR)–; sin embargo, tengo claro que aquel término es también una etiqueta occidental, probablemente errónea, para englobar muchas prácticas ritualistas, que no solo ejercen actividades de tipo terapéutico, sino también adivinatorias, psicopómpicas, de consejo psicoespiritual o religiosas, de restablecimiento del equilibrio al no cumplirse normas sociales, para mantener la ligazón con el mundo de los antepasados, para alejar a los espíritus negativos, de prácticas funerarias y agrícolas, de conservación de mitologías, para la recuperación de objetos perdidos, guía de caza y pesca, “limpieza” espiritual de casas, lugares, personas, de “magia” amorosa, de hechicería, de relaciones con el clima (¿meteorología tradicional?) y el cielo (etnoastronomía), etc., al menos en sus expresiones más ideales. Tanto “medicina tradicional” como “chamanismo” han sido categorías criticadas por insuficientes, inadecuadas, ilusorias, insípidas o erróneas (Geertz, 1966, 39; Holmberg 1983, 41; Martínez González, 2009). Atento a ello, aunque utilizo ambas, otras categorías similares y también ciertos nombres específicos en las lenguas indígenas, siempre pienso en estas categorías en un sentido amplio o plural, refiriéndome, en suma, a una diversidad de personajes ritualistas con funciones válidas y comprensibles en los particulares contextos simbólicos, culturales y de sistemas de creencias en los cuales se insertan históricamente, que tienen la capacidad psicobiológica de trance o éxtasis, pero estos no agotan o reducen totalmente los fenómenos y funciones que representan y que generalmente se encuadran –con grandes variantes– en matrices epistémicas perspectivistas, analogistas, animistas (no en la concepción peyorativa de Tylor), daimónicas, integrales, holísticas, holotrópicas, plenas de comprensión directa y recursos respecto de la imaginación simbólica y, por eso mismo, opuestas a las ideologías de la modernidad-colonialidad que inauguró y aún sostiene el actual sistema-mundo.6 Desde mi punto de vista, pensar estas categorías de forma amplia y con atención particular, no se contradice con las búsquedas de elementos comunes, transpersonales y transculturales, propios de una psique objetiva, inconsciente colectivo, anima mundi, mana, o de un componente sagrado ínsito en el ser humano (Eliade, Jung, Corbin, Círculo Eranos, etcétera).

En los últimos cincuenta años el “movimiento transpersonalista” en su conjunto ha brindado a la ciencia y a la cultura occidentales un impresionante bagaje de conocimientos y prácticas terapéuticas; sin embargo, más allá de los datos, como red muy amplia y diversa de disciplinas –decíamos al comienzo que en gran parte asociado a un lugar de expresión situado en el Norte global–, mantiene su crítica a los valores más dañinos de la modernidad, sin experimentar sus principales adalides intelectuales la “herida colonial” que sí experimentamos en el Sur global quienes nos movemos en un espacio de colonialidad del saber y del poder. El movimiento ha llegado indudablemente a presentar una filosofía ética y, en algunos casos, un compromiso político mayor, basado justamente en su pericia dentro de los mundos de la alterconciencia, sin llegar a ligarse a las posturas decoloniales. Los representantes neurocientíficos de este vasto y ecléctico espacio dedicado al estudio de la conciencia transpersonal han realizado increíbles descubrimientos sobre las bases bioquímicas de los EAC, sin embargo –por su propia especialidad–, son quienes menos toman en serio las interpretaciones de los pueblos originarios, y los más reduccionistas en su saber hegemónico y parcializado. Se diría que solo buscan y ven las formulaciones más materialistas y los aspectos más empíricos de la experiencia espiritual, sin incluir su posible validez con toda su subjetividad.

Por su parte, el llamado “giro decolonial” ha trabajado sobre decolonizar el feminismo occidental blanco de clase media y ha estudiado la decolonización de la justicia de género, particularmente el sentido de persona extendido a la comunidad, el entorno y el medio ambiente, el derecho a reparaciones comunitarias por delitos personalísimos como violaciones, el derecho al territorio y entorno sanos como parte de los derechos de género, etc… pero poco y nada se ha explorado acerca de la raíz última de estas expresiones cosmovisionales y culturales en los estados expandidos de la conciencia. Los filósofos y cientistas sociales adscriptos a la mencionada corriente han analizado la bioética principialista, las metodologías del archivo y la patrimonialización, las lógicas de la escritura hegemonizante, el reto de decolonizar la universidad, la geopolítica internacional, la ciudadanía, y en general, cómo decolonizar la epistemología; sin embargo, no se ha prestado atención suficiente, o directamente ninguna, a las formas epistémicas que incluyen otros niveles y grados de ampliación de la conciencia. Se ha intentado rescatar, dentro del amplio espectro de las performances, la canción, el ritual, las prácticas curativas o el “éxtasis religioso” como una forma de lograr mayor legitimidad y “justicia cognitiva” (según el concepto de Boaventura de Sousa Santos), pero de un modo superficial, sin profundizar en el conocimiento mediante EAC, y sin advertir que dichos estados como formas epistémicas válidas no solo son formas “no modernas” (que no “premodernas” por supuesto) sino, además, aplicadas al actual mundo que se debate entre la modernidad aún vigente en el sentido común, y la posmodernidad vacilante, como una extraordinaria herramienta de decolonización mental.

Y cuando decimos que se trata de una extraordinaria herramienta, tampoco pecamos de ingenuos o ilusos. Los enteógenos y sus normas rituales milenarias poseen en sí mismos el potencial epistémico decolonial o decolonizador; no obstante, no existiendo a la par el misterio, la ceremonia, una correcta predisposición y contexto y una auténtica transformación emocional, no es suficiente para que dicho potencial se despliegue. Probablemente el sujeto reafirme sus presupuestos anclados en ideologías de la modernidad.

Es por eso que en los misterios eleusinos, un rito urbano de la antigua Grecia que performaba un mito agrario a través del uso de un potente enteógeno llamado ciceón era tan importante el misterio: la prohibición de manifestar lo que allí ocurría, el secreto de ciertos detalles (aunque al parecer también ocurrieron profanaciones en algún momento de sus dos mil años de historia), la inocencia y el temor reverencial con los cuales se llegaba al rito, así como la propia ceremonia, la procesión y las diferentes fases simbólicas por las que se debía atravesar. Incluso cuanto más numeroso y masivo se volvió, hubo necesidad de adosar otras preparaciones previas, como los denominados “misterios menores”.

El contexto actual –con la hegemonía del capitalismo, el heteropatriarcado y la colonialidad del poder y del saber– rápidamente convierte a los nuevos ritos enteogénicos actuales en parodias –o al menos este es un riesgo probable y observable– en cuanto existirá transformación epistémica llevada a la práctica por algunos, mientras que en otros el set y el setting (o su carencia) llevarán a un leve tambaleo de las estanterías modernas y posmodernas, sin afectar posteriormente un camino racional y vivencial de cuestionamiento y deconstrucción teórico-práctica del modelo previo.

Podríamos sugerir la siguiente fórmula: el mayor despliegue decolonizador se producirá cuando a los enteógenos (y otras técnicas) se sumen el know how originario, la ceremonia o el rito, cierto misterio, y el set-setting transformador que incluye el tiempo necesario para integrar y reflexionar cada experiencia.

A pesar de aquellos obstáculos, a lo largo de esta obra intentaremos mostrar que es mejor que existan estos neorritos urbanos de inspiración chamánica en el Occidente capitalista –con todos sus problemas y dificultades– que el hecho de que no existan, puesto que aun con todos los riesgos, los errores y las consecuencias negativas de esta difusión cultural, y aunque sin alterar el orden establecido, un porcentaje no menor de personas se acercará a una catálisis potencialmente decolonizadora, vivenciando profundamente en un contexto adverso rastros de una antigua sabiduría y cosmovisión, una old age (lo contrario de la new age) y semillas de una esperanzada “transmodernidad” (según la categoría acuñada por Dussel). Así como somos prudentes respecto de la “decolonización mental”, tampoco caemos en apologías infantiles sobre los sistemas chamánicos y “neochamánicos”. Teniendo en cuenta fenómenos tan complejos, simplemente buscamos un acercamiento entre corrientes que se encaminan tal vez a una misma búsqueda, ambas a partir de lo que podríamos llamar “crisis epistémicas” (Lloyd-Mayer, 2010: 153). Y todo ello sin desconocer los efectos mentales indeseables en nuestro sustrato socioeconómico y cultural de ciertos usos de determinados compuestos enteogénicos, como la inflación del ego, el narcisismo espiritual (mesianismo), el desvío espiritual, el materialismo y el comercio “espiritual”, la adicción ritual y las obsesiones. (Frecska, 2018).

Además de sumergirnos en la vinculación entre los EAC y el conocimiento moderno, el materialismo y el dualismo, el género, el heteropatriarcado, la violencia y el ecocidio, también intentaremos demostrar de qué modo las cuatro ideologías (cuestionadas) de la modernidad, señaladas por el semiólogo Walter Mignolo o el sociólogo Boaventura de Sousa Santos –cristiandad, conservadurismo, liberalismo y marxismo ortodoxo–, han perseguido con saña justamente el uso epistémico y terapéutico de los rituales basados en esferas transpersonales de la conciencia.

Abril de 2020

Durante la cuarentena obligatoria en medio mundo por la pandemia de covid-19 (para algunos, el jaque final a la modernidad producido por un agente infeccioso acelular microscópico)

1. Etimológicamente, “dios dentro de uno”. Son sustancias vegetales psicoactivas que cuando se ingieren proporcionan una experiencia divina, un éxtasis beatífico, espiritual, introspectivo, reverente o trascendente en un contexto ritual (médico, terapéutico, religioso, profético, etc.) normado según cada cultura. El clasicista Carl A. P. Ruck, y los etnobotánicos Jonathan Ott y Robert Gordon Wasson, entre otros, propusieron esta expresión en 1979 en el Journal of Psychedelics Drugs, 2 (1-2). Se busca así reemplazar los siguientes equívocos términos: “alucinógenos” (conlleva la asociación con una patología psiquiátrica e impone un juicio de valor sobre la naturaleza de las percepciones alternativas), “psicotomiméticos” o “psicomiméticos” (igualmente inadecuado puesto que significa “que imita estados psicóticos”, lo cual no solo no puede significar “espiritual”, sino que además es falso), “psicodélico” (propuesto originalmente por Humphry Osmond, significa “que manifiesta la mente” , lo cual es correcto, pero se trata de un término del cual se abusó en la década de 1960, popularizado por Timothy Leary, y de algún modo asociado al hippismo y al escapismo de la subcultura pop de aquella era), “narcótico” (lamentablemente aún usado en la arqueología tanto como “alucinógeno”, significa “que induce al sueño”, lo cual puede ser cierto en el caso del opio, pero no en la inmensa mayoría de los enteógenos). Otras denominaciones que encontramos en antropólogos como Carlos Martínez Sarasola y Luis Eduardo Luna son “plantas maestras” o “plantas sagradas”, cada una con su propia especificidad. Algunos ejemplos de “sustancias enteogénicas” son la Amanita muscaria; las solanáceas como belladona, beleño, mandrágora, cannabis, cornezuelo del centeno, diferentes especies de daturas, iboga, yopo, vilca o cebil, ayahuasca, floripondio, peyote, hongos psilocibios, san pedro o wachuma, ololiuqui, rapé de virola, chiric-sanango, salvia divinorum o hierba de la virgen, jurema, lirio azul, quiebraarado amarillo, sinicuichi o hierba de la vida, ruda siria, keule, etc. Un caso particular es el tabaco en grandes dosis o mezclas. Cabe aclarar que la mayoría de las culturas combinaron enteógenos con otras prácticas de ampliación de conciencia (o solo usaron estas últimas): ayunos prolongados, meditación, posturas corporales, exposición al calor o frío extremos, contemplación y oración profundas, autosacrificios y ordalías, danzas pautadas, uso de máscaras, aislamiento sensorial, sueños lúcidos, respiración holotrópica, sonidos, recitaciones, cantos y ritmos monótonos, arte abstracto pautado para la concentración, modificaciones cognitivas y emocionales, hipnosis y relajaciones dirigidas, etcétera.

2. Tomamos de Enrique Dussel la diferenciación entre cristiandad y cristianismo. En nuestro caso el primer término refiere a la cristiandad colonialista e imperial, asociada a la idea del “Cristo Rey” en lugar del Jesús pobre nacido en un miserable pesebre, y por tanto institución aristocrática, vinculada a los sectores de poder (en su período de expansión americana, a los ejércitos de los reyes de España y Portugal). También a veces usaremos el concepto asociado al actual evangelismo neopentecostal de derecha, que si bien arraiga entre los sectores más desfavorecidos y marginales de Latinoamérica, desplazando al catolicismo y a lo poco que queda de chamanismo indígena, defiende paradójicamente los valores de las capas más adineradas, racistas y heteropatriarcales de estas desiguales sociedades. Nos referimos a un cierto evangelismo tan depredador y extractivista como la industria forestal, o la petrolera, con la que suele llegar, y a un neopentecostalismo intolerante, inquisidor y epistemicida que está forzando la desaparición total de los últimos sistemas chamánicos en sitios marginales. Seguramente debe hacerse una excepción con algunos evangelismos indígenas –como en el caso qom (toba)– que, tras ser asimilado luego de presiones, matanzas y milenarismos, fue adaptado a la propia cultura, y cuyos pastores indígenas no solo conviven con chamanes, sino que buscan el trance con danzas, alabanzas colectivas, incubación de sueños lúcidos o transpersonales, etc. No es raro encontrar, asimismo, p’ioGonak (chamanes qom) que curan usando la Biblia como un sustituto de un sonajero o friccionando el cuerpo del paciente con sus páginas. De hecho, casi no sobreviven sistemas chamánicos en el mundo que no hayan sufrido sincretismos con elementos de las grandes religiones institucionales: cristianismo, islam, hinduismo, lamaísmo budista.

3. Tal vez el único “enteógeno” artificial creado por la ciencia moderna occidental, cuyo destino terapéutico o formando parte de unos contemporáneos “misterios eleusinos” fue por supuesto muy pronto abortado por el rígido sistema disciplinario-capitalista–moderno que, por otra parte, no había podido encontrar en la sustancia una utilidad militar.

4. Por supuesto que no se trata de nacionalidades, sino de un cierto paradigma o ethos, que también aparece entre académicos, “psiconautas” o entusiastas del Sur global, más allá de que la “cuestión de la psicodelia” desde lo cultural, lo estético y lo comunicativo es un fenómeno de matriz esencialmente anglosajón. El movimiento transpersonalista en las ciencias trasciende aquel fenómeno, pero en definitiva todo el planeta se encuentra atravesado por la educación, la retórica, la economía, las jerarquías epistémicas y pedagógicas de la modernidad universalista, reduccionista y eurocéntrica. Del cruce pretendido en este ensayo es que esperamos el surgimiento de una nueva síntesis referencial. Como propusimos al comienzo, tal vez el primer discurso auténticamente “decolonial” se dio justamente alrededor de 1565 con el Taki Ongoy, el “canto-baile-camino a la constelación Onkoy” (las Pléyades), resistencia y movimiento que incluyó EAC, íntimamente ligado al Pachakuti, el retorno al espacio-tiempo más profundo, holotrópico, transpersonal, hondamente espiritual y trascendente.

5. De hecho, esta “comunidad psicodélica”, como suele llamarse en el Norte global, pareciera acompañar el trabajo de grupos como la Multidisciplinary Association for Psychedelic Studies (MAPS), que desde 1986 defiende la medicalización de compuestos psicodélicos, con la esperanza de asegurar la aceptación generalizada de las terapias basadas en tales alcaloides. Algunas críticas desde dentro mismo de la “comunidad” norteamericana han acusado al director de MAPS, Rick Doblin, de permanecer inmerso en el marco de la cultura capitalista industrial hegemónica dominante, incluyendo el patriarcado y el supremacismo blanco. Los activistas “alternativos” dentro de la presunta “comunidad” confrontan las estrategias políticas de Doblin, quien ha privilegiado por sobre cualquier otra consideración sociopolítica el avance en la legalización y farmacratización del MDMA (o éxtasis) para el tratamiento, por ejemplo, del estrés postraumático en soldados (y tal vez en una segunda etapa a policías). En ese sentido, se le ha acusado de relacionar su amparo terapéutico casi exclusivamente con las fuerzas armadas del autoritarismo (y no con sus víctimas), de buscar financiación y de cortejar repetidamente tanto a fondos conservadores como a los políticos del ala ultraderechista, justamente, los defensores supremacistas y protestantes del sistema yanqui de guerras coloniales, que dejan un tendal de exsoldados pasibles de ser medicados con píldoras de MDMA. Hace tiempo que los laboratorios y grandes inversores capitalistas apuestan a este nuevo negocio en ciernes, e incluso se preparan a establecer los nuevos monopolios “farmadélicos”. Alex Tew y Michael Acton Smith –los fundadores de la aplicación de meditación Calm, que gana millones de dólares, publicita en Times Square y se erige para optimizar a los trabajadores estresados, de modo funcional a los empresarios– son socios corporativos de COMPASS Pathways, una compañía de salud mental que actualmente se enfoca en producir y administrar psilocibina. George Goldsmith y Ekaterina Malievskaia, sus titulares, han patentado sus métodos para sintetizar psilocibina, que como se sabe es una sustancia que fue descubierta por Occidente a partir de su forma natural en los “hongos mágicos” (teonanáctl) que por miles de años se usaron en ceremonias religiosas y terapéuticas chamánicas mesoamericanas. La biopiratería está a la orden del día, y hasta la propia ayahuasca fue patentada por la Internacional Plant Medicine Corporation de Estados Unidos. Dicha patente –denunciada por la ONG Coordinadora de las Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (COICA)– expiró el 17 de junio de 2003 y no se puede renovar. En 2015, junto con prestigiosos antropólogos y especialistas, fui uno de los cien firmantes de la denominada Carta de los 100 en apoyo a las denuncias de las autoridades del pueblo kofán del Putumayo colombiano contra las actividades del empresario argentino Alberto José Varela, quien montó una compañía multinacional relacionada con la medicina sagrada del yajé denominada Ayahuasca Internacional, con publicidad engañosa que sostiene un falso aval de los kofanes. Muy pronto el comercio medicinal hará disponible la psicoterapia asistida por MDMA, las clínicas de ketamina y de psilocibina por suscripción, y se podrá rastrear nuestra salud mental a través de una aplicación para celulares; todo seguramente a costos inalcanzables para las mayorías. Ver www.psymposia.com, www.psymposia.com, www.psymposia.com, https://www.elespectador.com.

6. Sobre el interés y el alcance inusitado actual de la “imaginación simbólica”, puede verse Mario Berta (2002). Sin embargo, cabe aclarar, desde nuestra perspectiva, que todas las actividades, prácticas, investigaciones, exploraciones, psicoterapias y olas de interés que cita este genial psiquiatra uruguayo son parte de subculturas aún subalternizadas, marginales a los medios académicos oficiales, muy extendidas, pero sospechadas por la reacción neopositivista en la mayoría de los claustros dominantes en las facultades de psicología, desestimadas e inexistentes en las formaciones extremadamente materialistas y economicistas de las ciencias sociales y humanísticas hegemónicas, marginalizadas en las escuelas de arte “serias”, y productos muchas veces rentables a la dinámica del capital o la industria cultural, que casi nunca llegan a ser valorados más allá de aquella. Entendemos que esa imperiosa necesidad –que explica el interés y alcance señalado por Berta en ese artículo– tiene justamente que ver con el quiebre del paradigma de la modernidad y la consiguiente confusión posmoderna, que aún debe llevar a pasos conscientes y determinados a una futura transmodernidad, como la llama el filósofo argentino-mexicano Enrique Dussel.

Transpersonalismo y decolonialidad

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