Читать книгу Un diamante al rojo vivo - Donald E. Westlake - Страница 10

4

Оглавление

El mayor Patrick Iko, rechoncho, negro y bigotudo, estudiaba el expediente que le habían pasado sobre John Archibald Dortmunder y sacudía la cabeza con ademán divertido. Podía entender por qué Kelp no le había dicho que Dortmunder acababa de cumplir condena, al fallarle uno de sus famosos planes, pero lo que Kelp no entendía era que el mayor quisiera echar un vistazo a los antecedentes de cada uno de los hombres a tener en cuenta. Naturalmente, tenía que ser muy cuidadoso en la elección de los hombres a quienes quería confiar el Diamante Balabomo. No podía correr el riesgo de elegir tipos sin escrúpulos, que una vez rescatado el diamante de Akinzi quisieran quedárselo para ellos.

La enorme puerta de caoba se abrió y el secretario del mayor, un joven negro, delgado y discreto, cuyas gafas reflejaban la luz, entró y anunció:

—Señor, dos caballeros quieren verle. El señor Kelp y otro hombre.

—Hágalos pasar.

—Sí, señor. —Y el secretario salió.

El mayor cerró el expediente y lo puso en un cajón del escritorio. Se puso de pie y sonrió con suave cordialidad a los dos hombres blancos que caminaban hacia él cruzando la espaciosa alfombra oriental.

—Señor Kelp —dijo—, ¡qué alegría verle de nuevo!

—Lo mismo digo, mayor Iko —contestó Kelp—. Le presento a John Dortmunder, el amigo de quien le hablé.

—Señor Dortmunder —el mayor se inclinó levemente—, ¿quieren sentarse?

Todos se sentaron, y el mayor se puso a estudiar a Dortmunder. Siempre le fascinaba ver a una persona de carne y hueso después de haberla conocido solo a través de un expediente: palabras mecanografiadas sobre hojas de papel manila en una carpeta, fotocopias de documentos, recortes de diarios, fotos. Aquí estaba el hombre a quien el expediente intentaba describir. ¿Con cuánta aproximación?

En cuestión de hechos, el mayor Iko sabía lo suficiente sobre John Archibald Dortmunder. Sabía que tenía treinta y siete años, que había nacido en una pequeña ciudad del centro de Illinois, que había crecido en un orfanato, que había servido en el ejército de Estados Unidos en Corea durante la acción policial, pero que desde entonces se había pasado al otro bando en el juego de policías y ladrones, que había estado preso dos veces, que había cumplido su segunda condena y que había salido en libertad condicional esa misma mañana. Sabía que Dortmunder había sido arrestado muchas otras veces durante investigaciones de robos, pero que ninguno de esos arrestos se mantuvo. Sabía que Dortmunder nunca había sido detenido por ningún otro delito y que no existía ni el menor indicio de que hubiera participado en asesinatos, incendios premeditados, violaciones o secuestros. Y sabía que Dortmunder se había casado en San Diego en 1952 con una camarera de un club nocturno llamada Honeybun Bazoom, a quien le ganó un inapelable divorcio en 1954.

¿Qué le revelaba ahora ese hombre? Sentado bajo la luz directa del día que entraba a raudales por las ventanas que daban al parque, a lo que más se parecía era a un convaleciente. Un poco gris, un poco cansado, la cara un poco arrugada, con su delgado cuerpo que le daba un aspecto frágil. El traje era, evidentemente, nuevo, y era obvio que de la peor calidad. Los zapatos eran visiblemente viejos, pero estaba claro que habrían costado lo suyo cuando fueron nuevos. La ropa indicaba un hombre acostumbrado a vivir bien, pero que en los últimos tiempos había tenido una mala racha. Los ojos de Dortmunder, cuando se encontraban con los del mayor, eran mates, vigilantes y, a la vez, inexpresivos. Un hombre que sabía mantener la boca cerrada, pensó el mayor, y un hombre que tomaría sus decisiones sin apresurarse y luego las mantendría.

Pero ¿mantendría su palabra? El mayor pensó que valía la pena correr el riesgo.

—Bienvenido otra vez al mundo, señor Dortmunder. Me imagino que la libertad le resulta agradable de nuevo.

Dortmunder y Kelp se miraron.

El mayor sonrió y añadió:

—El señor Kelp no me lo contó.

—Ya lo sé —dijo Dortmunder—. Usted ha estado investigando sobre mí.

—Por supuesto —confirmó el mayor—. ¿No lo hubiera hecho usted en mi lugar?

—Quizá también yo debería hacer investigaciones sobre usted —contestó Dortmunder.

—Tal vez sí —dijo el mayor—. En la ONU se alegrarán mucho de hablarle de mí. O, si no, llame a su Departamento de Estado; estoy seguro de que tendrán una ficha mía por ahí.

Dortmunder se encogió de hombros.

—No importa. ¿Qué averiguó sobre mí?

—Que probablemente pueda confiar en usted. El señor Kelp me dijo que sabe hacer buenos planes.

—Lo intento.

—¿Qué pasó la última vez?

—Algo salió mal —respondió Dortmunder.

Kelp acudió en defensa de su amigo.

—Mayor, no fue su culpa, fue solo la mala suerte. Él no podía suponer que...

—He leído el informe —le contestó el mayor—. Gracias... —Y le dijo a Dortmunder—: Era un buen plan y tuvo mala suerte, pero me alegra comprobar que no pierde usted el tiempo justificándose.

—No quiero volver sobre eso —dijo Dortmunder—. Mejor hablemos de su diamante.

—Mejor. ¿Puede conseguirlo?

—No lo sé. ¿Qué ayuda puede darnos?

El mayor arrugó el entrecejo.

—¿Ayuda? ¿Qué clase de ayuda?

—Quizá necesitemos armas. Tal vez uno o dos coches, tal vez un camión, depende de cómo planeemos el trabajo. Podemos necesitar alguna otra cosa.

—Sí, sí —afirmó el mayor—. Puedo suministrarles cualquier material que necesiten, claro.

—Bien. —Dortmunder asintió con la cabeza y sacó un arrugado paquete de Camel de su bolsillo. Encendió un cigarrillo y se inclinó hacia delante para dejar la cerilla en el cenicero del escritorio del mayor—. Respecto al dinero —dijo—, Kelp me comentó que son treinta de los grandes por cabeza.

—Treinta mil dólares, sí.

—¿No importa cuántos hombres sean?

—Bueno, tiene que haber un límite. No quiero que aliste a un ejército.

—¿Cuál es su límite?

—El señor Kelp habló de cinco hombres.

—Muy bien. Eso significa ciento cincuenta de los grandes. ¿Y qué pasa si lo hacemos con menos hombres?

—Seguirían siendo treinta mil dólares por cabeza.

—¿Por qué? —preguntó Dortmunder.

—No quisiera animarle a intentar el robo con pocos hombres. Así es que son treinta mil por cabeza, sin que importe cuántos estén implicados.

—Hasta cinco.

—Si me dice que seis son absolutamente necesarios, pagaré por seis.

Dortmunder asintió.

—Más los gastos.

—¿Cómo? —dijo.

—Este va a ser un trabajo de dedicación exclusiva durante casi un mes, tal vez seis semanas —expuso Dortmunder—. Necesitamos pasta para vivir.

—Quiere decir que necesita un adelanto sobre los treinta mil.

—No, quiero decir que necesito dinero para los gastos, además de los treinta mil.

El mayor negó con la cabeza.

—No, no —aseveró—. Lo siento, ese no era el trato. Treinta mil dólares por cabeza y nada más.

Dortmunder se puso de pie y aplastó el cigarrillo en el cenicero del mayor. Siguió encendido. Dortmunder dijo:

—Hasta la vista. Vamos, Kelp. —Y se dirigió hacia la puerta.

El mayor no podía creerlo. Los llamó.

—¿Se van?

Dortmunder se volvió desde la puerta y lo miró.

—Sí.

—Pero ¿por qué?

—Usted es demasiado mezquino. Me pondría nervioso trabajar para usted. Si le pidiera un arma, no me daría más que una bala.

Dortmunder agarró el pomo de la puerta.

—Esperen —dijo el mayor.

Dortmunder esperó, con la mano en el pomo.

El mayor lo pensó rápidamente, calculando el presupuesto.

—Le doy cien dólares por semana y hombre para los gastos —ofreció.

—Doscientos —dijo Dortmunder—. Nadie puede vivir en Nueva York con cien dólares por semana.

—Ciento cincuenta —replicó el mayor.

Dortmunder vaciló, y el mayor podía ver que estaba tratando de decidir si, de todas maneras, se mantenía en los doscientos.

Kelp, que se mantuvo sentado todo ese tiempo, comentó:

—Es un precio justo, Dortmunder. ¡Qué cuernos!, es solo por unas semanas.

Dortmunder se encogió de hombros y retiró la mano del pomo.

—Muy bien —dijo, y volvió a sentarse—. ¿Qué puede decirme acerca de cómo está protegido ese diamante y dónde lo guardan?

Una fluctuante y delgada cinta de humo se desprendió del Camel que seguía ardiendo, como si un diminuto cheroqui estuviera alimentando una hoguera en el cenicero. La columna de humo se alzaba entre el mayor y Dortmunder, haciendo que aquel bizqueara cuando trataba de enfocar la cara de Dortmunder. Pero era demasiado orgulloso para aplastar el cigarrillo o mover la cabeza, así que bizqueaba con el ojo medio cerrado, mientras contestaba a las preguntas de Dortmunder.

—Todo lo que sé es que los akinzi lo tienen muy bien custodiado. He intentado saber detalles, cuántos guardias, por ejemplo, pero han mantenido el secreto.

—Pero ahora está en el Coliseo.

—Sí, forma parte de la exposición de Akinzi.

—Muy bien. Vamos a echarle un vistazo. ¿Cuándo recibiremos nuestro dinero?

El mayor miró sin comprender:

—¿Su dinero?

—Los ciento cincuenta semanales.

—Ah. —Todo estaba sucediendo demasiado rápido—. Voy a llamar a nuestra oficina de finanzas, abajo. Pueden pasar por allí cuando salgan.

—Bien. —Dortmunder se puso en pie y un segundo después lo hizo Kelp. Dortmunder dijo—: Me pondré en contacto con usted, si necesito algo.

Al mayor no le cabía ninguna duda de ello.

Un diamante al rojo vivo

Подняться наверх