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Kelp vio salir a Dortmunder a la luz del sol y quedarse parado un minuto, mirando a su alrededor. Kelp conocía esa sensación, ese primer minuto de libertad, al aire libre, al sol libre. Esperó, para no interrumpir el placer de Dortmunder, pero cuando por fin este comenzó a caminar por la acera, Kelp puso en marcha el motor y condujo el gran coche negro lentamente calle abajo, en su dirección.

Era un coche impresionante, un Cadillac con cortinas, pequeñas persianas en el cristal trasero, aire acondicionado; un mecanismo que permitía mantener la velocidad deseada sin tener que pisar el acelerador; otro que por la noche bajaba las luces largas cuando se cruzaba con otro coche; toda clase de inventos para ahorrar trabajo. Kelp se había hecho con él la noche anterior en Nueva York. Había preferido llegar conduciendo, en vez de tomar el tren, por lo que salió en busca de un coche la noche antes, y encontró este en la calle Sesenta y siete. Llevaba una placa de identificación de médico. Él, automáticamente, elegía esos coches, porque los médicos suelen dejar las llaves puestas. Una vez más, la clase médica no le había defraudado.

Ahora ya no llevaba la credencial, por supuesto. No en vano el Estado se había pasado cuatro años enseñándole cómo hacer placas de identificación para coches.

Se deslizó, pues, tras Dortmunder, con el largo y negro Cadillac ronroneando, las llantas crujiendo sobre el sucio asfalto. Kelp pensaba cuán agradable sería para Dortmunder ver una cara amiga en cuanto pisara la calle. Estaba a punto de hacer sonar el claxon cuando, de repente, Dortmunder se volvió y vio el silencioso coche negro con cortinas en las ventanillas laterales que lo seguía; una expresión de pánico se le asomó a la cara y se puso a correr como un loco por la acera, a lo largo del muro gris de la cárcel.

En el panel de mandos había cuatro botones que accionaban las cuatro ventanillas del Cadillac. El único problema era que Kelp nunca recordaba qué botón correspondía a cada ventanilla. Apretó uno de ellos y el cristal de la ventanilla trasera de la derecha se deslizó hacia abajo.

—¡Dortmunder! —gritó, apretando el acelerador.

El Cadillac pegó un salto hacia delante. No se veía por los alrededores nada más que el coche negro y al hombre corriendo. Se vislumbraba el muro alto y gris de la cárcel y, al otro lado de la calle, las sórdidas casitas permanecían cerradas y mudas, con sus ventanas cegadas por visillos y cortinas.

Kelp iba haciendo eses por la calzada, totalmente distraído por su confusión respecto a los botones de las ventanillas. El cristal de la ventanilla trasera izquierda bajó y Kelp volvió a gritar el nombre de Dortmunder, pero Dortmunder aún no podía oírlo. Sus dedos encontraron otro botón, apretó, y el cristal de la ventanilla trasera derecha subió de nuevo.

El Cadillac alcanzó el bordillo dando tumbos, los neumáticos se cruzaron de través en el espacio poblado de hierbajos entre el bordillo y la acera, y entonces el coche de Kelp se dirigió directamente hacia Dortmunder, quien se volvió y, apoyándose de espaldas contra la pared, levantó los brazos y se puso a gritar como una plañidera en un entierro.

En el último momento, Kelp pisó el freno. Era un freno potente y lo apretó a fondo, y el Cadillac se detuvo en seco, lanzando a Kelp contra el volante.

Dortmunder tendió una mano temblorosa y la apoyó en el tembloroso capó.

Kelp intentó salir del coche, pero con el nerviosismo apretó otro botón, justamente el que bloqueaba de forma automática las cuatro puertas.

—¡Malditos médicos! —bramó Kelp, apretando todos los botones que veía, y por fin saltó del coche como un submarinista que huyera de un pulpo.

Dortmunder seguía inmóvil contra la pared, levemente inclinado hacia delante, apoyándose con una mano en el capó. Estaba gris, y su palidez no era exclusivamente carcelaria.

Kelp se le acercó.

—¿De qué huyes, Dortmunder? —preguntó—. Soy yo, tu viejo compañero, Kelp.

Levantó la mano. Dortmunder le dio un puñetazo en el ojo.

Un diamante al rojo vivo

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