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El Coliseo de Nueva York se levanta entre la calle Cincuenta y ocho Oeste y la Sesenta Este, frente al Columbus Circle, en la esquina sudoeste del Central Park, en Manhattan. Las esquinas del Coliseo dan al parque, al Maine Monument, a la estatua de Colón y a la galería de arte moderno del museo Huntington Hartford.

Por el lado de la calle Sesenta, a mitad de camino del largo muro de ladrillos beige, hay una entrada coronada por una gran placa con el número 20, y el 20 de la calle Sesenta Oeste es la dirección de la sede del Coliseo. Tras las puertas de cristal de la entrada, un guardia de seguridad, con uniforme azul, se halla de servicio día y noche.

Un miércoles de junio, a eso de las tres y veinte de la mañana, Kelp caminaba en dirección este por la calle Sesenta Oeste; llevaba un impermeable de color canela, y de repente, justo al pasar frente a la entrada del Coliseo, le dio un ataque. Se puso rígido, cayó de costado y empezó a revolcarse en la acera. Gritó varias veces, pero con voz ronca, para que no se le oyera desde lejos. No había nadie a la vista, ni transeúntes ni coches circulando.

El guardia había visto a Kelp a través de las puertas de cristal antes de que le sobreviniera la crisis, y observó cómo Kelp caminaba como si estuviera borracho. En realidad avanzaba tranquilamente hasta que le dio el ataque. El guardia dudó un momento y frunció el entrecejo, preocupado, pero las convulsiones de Kelp parecían ir en aumento, así que por fin abrió la puerta y salió rápidamente para ver qué podía hacer. Se agachó junto a Kelp, puso una mano en su hombro convulso y le preguntó:

—¿Puedo hacer algo por usted?

—Sí —contestó Kelp. Cesó de revolcarse y apuntó al guardia con un colt Cobra especial del 38—. Puede levantarse muy lentamente y poner las manos donde yo pueda verlas.

El guardia se puso de pie y puso las manos donde Kelp podía verlas. Dortmunder, Greenwood y Chefwick, salieron de un coche y cruzaron la calle. Todos ellos vestían uniformes iguales al que llevaba el guardia.

Kelp se puso de pie, y entre los cuatro arrastraron al guardia dentro del edificio. Lo condujeron hasta un rincón y lo ataron y amordazaron. Kelp se quitó el impermeable; debajo llevaba también un uniforme similar. Fue a ocupar el puesto del guardia junto a la puerta. Mientras tanto, Dortmunder y los otros esperaban no muy lejos, consultando sus relojes.

—Llega tarde —dijo Dortmunder.

—Ya llegará —contestó Greenwood.

En la entrada principal había dos guardias de servicio. Y en ese preciso instante estaban presenciando como un automóvil, que parecía haber surgido de la nada, se lanzaba directamente contra las puertas.

—¡No! —gritó uno de los guardias, agitando los brazos. Stan Murch estaba al volante del coche, un sedán Rambler Ambassador de dos años de antigüedad, verde oscuro, que Kelp había robado esa misma mañana. Le habían cambiado la matrícula, entre otras modificaciones.

En el último segundo antes del choque, Murch arrancó la anilla de la bomba, empujó la puerta ya abierta y saltó limpiamente. Cayó al suelo dando vueltas y siguió rodando unos segundos más antes de que se oyera el estruendo del choque y la explosión.

La sincronización había sido perfecta. Ningún testigo presencial (allí no había nadie, salvo los dos guardias) pudo advertir si Murch había saltado antes del impacto o si había salido despedido a causa de él. Ni nadie pudo distinguir si las llamas que envolvieron súbitamente el automóvil eran resultado del accidente o fueron provocadas por una pequeña bomba incendiaria con mecha de cinco segundos accionada por Murch justo antes de saltar.

Tampoco pudo darse cuenta nadie de que las manchas y tiznes en las ropas de Murch habían sido cuidadosamente aplicados una hora antes en un pequeño apartamento del Upper West Side.

En todo caso, el choque había sido magnífico. El coche había saltado sobre el bordillo, rebotó dos veces al cruzar la ancha acera y, avanzando a trompicones, arremetió contra las puertas de cristal, en las que quedó estampado, con la mitad dentro y la mitad fuera, y estalló de golpe en una llamarada. En centésimas de segundo, el fuego alcanzó el depósito de gasolina (como habían calculado con seguridad, gracias a las intervenciones que Murch le había practicado al vehículo esa misma tarde) y la explosión pulverizó el cristal ya destrozado por el coche.

A nadie que estuviera en el edificio podría haberle pasado desapercibida la llegada de Murch. Dortmunder y los demás la oyeron. Se sonrieron unos a otros y se pusieron en marcha, dejando a Kelp apostado en la puerta.

El itinerario hacia la sala de la exposición era complicado, a través de varios corredores y dos tramos de escaleras. Pero cuando por fin abrieron una de las pesadas puertas que daban al segundo piso comprobaron que su sincronización había sido perfecta. No había ningún guardia a la vista. Estaban todos en la entrada, junto al incendio. Varios de ellos se apiñaban en torno a Murch, cuya cabeza descansaba en el regazo de un guardia. Evidentemente se hallaba en estado de shock. Temblaba y balbucía:

—No me respondió... El coche no me respondió... —Y movía los brazos vagamente, como si tratara de hacer girar un volante.

Otros guardias, alrededor del coche, comentaban la suerte que había tenido el tipo. Finalmente, cuatro de ellos se fueron a cuatro teléfonos distintos para llamar a hospitales, a comisarías y a los bomberos.

Dentro del edificio, Dortmunder, Chefwick y Greenwood se abrían camino, en silencio y con rapidez, a través de la exposición, rumbo a la muestra de los akinzi. Solo había unas pocas luces encendidas, y en la semipenumbra algunos de los objetos expuestos parecían amenazadores.

Máscaras de diablos, guerreros con lanza e incluso tapices de extravagantes diseños, todo resultaba mucho más impresionante ahora que en el horario normal de visita, cuando las luces estaban encendidas y había una multitud de gente.

Cuando llegaron a la sala de los akinzi se pusieron a trabajar de inmediato. Lo habían planeado durante toda la semana y sabían lo que tenían que hacer y cómo.

Tenían que forzar cuatro cerraduras, una en el centro de cada lado del cubo de cristal, situadas en la base, en el reborde de acero entre el cristal y el suelo. Una vez que esas cerraduras estuvieran abiertas, podrían apartar el cubo de cristal.

Chefwick traía consigo un maletín negro como los que suelen usar los médicos; lo abrió y aparecieron muchas herramientas finas de metal, unas herramientas que los médicos no debían de haber visto nunca. Greenwood y Dortmunder, flanqueándole, vigilaban las puertas de salida, la galería del tercer piso que dominaba la sala, las escaleras y la escalera mecánica del frente del edificio, donde podían ver el resplandor rojo que subía del vestíbulo; mientras vigilaban cuidadosamente todo esto Chefwick se puso a trabajar en las cerraduras.

La primera le llevó tres minutos, pero aprendió el sistema y acabó con las otras tres en menos de cuatro minutos. A pesar de eso, siete minutos era demasiado tiempo. El resplandor rojo perdía intensidad y el ruido de abajo menguaba; los guardias volverían muy pronto a sus puestos. Dortmunder se contuvo para no decirle a Chefwick que se diera prisa. Además, sabía que Chefwick estaba haciéndolo lo mejor que podía.

Por fin, Chefwick susurró un agudo: «¡Hecho!».

Todavía de rodillas ante la última cerradura forzada, guardó rápidamente las herramientas en el maletín.

Dortmunder y Greenwood fueron hacia los lados opuestos del cubo de cristal. Pesaba unos cien kilos y no había forma de encontrar un buen sitio por donde asirlo. Lo único que podían hacer era apretar las palmas contra sus ángulos e intentar levantarlo. Con gran esfuerzo y sudando, lo hicieron. Cuando lo tuvieron alzado unos sesenta centímetros, Chefwick se deslizó por debajo y cogió el diamante.

—¡Rápido! —dijo Greenwood con voz ronca—. Se me resbala.

—¡No me dejéis aquí dentro! —Chefwick salió rodando rápidamente.

—Tengo las palmas húmedas —dijo Greenwood; hasta su voz estaba tensa—. Bajadlo, bajadlo.

—¡No lo sueltes! —gritó Dortmunder—. Por Dios, no lo sueltes.

—Se me va... No puedo..., es...

El cubo resbaló de las manos de Greenwood. Con el impulso se inclinó hacia el otro lado y Dortmunder tampoco pudo sostenerlo. Cayó desde unos cuarenta y cinco centímetros y golpeó el suelo.

No se rompió. Hizo BbrrroooonnnnNNN... GGGGGGGGG - GINGINGinginging.

Se oyeron voces procedentes de abajo.

—¡Vamos! —vociferó Dortmunder.

Chefwick, aturdido, puso el diamante en la mano de Greenwood.

—Aquí. Cógelo. —Y agarró su maletín negro.

Los guardias ya se veían al final de las escaleras, todavía lejos.

—¡Eh, ustedes! —gritó uno de ellos—. Deténganse, quédense donde están.

—¡Dispersaos! —gritó Dortmunder, corriendo hacia la derecha.

Chefwick corrió hacia la izquierda.

Greenwood corrió hacia delante.

Entretanto, la ambulancia había llegado. La policía había llegado. Los bomberos habían llegado. Un agente de uniforme trataba de hacerle preguntas a Murch mientras un enfermero de la ambulancia con indumentaria blanca le decía al policía que dejara al paciente tranquilo. Los bomberos estaban apagando el fuego. Alguien había sacado del bolsillo de Murch una cartera llena de tarjetas con el nombre cambiado y un carnet también falso que él, media hora antes, había metido allí. Murch, en apariencia aturdido y consciente a medias, decía:

—No me respondió. Hice girar el volante y no me respondió.

—Algo se estropeó en la dirección, usted se asustó, y en vez de apretar el freno, pisó el acelerador. Pasa muchísimas veces —dijo el policía.

—Deje al paciente tranquilo —dijo el enfermero. Por fin lo pusieron en una camilla, lo metieron en la ambulancia y se alejaron de allí con las sirenas aullando.

Chefwick corría hacia la salida más cercana y al oír el aullido de las sirenas aceleró el paso. Lo que menos deseaba era pasar sus últimos años en la cárcel. Sin trenes. Sin Maude. Sin chocolate. Intentó girarse mientras seguía corriendo, dejó caer el maletín, tropezó con él, y un guardia se le acercó para ayudarlo a ponerse en pie. Era Kelp, que preguntó:

—¿Qué ha pasado? ¿Ha fallado algo?

—¿Dónde están los demás?

—No sé. ¿Nos largamos?

Chefwick se puso en pie. Ambos permanecieron atentos. No había ruido de persecución.

—Esperemos uno o dos minutos —decidió Chefwick.

—No hay más remedio —dijo Kelp—. Dortmunder tiene las llaves del coche.

Mientras tanto, Dortmunder había rodeado una cabaña de paja y se había unido a los perseguidores.

—¡Alto! —gritó, corriendo por entre los guardias.

Más adelante vio cómo Greenwood se escabullía por una puerta y la cerraba tras de sí.

—¡Alto! —gritó Dortmunder, y todos los guardias que le rodeaban gritaron—: ¡Alto!

Dortmunder fue el primero en alcanzar la puerta. La abrió de un tirón, la sujetó para que todos los guardias la cruzaran corriendo, luego la cerró tras ellos y se dirigió hasta el ascensor más cercano. Subió hasta el primer piso, caminó a lo largo del corredor y llegó a la entrada, donde Kelp y Chefwick esperaban.

—¿Dónde está Greenwood? —preguntó.

—Aquí no —respondió Kelp.

Dortmunder miró a su alrededor.

—Es mejor que esperemos en el coche —dijo.

Mientras, Greenwood creía que estaba en el primer piso, pero no era así. El Coliseo, además de sus cuatro pisos, tiene tres entresuelos. El primero está entre el primer y el segundo piso, pero se extiende solo alrededor del perímetro exterior del edificio y no en el área central de exposiciones. Asimismo, el segundo entresuelo se encuentra entre el segundo piso y el tercero.

Greenwood no sabía nada de los entresuelos. Había estado en el segundo piso y había bajado un piso por la escalera. Algunas de las escaleras del Coliseo no pasan por el entresuelo y van derechas del segundo piso al primero, pero otras escaleras incluyen el entresuelo entre sus paradas, y fue justo una de estas la que inadvertidamente eligió Greenwood.

El primer entresuelo consiste en un corredor que rodea todo el edificio. Alberga todas las oficinas del personal y una cafetería; la agencia de detectives que proporciona los guardias de seguridad también tiene sus oficinas ahí, así como varias naciones. Además, cuenta con salas de archivos, salas de conferencias y otras oficinas para distintos usos. Y ahora Greenwood corría a lo largo de ese corredor con el Diamante Balabomo apretado en la mano y buscando una salida a la calle.

Mientras tanto, en la ambulancia, Murch le pegó un puñetazo en la mandíbula al enfermero. Este quedó inconsciente y Murch se instaló en la otra camilla. Luego, cuando la ambulancia aminoró la marcha para tomar una curva, Murch abrió la puerta trasera y saltó al pavimento. La ambulancia aumentó su velocidad, con la sirena aullando, y Murch paró un taxi que pasaba.

—Al O. J. Bar and Grill —dijo—. En Amsterdam Avenue.

En el otro coche robado, el de la fuga, Dortmunder, Kelp y Chefwick, preocupados, seguían observando la entrada del número 20 de la calle Sesenta Oeste. Dortmunder mantenía el motor en marcha y con el pie golpeaba nerviosamente el embrague.

Las sirenas se acercaban hacia ellos; eran sirenas de la policía.

—No podemos esperar más —dijo Dortmunder.

—¡Ahí está! —gritó Chefwick, cuando se abrió una puerta y salió un hombre con uniforme de guardia. Pero también salieron otra media docena de hombres con uniforme de guardia.

—No es él —dijo Dortmunder—. Ninguno de ellos es él. —Arrancó el motor y se largó.

Arriba, en el primer entresuelo, Greenwood seguía corriendo como un galgo tras la liebre mecánica. Oía el estrépito de sus perseguidores, cada vez más cerca. Se detuvo. Estaba atrapado y lo sabía.

Miró el diamante que tenía en la mano. Casi redondo, polifacético, intensamente brillante, apenas más pequeño que una pelota de golf.

—¡Salud! —dijo Greenwood y se tragó el diamante.

Un diamante al rojo vivo

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