Читать книгу Un diamante al rojo vivo - Donald E. Westlake - Страница 14

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—¡Así que este es tu apartamento! —dijo la chica.

—Hmm. Sí —respondió Alan Greenwood, sonriendo. Cerró la puerta y se metió las llaves en el bolsillo—. Ponte cómoda.

La chica estaba de pie en el centro de la habitación y dio una vuelta, muy admirada.

—Bueno, he de admitir que está muy cuidado para ser un apartamento de soltero.

Greenwood fue hacia el bar.

—Hago lo que puedo. Pero echo en falta un toque femenino.

—No se nota para nada —replicó ella—. Para nada.

Greenwood encendió el fuego de la chimenea.

—¿Qué tomas?

—Oh —dijo ella, encogiéndose de hombros con coquetería—, algo suave.

—Acércate —dijo Greenwood; abrió el mueble bar, en la biblioteca, y preparó un Rob Roy lo bastante dulce para disimular una buena cantidad de whisky.

Cuando se volvió, la chica estaba admirando un cuadro colgado entre las ventanas con cortinas de terciopelo castaño.

—¡Oh, qué interesante! —comentó.

—Es El rapto de las sabinas. En términos simbólicos, por supuesto. Aquí tienes tu copa.

—Ah, gracias.

Se preparó su copa (poco whisky y mucha agua).

—Brindo por ti... —dijo. Luego, sin apenas pausa, añadió—: Miranda.

Miranda sonrió y agachó la cabeza, agradablemente turbada.

—Por nosotros —susurró.

Él sonrió asintiendo.

—Por nosotros.

Bebieron.

—Ven a sentarte —dijo Greenwood, mientras la llevaba al sofá tapizado de gamuza blanca.

—¡Oh! ¿Esto es gamuza?

—Mucho más cálido que el cuero —contestó él suavemente, la tomó de la mano y se sentaron.

Sentados el uno junto al otro, contemplaron un momento la chimenea.

—Parece leña de verdad, ¿no es cierto? —dijo ella.

—Y sin cenizas —respondió él—. Me gustan las cosas... limpias.

—Ah, sé lo que quieres decir —aseguró ella, con una brillante sonrisa.

Greenwood le pasó el brazo alrededor de los hombros; ella levantó la barbilla. Sonó el teléfono.

Greenwood cerró los ojos y los abrió de nuevo.

—No le hagas caso —dijo.

El teléfono sonó otra vez.

—Tal vez sea algo importante —respondió Miranda.

—Tengo un contestador para atender las llamadas. Recibirá el mensaje.

El teléfono sonó otra vez.

—Yo tenía pensado poner un contestador automático —dijo ella. Se movió hacia delante; le apartó el brazo, se giró hacia él y, sentada sobre una pierna doblada, le preguntó—: ¿Es muy caro?

El teléfono sonó por cuarta vez.

—Unos veinticinco al mes —contestó Greenwood, con una sonrisa ya algo forzada—. Pero no es mucho, con lo útil que resulta.

Quinta vez.

—Por supuesto. Y así no se pierden las llamadas importantes.

Sexta.

Greenwood procuró reír con naturalidad.

—Por supuesto —afirmó—, no son siempre tan seguros como uno quiere.

Séptima.

—Esa es la costumbre de la gente, hoy en día —dijo ella—. Nadie está dispuesto a trabajar en serio por un jornal decente.

Octava.

—Así es.

Se acercó más a él.

—¿Tienes un tic en el párpado? En el ojo derecho.

Novena.

Greenwood se llevó bruscamente una mano a la cara.

—¿Ah, sí? Me pasa a veces, cuando estoy cansado.

—Ah, ¿estás cansado?

Décima.

—No —respondió él rápidamente—, no en especial. Tal vez la luz del restaurante, que era un poco mortecina, me haya hecho forzar la...

Undécima.

Greenwood se abalanzó hacia el teléfono, agarró de un tirón el auricular y gritó:

—¿Qué pasa?

—¿Hola?

—¡Hola, hable usted! ¿Qué quiere?

—¿Greenwood? ¿Alan Greenwood?

—¿Quién habla? —preguntó Greenwood.

—¿Es usted Alan Greenwood?

—¡Coño, sí! ¿Qué es lo que quiere? —Pudo ver por el rabillo del ojo que la chica se había levantado del sofá y estaba de pie, mirándolo.

—Soy John Dortmunder.

—Dort... —Se detuvo y, a continuación, tosió—. Ah —dijo, mucho más calmado—. ¿Cómo andan las cosas?

—Muy bien. ¿Estás disponible para un trabajito?

Greenwood miró la cara de la chica al mismo tiempo que pensaba en su cuenta bancaria. Ninguna de las perspectivas era placentera.

—Sí, estoy disponible —respondió. Trató de sonreír a la chica, pero no obtuvo respuesta. Lo estaba mirando cautelosamente.

—Tenemos una reunión esta noche —dijo Dortmunder—. A las diez. ¿Estás libre?

—Sí, me parece que sí —contestó Greenwood sin alegría.

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