Читать книгу Un diamante al rojo vivo - Donald E. Westlake - Страница 11

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—Para mí, eso no vale medio millón de dólares —dijo Dortmunder.

—Son exactamente treinta mil —aseguró Kelp—. Para cada uno.

El diamante, polifacético, intensamente brillante y apenas más pequeño que una pelota de golf, descansaba en un pequeño trípode blanco forrado de satén rojo sobre una mesa cubierta de cristal por los cuatro lados y el techo. El cubo de cristal medía aproximadamente un metro setenta de lado por dos de alto, y a una distancia de un metro cuarenta, más o menos, estaba rodeado por una cinta de terciopelo rojo anudada a unos puntales, formando un amplio cuadrado, para mantener a una distancia prudencial a los curiosos. En cada esquina del cuadrado más grande, justo dentro de la cinta, estaba apostado un guarda negro de uniforme azul oscuro y con su arma en la cadera. En uno de los pedestales del templete (similar a un templete de música) un pequeño letrero indicaba en letras mayúsculas: DIAMANTE BALABOMO, y reseñaba la historia de la piedra con fechas, nombres y lugares.

Dortmunder observaba a los guardas. Parecían aburridos, pero no dormidos. Estudió el cristal, cuyo color verdoso denotaba una buena cantidad de metal en su composición. Antibalas, antirrobo. Los ángulos del cubo de cristal estaban rematados con acero cromado, al igual que la parte por donde el cristal se apoyaba en el suelo.

Se encontraban en el segundo piso del Coliseo; el techo estaba a unos nueve metros sobre sus cabezas y una gran claraboya rodeaba tres de sus lados. La Exposición de Arte y Cultura Panafricana se extendía de un extremo al otro de las cuatro plantas dedicadas a la muestra, y sus principales obras se exhibían en el segundo piso. La altura del techo hacía rebotar el ruido que la gente producía al pasar ante las obras expuestas.

Al no ser Akinzi una nación africana ni muy grande ni muy importante, el Diamante Balabomo no ocupaba el centro de la sala, pero como se consideraba una joya excepcional, tampoco estaba arrinconado contra la pared ni se exhibía en la cuarta planta. Ocupaba un lugar bastante visible, a gran distancia de cualquier salida.

—Ya he visto lo suficiente —dijo Dortmunder.

—También yo —convino Kelp.

Salieron del Coliseo y cruzaron por Columbus Circle hasta Central Park, y tomaron un camino que se dirigía al lago.

—No va a ser fácil sacar esa piedra de ahí —dijo Dortmunder.

—No, no va a serlo —respondió Kelp.

—Pienso que tal vez debamos esperar a que empiece la exposición itinerante.

—Para eso todavía falta tiempo, y a Iko no le gustaría tenernos sentados por ahí sin hacer nada, a ciento cincuenta semanales por cabeza.

—Olvídate de Iko. Si hacemos el trabajo, yo soy el único responsable. Me arreglaré con Iko; no te preocupes.

—De acuerdo, Dortmunder, como tú digas.

Caminaron hasta el lago y una vez allí se sentaron en un banco. Era el mes de junio, y Kelp miraba a las chicas que pasaban. Dortmunder, sentado, contemplaba el lago.

No sabía qué pensar de ese proyecto, ni siquiera sabía si le gustaba o no. Le agradaba la idea del dinero seguro y lo fácil que parecía transportar el pequeño objeto que tenían que robar, y estaba seguro de que podría evitar que Iko le causara problemas; pero, en cualquier caso, tendría que ser cauto. Ya había fracasado dos veces; no estaría bien fracasar otra vez. No quería pasarse el resto de sus días comiendo la bazofia que daban en la cárcel.

¿Qué era lo que no le gustaba, entonces? Bueno, por un lado, andaban detrás de un objeto valorado en medio millón de dólares, y era razonable pensar que un objeto valorado en tal cantidad estuviera fuertemente custodiado. No sería fácil arrebatarles esa piedra a los akinzi. Los cuatro guardas y el cristal antibalas, probablemente, solo eran el aspecto más elemental de las defensas.

Por otro lado, aunque se las arreglaran para largarse con la piedra, había que contar con que la policía iría tras ellos. La policía suele dedicar más tiempo y energía a perseguir a la gente que roba un diamante de medio millón de dólares que a correr tras quien roba un televisor portátil. También intervendrían los detectives de las compañías de seguros, y, a veces, eran peor que los policías.

Y, por último, ¿cómo podía saber si se podía fiar de Iko? Ese pájaro era demasiado melifluo.

—¿Qué piensas de Iko? —preguntó.

Kelp, sorprendido, dejó de mirar a una chica que llevaba medias verdes.

—Es un buen tipo, creo. ¿Por qué?

—¿Te parece que nos pagará?

Kelp se rio.

—Seguro que pagará —dijo—. Quiere el diamante, tiene que pagar.

—¿Y qué pasa, si no lo hace? No encontraríamos otro comprador en ningún lado.

—La compañía de seguros —aseguró Kelp de inmediato—. Pagarían ciento cincuenta de los grandes por una piedra de medio millón de dólares en cualquier momento.

Dortmunder asintió con la cabeza.

—Quizá —dijo—, ese sería el mejor sistema.

Kelp no le entendió.

—¿Cuál...?

—Dejamos que Iko financie el golpe. Pero cuando consigamos el diamante, en vez de entregárselo a él, se lo vendemos a la compañía de seguros.

—No me gusta eso —respondió Kelp.

—¿Por qué no?

—Porque él sabe quiénes somos, y si el diamante es un símbolo importante para el pueblo de ese país, podrían enfadarse mucho con nosotros si nos lo quedáramos, y no me atrae demasiado la posibilidad de que todo un país africano ande tras de mí, por muchos dólares que haya en juego.

—Está bien —dijo Dortmunder—. Ya veremos qué hacemos.

—Un país entero tras de mí —comentó Kelp y se estremeció—. No me gustaría nada.

—Muy bien.

—Cerbatanas y flechas envenenadas —continuó Kelp, y se estremeció de nuevo.

—Creo que ahora emplean métodos más modernos —replicó Dortmunder.

Kelp lo miró.

—¿Dices eso para que me sienta mejor? Armas inglesas y aviones.

—Tranquilízate —dijo Dortmunder. Y para cambiar de tema agregó—: ¿A quién te parece que podemos llevar con nosotros?

—¿El resto del equipo? —Kelp se encogió de hombros—. No sé. ¿Qué clase de tipos necesitamos?

—Es difícil saberlo. —Dortmunder miró, ceñudo, hacia el lago, ignorando a una chica con medias rayadas que pasaba—. Nada de especialistas, excepto tal vez un cerrajero. Pero no un experto en cajas fuertes ni nadie por el estilo.

—¿Necesitaremos ser cinco o seis?

—Cinco —respondió Dortmunder, y sacó a relucir una de sus normas de siempre: si no puedes hacer un trabajo con cinco hombres, no lo puedes hacer de ningún modo.

—Muy bien —dijo Kelp—. Así que necesitamos un conductor y un cerrajero, y sería útil alguien que vigilara.

—Exacto —afirmó Dortmunder—. El cerrajero podría ser aquel tipo bajito de Des Moines. ¿Sabes quién te digo?

—¿Algo parecido a Wise..., Wiseman..., Welsh?

—¡Whistler! —dijo Dortmunder.

—¡Eso es! —aseguró Kelp, y sacudió la cabeza—. Está entre rejas. Lo cazaron por soltar un león.

Dortmunder volvió la cabeza y miró a Kelp.

—¿Que hizo qué?

—Yo no tengo la culpa —contestó—. Eso es lo que oí. Llevó a sus chicos al zoológico. Estaba aburrido y empezó a jugar con las cerraduras, completamente distraído, como nos podría pasar a ti o a mí, y, de repente, el león estaba suelto.

—Qué bonito —dijo Dortmunder.

—Yo no tengo la culpa —reiteró Kelp. Luego agregó—: ¿Qué te parece Chefwick? ¿Lo conoces?

—El ferroviario loco. Está más loco que una cabra.

—Pero es un gran cerrajero —afirmó Kelp—. Y está disponible.

—Está bien. Llámale.

—Lo haré —dijo Kelp, mirando pasar a dos chicas vestidas en tonos verdes y dorados—. Ahora necesitamos un conductor.

—¿Qué te parece Lartz? ¿Te acuerdas de él?

—Olvídalo. Está en el hospital.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace un par de semanas. Chocó contra un avión.

Dortmunder le dirigió una lenta y sostenida mirada.

—¿Qué dices?

—Yo no tengo la culpa —volvió a decir Kelp—. Según me contaron, estaba en la boda de un primo suyo en la Isla y volvía a la ciudad, pero tomó el Van Wyck Express en dirección equivocada; cuando se dio cuenta estaba en el aeropuerto Kennedy. Iría un poco borracho, supongo, y...

—Ya... —dijo Dortmunder.

—Sí. Confundió las señales, y después de dar vueltas y vueltas, terminó en la pista diecisiete y chocó con el avión de la Eastern Lines que acababa de llegar de Miami.

—La pista diecisiete —murmuró Dortmunder.

—Eso me dijeron.

Dortmunder sacó su paquete de Camel y, pensativo, se llevó uno a la boca. Le ofreció a Kelp, pero Kelp negó con la cabeza.

—Dejé de fumar. Al final, la publicidad contra el cáncer me convenció.

Dortmunder se quedó con la cajetilla en el aire.

—Publicidad contra el cáncer.

—Sí. En la televisión.

—Hace cuatro años que no veo la televisión.

—Lo que te has perdido.

—Parece que sí —contestó Dortmunder—. Publicidad contra el cáncer...

—Así es. Te pone los pelos de punta. Ya lo sabrás cuando veas uno de esos anuncios.

—Sí —dijo Dortmunder. Guardó el paquete y encendió el cigarrillo—. Volviendo a lo del conductor... ¿Has oído si le ha sucedido algo extraño a Stan Murch últimamente?

—¿Stan? No. ¿Qué le ha pasado?

Dortmunder volvió a mirarlo.

—Solo te lo preguntaba...

Kelp se encogió de hombros, perplejo.

—La última vez que oí algo de él estaba perfectamente.

—Entonces ¿por qué no le llamamos?

—Si estás seguro de que está bien...

Dortmunder suspiró.

—Le llamaré y se lo preguntaré —dijo.

—Bueno, y ahora ¿qué me dices de nuestro vigilante?

—No se me ocurre nadie.

Kelp lo miró sorprendido.

—¿Por qué? Tienes buen tino.

Dortmunder suspiró.

—¿Qué pasa con Ernie Danforth? —preguntó.

Kelp meneó la cabeza.

—Abandonó el rollo.

—¿Abandonó?

—Sí, se hizo cura. Eso me contaron. Estaba viendo esa película de Pat O’Brien, en la última...

—Está bien. —Dortmunder se puso de pie. Tiró el cigarrillo al lago—. Y ahora te pregunto por Alan Greenwood —dijo con voz firme—, y solo quiero que me digas sí o no.

Kelp se quedó perplejo de nuevo, parpadeando ante Dortmunder.

—¿Sí o no qué? —preguntó.

—¡Si lo podemos utilizar!

Una anciana que miraba a Dortmunder con mala cara desde que había tirado el cigarrillo al lago, palideció de pronto y se alejó rápidamente.

—Claro que lo podemos utilizar. ¿Por qué no? Greenwood es un buen tipo.

—¡Le voy a llamar! —gritó Dortmunder.

—Ahora sí que te escucho —dijo Kelp—. Ahora sí que te escucho.

Dortmunder miró a su alrededor.

—Vamos a tomar un trago —dijo.

—Bueno —respondió Kelp, levantándose de un salto—. Lo que tú digas. Vale, vale.

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