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Rollo les había prestado un pequeño aparato de radio portátil, a pilas, japonés, y gracias a ello pudieron oír el boletín informativo. Escucharon atentamente las noticias sobre el audaz atraco, supieron que Murch se había escapado de la ambulancia, se enteraron de la historia del Diamante Balabomo, de que Alan Greenwood había sido arrestado y acusado de complicidad en el robo, y de que la banda se las había arreglado para escapar con la piedra preciosa. A continuación oyeron el parte meteorológico y una locutora les puso al corriente sobre el precio de las costillas de cordero y de cerdo en los supermercados de la ciudad. Después apagaron la radio.

Durante un rato nadie dijo nada. El aire de la habitación del fondo del bar tenía un tono azulado por el humo de los cigarros, y los rostros bajo el resplandor de la bombilla eléctrica se veían pálidos y cansados.

Al fin, Murch dijo con aire sombrío:

—No fui brutal. —El locutor del informativo había descrito el ataque al enfermero de la ambulancia como «brutal»—. Solo le di un golpe en la mandíbula. —Con el puño cerrado trazó un arco en el aire—. Así —continuó—. No puede decirse que haya sido brutal.

Dortmunder se volvió hacia Chefwick.

—Tú le diste el diamante a Greenwood.

—Así es.

—¿No se te pudo caer al suelo?

—No —respondió Chefwick. Se sintió ofendido, pero es que todos estaban irritables—. Recuerdo perfectamente que se lo di.

—¿Por qué? —preguntó Dortmunder.

—En realidad, no lo sé. Con los nervios del momento... No sé por qué lo hice. Tenía que cargar con el maletín, él no llevaba nada y yo estaba aturdido, así que se lo puse en la mano.

—Pero la policía no se lo encontró encima —dijo Dortmunder.

—Quizá lo perdió —intervino Kelp.

—Quizá —dijo Dortmunder, mirando de nuevo a Chefwick—. ¿No te lo habrás guardado tú, verdad?

Chefwick se levantó de golpe, ofendido.

—Cachéame —dijo—. Insisto. Cachéame ahora mismo. En todos los años que he trabajado y en toda la clase de trabajos en los que he participado nadie dudó de mi honradez. Nunca. Insisto en que me cachees.

—Está bien —respondió Dortmunder—. Siéntate, sé que no lo tienes. Estoy un poco nervioso, nada más.

—Insisto en que me cachees.

La puerta se abrió y entró Rollo con una copa de jerez helado para Chefwick y más hielo para Dortmunder y Kelp, que compartían una botella de whisky.

—La próxima vez habrá más suerte, muchachos —les dijo.

Chefwick, más calmado, se sentó y empezó a sorber el jerez.

—Gracias, Rollo —contestó Dortmunder.

—Aún podría con otra cerveza —dijo Murch.

Rollo lo miró.

—Los deseos asombrosos no cesan —comentó, y salió.

Murch miró a sus colegas.

—¿Qué significa todo esto?

Nadie le contestó. Kelp le preguntó a Dortmunder:

—¿Qué le vamos a decir a Iko?

—Que no lo tenemos —respondió Dortmunder.

—No me va a creer.

—Mala suerte —dijo Dortmunder—. Dile lo que se te ocurra.

Terminó su trago y se puso de pie.

—Me voy a casa.

—Ven conmigo a ver a Iko —le pidió Kelp.

—Ni muerto —respondió Dortmunder.

Un diamante al rojo vivo

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