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—Todo lo que tenías que hacer era tocar la bocina —dijo Dortmunder. Estaba furioso porque le escocía el nudillo despellejado contra el pómulo de Kelp. Se llevó el nudillo a la boca.

—Iba a hacerlo, pero me armé un lío —contestó Kelp—. Pero ya no hay ningún problema.

Iban camino de Nueva York por la autopista, con el Cadillac a ciento veinte kilómetros por hora. Kelp sostenía el volante con una mano y de vez en cuando echaba un vistazo afuera para ver si seguían en el carril; por lo demás, el coche se conducía solo.

Dortmunder se sentía exhausto. Trescientos dólares tirados a la basura, un susto de muerte, casi atropellado por un maldito loco en un Cadillac y con el nudillo despellejado, todo en el mismo día.

—¿Por qué diablos has ido a buscarme? —preguntó—. Me dieron un billete para el tren. No hacía falta que nadie me recogiera con su coche.

—Estoy seguro de que necesitas trabajo —respondió Kelp—. A menos que ya tengas algo planeado.

—No tengo nada planeado —aseveró Dortmunder. Ahora que lo pensaba, también esto le ponía de mal humor.

—Bueno, tengo algo muy especial para ti —dijo Kelp, con una sonrisa de oreja a oreja.

Dortmunder decidió parar de quejarse.

—Muy bien. Te escucho. ¿Cuál es la historia?

—¿Has oído hablar alguna vez de un sitio llamado Talabwo? —preguntó Kelp.

Dortmunder frunció el ceño.

—¿No es una de esas islas del sur del Pacífico?

—No, es un país. En África.

—Nunca he oído hablar de él. He oído hablar del Congo.

—Es cerca de ahí, creo.

—Esos países son todos muy calientes, ¿no? Quiero decir, con temperaturas muy altas.

—Sí, creo que sí —contestó Kelp—. No lo sé, nunca he estado en ninguno de ellos.

—No creo que tenga ganas de ir ahí —dijo Dortmunder—. También hay muchas enfermedades y matan a mucha gente blanca.

—Solamente a las monjas. Pero el trabajo no es allí, es aquí mismo, en nuestra querida y vieja Norteamérica.

—Ah. —Dortmunder se chupó el nudillo, y luego preguntó—: ¿Entonces para qué hablas de ese lugar?

—¿Talabwo?

—Sí, Talabwo. ¿Por qué hablas de él?

—Ya llegaremos a eso —dijo Kelp—. ¿Has oído hablar de Akinzi?

—¿Es ese médico que escribió un libro sobre sexo? —preguntó Dortmunder—. En la cárcel quise pedirlo en la biblioteca, pero tenían una lista de espera de doce años. Me anoté en ella por si lo devolvían mientras estaba en libertad condicional, pero nunca conseguí el libro. El que lo escribió se murió, ¿no?

—No estoy hablando de eso —dijo Kelp. Delante de él iba un camión, así que tuvo que ocuparse del volante por un minuto. Tomó el otro carril, dejó atrás el camión y retomó su carril. Luego miró a Dortmunder y continuó—: Estoy hablando de un país. Otro país que se llama Akinzi. —Y deletreó la palabra.

Dortmunder meneó la cabeza.

—¿También está en África?

—Ah, de ese sí que has oído hablar.

—No, pero lo he adivinado.

—Ah. —Kelp echó un vistazo a la autopista—. Sí, es otro país de África. Había allí una colonia británica, y cuando se independizó se armó el gran lío, porque había dos poderosas tribus y ambas querían gobernar, así que hubo una guerra civil y por fin decidieron dividirlo en dos países, Talabwo y Akinzi.

—Sabes un montón de cosas sobre ese asunto —dijo Dortmunder.

—Me lo han contado.

—Pues hasta ahora no le veo la gracia.

—Ahora te cuento. Parece ser que una de esas tribus tiene un diamante, una joya a la cual acostumbraban a rezarle como a un dios, y se ha convertido en su símbolo. Como una mascota. Como la tumba del soldado desconocido, algo parecido.

—¿Un diamante?

—Se supone que vale medio millón de dólares —contestó Kelp.

—¡La puta!

—Por supuesto, es imposible traficar con una cosa así, es demasiado conocido. Y costaría mucho.

Dortmunder asintió con la cabeza.

—Es lo que me imaginaba, cuando creía que ibas a proponerme que robáramos el diamante.

—Eso es lo que voy a proponerte —dijo Kelp—. Ese es el asunto: robar el diamante.

Dortmunder sintió que se estaba poniendo otra vez de mal humor. Sacó el paquete de Camel del bolsillo de la camisa.

—Si no lo podemos vender, ¿para qué coño lo vamos a robar?

—Porque tenemos un comprador —respondió Kelp—. Paga treinta mil dólares por cabeza para conseguir el diamante.

Dortmunder se puso un cigarrillo en la boca y el paquete en el bolsillo.

—¿Cuántos hombres? —preguntó.

—Creo que cinco.

—Son ciento cincuenta de los grandes por una piedra de medio millón de dólares. Una verdadera ganga.

—Ganamos treinta de los grandes cada uno —apuntó Kelp.

Dortmunder apretó el encendedor del salpicadero.

—¿Y quién es el tipo? ¿Algún coleccionista?

—No, es el embajador de Talabwo en la ONU.

Dortmunder miró a Kelp.

—¿Quién...? —preguntó.

El encendedor, ya caliente, saltó del salpicadero y cayó al suelo. Kelp lo repitió.

Dortmunder cogió el encendedor y encendió su cigarrillo.

—Explícate —le ordenó.

—Claro —dijo Kelp—. Cuando la colonia británica se dividió en dos países, Akinzi se quedó con la ciudad donde se guardaba el diamante. Pero Talabwo es el país cuya tribu siempre tuvo el diamante. La ONU mandó gente para hacer de mediadores en la situación, y Akinzi pagó una suma por el diamante, pero el dinero no es el problema. Talabwo quiere el diamante.

Dortmunder sacudió el encendedor y lo tiró por la ventanilla.

—¿Por qué no se declaran la guerra? —preguntó.

—Las fuerzas de los dos países están muy equilibradas. Son un par de pesos pesados; se arruinarían mutuamente y ninguno de los dos ganaría.

Dortmunder dio una calada al cigarrillo y echó el humo por la nariz.

—Si robamos el diamante y se lo damos a Talabwo —dijo—, ¿por qué Akinzi no puede presentarse ante la ONU y decirles: «Hagan que nos devuelvan nuestro diamante»? —Estornudó.

—Talabwo no va a divulgar que lo tiene —contestó Kelp—. No quiere exhibirlo ni nada por el estilo; lo único que quieren es tenerlo. Es un símbolo para ellos. Como aquellos escoceses que robaron la piedra de Scone hace unos años.

—¿Quiénes hicieron qué?

—Fue algo que sucedió en Inglaterra —respondió Kelp—. No importa; en cuanto al asunto del diamante, ¿te interesa?

—Depende —dijo Dortmunder—. ¿Dónde está guardado el diamante?

—En este momento lo exhiben en el Coliseo de Nueva York. Hay una Exposición Panafricana con toda clase de cosas de África, y el diamante forma parte de la exposición de Akinzi.

—Entonces se supone que tenemos que sacarlo del Coliseo.

—No necesariamente —replicó Kelp—. La exposición estará de gira un par de semanas. Pasará por una gran cantidad de sitios diferentes, y viajará en tren y en camión. Tendremos muchas oportunidades de echarle la mano encima.

Dortmunder asintió con un gesto.

—Muy bien —comentó—. Conseguimos el diamante y se lo damos a ese tipo...

—Iko —dijo Kelp, pronunciando Iko y acentuando mucho la primera sílaba.

Dortmunder arrugó el entrecejo.

—¿Eso no es una cámara japonesa?

—No, es el embajador de Talabwo en la ONU. Y si te interesa el trabajo, es a él a quien debemos ver.

—¿Sabe que voy a ir?

—Claro —contestó Kelp—. Le dije que lo que necesitábamos era un cerebro, y le dije que Dortmunder era el mejor cerebro para un negocio así, y que si teníamos suerte te localizaríamos para que prepararas el asunto para nosotros. No le conté que acaban de soltarte.

—Bien —dijo Dortmunder.

Un diamante al rojo vivo

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