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Dortmunder entró al O. J. Bar and Grill de Amsterdam Avenue a las diez menos cinco. Dos clientes jugaban una partida en la máquina del millón, y otros tres, en la barra, rememoraban a Irish McCalla y a Betty Page. Detrás de la barra estaba Rollo, alto, corpulento, calvo y mal afeitado, con una sucia camisa blanca y un sucio delantal blanco.

Esa misma tarde, Dortmunder ya había advertido a Rollo acerca de la reunión, pero se detuvo ante la barra un segundo, por cortesía.

—¿No ha llegado nadie todavía? —preguntó.

—Un tipo —contestó Rollo—. Ha pedido una cerveza. Me parece que no lo conozco. Está al fondo.

—Gracias.

—Para usted un whisky doble, ¿no es cierto? Solo.

—Me sorprende que te acuerdes —dijo Dortmunder.

—No olvido a mis clientes —respondió Rollo—. Me alegro de verlo de nuevo. Si quiere le doy la botella.

—Gracias otra vez —dijo Dortmunder, y siguió su camino. Dejó atrás a los nostálgicos y pasó ante dos puertas con sendos dibujos de unas siluetas caninas y en las que se leía POINTERS y SETTERS, respectivamente; pasó frente a la cabina telefónica y la puerta verde del fondo y entró en una habitación cuadrada, con el suelo de cemento. Las paredes estaban prácticamente cubiertas, desde el suelo hasta el techo, de cajas de cerveza y otras bebidas alcohólicas. En el centro del cuarto había un pequeño espacio libre, donde justo cabían una vieja mesa destartalada con un tapete de fieltro verde, media docena de sillas y una pequeña bombilla con una tulipa de latón que colgaba de un largo cable negro.

Stan Murch estaba sentado ante la mesa, con medio vaso de cerveza frente a él. Dortmunder cerró la puerta.

—Has llegado pronto.

—Hice un buen tiempo —respondió Murch—. En vez de ir por el camino que rodea el Belt, subí por Rockaway Parkway hasta Grand Army Plaza y seguí derecho por Flatbush Avenue hasta el puente de Manhattan. Desde allí, por la Tercera Avenida y por el parque hasta la Setenta y Nueve. De noche se puede hacer más rápido por ese recorrido que si se rodea el Belt Parkway y se sigue por el túnel de Battery y West Side Highway.

Dortmunder lo miró.

—¿Ah, sí?

—De día es el mejor camino —contestó Murch—. Pero por la noche las calles de la ciudad son igual de buenas. Mejor.

—Qué interesante —dijo Dortmunder, y se sentó.

Se abrió la puerta y entró Rollo con un vaso y una botella de algo que se llamaba Amsterdam Liquor Store Bourbon: «Nuestra propia marca de fábrica». Rollo puso la botella y el vaso frente a Dortmunder.

—Afuera hay un tipo que me parece que viene a la reunión. Ha pedido un jerez. ¿Le pongo el Doble-O?

—¿Ha preguntado por mí?

—Ha preguntado por un tal Kelp. ¿Es el Kelp que yo conozco?

—El mismo —dijo Dortmunder—. Tiene que ser uno de los nuestros. Hazlo pasar.

—Lo haré. —Rollo miró el vaso de Murch—. ¿Quiere otra ronda?

—No, todavía me queda —respondió Murch.

Rollo dirigió una mirada a Dortmunder y salió. Un minuto después entró Chefwick con su copa de jerez.

—¡Dortmunder! —exclamó, sorprendido—. Fue con Kelp con quien hablé por teléfono, ¿no es cierto?

—Estará aquí dentro de un momento —dijo Dortmunder—. ¿Conoces a Stan Murch?

—Creo que no tengo el gusto.

—Stan es nuestro chófer. Stan, te presento a Roger Chefwick, nuestro cerrajero. El mejor en su oficio.

Murch y Chefwick inclinaron la cabeza mascullando unas palabras, y Chefwick se sentó a la mesa y preguntó:

—¿Falta alguno?

—Solo dos —contestó Dortmunder, y entró Kelp con un vaso en la mano.

—Dice que tienes la botella —dijo a Dortmunder.

—Siéntate —respondió Dortmunder—. Todos os conocéis, ¿verdad?

Sí. Todos dijeron hola, y Kelp se echó whisky en su vaso. Murch tomó un sorbo de cerveza.

Se abrió la puerta y Rollo asomó la cabeza.

—Afuera hay un tipo que ha pedido un Dewar’s con agua y me ha preguntado por usted —le dijo a Dortmunder—, pero en realidad no sé si...

—¿Por qué no? —preguntó Dortmunder.

—No me parece que esté sobrio.

Dortmunder hizo una mueca.

—Pregúntale si se llama Greenwood, y si es él, hazlo pasar.

—Está bien. —Rollo miró la cerveza de Murch e interrogó—: ¿Está todo bien?

—Perfecto —contestó Murch. Su vaso aún contenía un cuarto, pero la cerveza ya no tenía espuma—. A menos que quiera traerme un poco de sal.

Rollo le dirigió una mirada a Dortmunder.

—Ahora mismo —dijo, y salió.

Un poco después entró Greenwood con la bebida en la mano y un salero en la otra.

—El camarero me ha dicho que el que estaba tomando cerveza quería esto —dijo. Parecía achispado, pero no borracho.

—Es para mí —dijo Murch.

Murch y Greenwood fueron presentados; después Greenwood se sentó y Murch echó un poco de sal en la cerveza, que recobró algo de espuma. La bebió a sorbos.

Dortmunder dijo:

—Bueno, ya estamos todos. —Miró a Kelp—. ¿Quieres contar tú el asunto?

—No —contestó Kelp—. Hazlo tú.

—Muy bien —dijo Dortmunder. Les contó el plan y agregó—: ¿Alguna pregunta?

—¿Cobramos ciento cincuenta por semana hasta que hagamos el trabajo? —inquirió Murch.

—Así es.

—Entonces, ¿para qué hacerlo?

—Tres o cuatro semanas es todo lo que conseguiremos del mayor Iko —dijo Dortmunder—. Tal vez seiscientos por cabeza. Prefiero tener los treinta mil.

—¿Quiere sacar el diamante del Coliseo o prefiere esperar a que esté en camino? —preguntó Chefwick.

—Eso lo hemos de decidir nosotros —respondió Dortmunder—. Kelp y yo estuvimos allí el otro día y parece estar muy bien custodiado, pero podría ser que reforzaran aún más la vigilancia durante la gira. ¿Por qué no vais mañana a ver qué os parece?

Chefwick asintió.

—Perfecto —dijo.

—Una vez que consigamos el diamante, ¿por qué devolvérselo al mayor? —preguntó Greenwood.

—Es el único comprador —respondió Dortmunder—. Kelp y yo hemos considerado todas las posibilidades.

—Por esa razón somos flexibles en nuestras opiniones —dijo Greenwood.

Dortmunder paseó la mirada por los demás.

—¿Más preguntas? ¿No? ¿Ninguno abandona? ¿No? Bien. Mañana vais al Coliseo y le echáis un vistazo a la pieza. Nos volveremos a encontrar mañana aquí, a la misma hora. Para entonces ya habré recibido del mayor el pago de la primera semana de gastos.

—¿Podemos vernos más temprano mañana? Venir a las diez me estropea la noche —dijo Greenwood.

—No muy temprano —apuntó Murch—. No quiero que me pille la hora punta del tráfico.

—Bueno, ¿qué os parece a las ocho? —preguntó Dortmunder.

—Bien —contestó Greenwood.

—Bien —contestó Murch.

—A mí también me parece bien —dijo Chefwick.

—De acuerdo, pues —sentenció Dortmunder. Echó su silla hacia atrás y se puso de pie—. Nos vemos mañana aquí a las ocho.

Todo el mundo se levantó. Murch terminó su cerveza y se relamió los labios.

—¡Aaaahhh! —exclamó. Luego preguntó—: ¿Alguien quiere que le lleve a algún lado?

Un diamante al rojo vivo

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