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Conducía por una recta.

—Muy bien, chico. —Stan Murch masculló entre sus apretados dientes—. Eso es.

Iba encorvado sobre el volante, los dedos dentro de sus guantes de cabritilla aferrados al volante, su pie tenso sobre el acelerador, sus ojos recorriendo todos los mandos, controlando todos los indicadores: velocímetro, cuentakilómetros, la aguja del depósito, la temperatura, el reloj. Hacía presión contra el cinturón de seguridad, como queriendo impulsar el coche, y veía la larga y brillante parte delantera de su automóvil acercarse más y más al tipo que le precedía. Lo adelantaría por la derecha y, una vez hecho, tendría vía libre.

Pero el tipo lo había visto acercarse y Murch pudo ver cómo se alejaba el coche, huyendo del peligro.

No. No sucedería nada. Murch miró por el retrovisor, detrás de él, y vio que todo estaba en orden. Apretó con fuerza el acelerador. El Mustang aceleró la marcha, se precipitó hacia el Pontiac verde y cruzó dos carriles. Murch aflojó el acelerador. Había dejado bien claro quién era quién, y ahora tenía que tomar el desvío.

«Canarsie», decía la señal. Murch condujo su coche fuera de la autopista, giró por la rotonda y salió a la autovía de Rockaway, una carretera larga y ancha, bordeada de casas en construcción, supermercados y filas de casas iguales.

Murch vivía con su madre en la calle Noventa y nueve Este, a unas pocas manzanas de la autopista de Rockaway. Hizo un giro a la derecha y otro a la izquierda, aminoró cuando llegó a mitad de la calle, vio que el taxi de su madre estaba en la entrada de coches y siguió hasta un espacio libre cerca de la esquina. Cogió el disco que había comprado —Sonidos de Indianápolis— del asiento trasero y caminó hasta su casa. Era una casa adosada para dos familias, en la que él y su madre ocupaban las tres habitaciones y media que tenía el primer piso, y varios inquilinos ocupaban las cuatro habitaciones y media del segundo. El primer piso tenía solo tres habitaciones y media, porque la que podría ser la cuarta era un garaje.

El actual inquilino, un comerciante de pescados llamado Friedkin, estaba sentado al aire libre en lo alto de la escalera exterior del segundo piso. La mujer de Friedkin obligaba a su marido a sentarse al aire libre siempre que no hubiera ventisca ni se produjera una explosión atómica. Friedkin le hizo una seña, un olor marino se desprendía de él.

—¿Qué haces, muchacho? —gritó.

—Uh —dijo Murch. Hablar con la gente no era su fuerte. La mayoría de sus conversaciones las mantenía con los automóviles.

Entró en su casa.

—¡Mamá! —llamó. Se quedó esperando en la cocina.

Su madre estaba abajo, en la habitación extra. Al lado de las habitaciones disponían de un sótano semiacabado, que la mayoría de los vecinos consideraban un cuarto de estar, en la húmeda planta baja. Murch y su madre convirtieron ese vulnerable habitáculo en el dormitorio de Murch.

La madre de Murch subió.

—Ya estás aquí —dijo.

—Mira lo que he traído —dijo Murch, y le enseñó el disco.

—Ponlo —ordenó ella.

—Bueno.

Entraron en la salita y mientras ponía el disco en el plato, Murch preguntó:

—¿Cómo es que has vuelto tan temprano a casa?

—¡Bah! —respondió ella disgustada—. Un policía descarado me echó del aeropuerto.

—Has llevado a más de un cliente otra vez —dijo Murch.

—Bueno, ¿por qué no? —chilló ella—. Esta ciudad tiene escasez de taxis, ¿no? Tendrías que ver a toda esa gente allí fuera, en el aeropuerto; tienen que esperar media hora, una hora; podrían hacer un viaje a Europa antes de conseguir un taxi para ir a Manhattan. Así que trato de ayudar un poco. A ellos no les importa, a los clientes no les importa, tienen que pagar la misma tarifa, de todas maneras. Y a mí me beneficia; cobro dos o tres veces la tarifa. Y eso ayuda a la ciudad, mejora su condenada imagen. Pero intenta explicarle eso a un poli. Pon el disco.

—¿Cuánto tiempo te han retirado el permiso?

—Dos días —respondió ella—. Pon el disco.

—Mamá —dijo, poniendo la aguja sobre el disco en movimiento—, me gustaría que no corrieras esos riesgos. No nos sobra el dinero.

—Tienes bastante para gastártelo en discos. Pon el disco.

—Si hubiera sabido que te iban a retirar el permiso dos días...

—Siempre estás a tiempo para conseguir un trabajo. Pon el disco.

Herido en su amor propio, Murch cogió el brazo del tocadiscos, lo retiró y lo colocó sobre el soporte, y apoyó sus manos en las caderas.

—¿Es eso lo que quieres? —preguntó—. ¿Quieres que me ponga a trabajar en correos?

—No, no me hagas caso —contestó su madre, repentinamente arrepentida. Se levantó y le palmeó la mejilla—. Sé que algo llegará para ti muy pronto. Pero cuando tienes dinero, Stan, nadie sobre la faz de la tierra lo gasta con más facilidad que tú.

—Muy cierto —respondió Murch más tranquilo, pero aún un poco malhumorado.

—Pon el disco —dijo su madre—. Quiero oírlo.

—Por supuesto.

Murch posó la aguja sobre el borde del disco. La sala se llenó de chillidos de neumáticos, rugidos de motores y chirridos de engranajes.

Escucharon en silencio la cara uno.

—Es un buen disco —dijo Murch cuando acabó.

—Creo que es de los mejores, Stan —convino su madre—. De veras. Pon la otra cara.

—Bueno.

Murch se dirigió al tocadiscos y dio la vuelta al disco. Sonó el teléfono.

—¡Coño! —exclamó.

—Déjalo que suene —dijo su madre—. Pon la otra cara.

Murch puso la otra cara y el timbre del teléfono quedó sepultado bajo el súbito bramido de treinta motores de coches.

Pero quienquiera que llamara no se daba por vencido. En los silencios del disco seguía oyéndose el timbre del teléfono: una presencia molesta. Un corredor que tomaba la última curva a doscientos kilómetros por hora no tenía por qué prestar atención al teléfono.

Murch acabó por sacudir la cabeza, disgustado, se encogió de hombros, miró a su madre y descolgó el auricular:

—¿Quién es? —preguntó, gritando por encima de los ruidos del disco.

—¿Stan Murch? —contestó una voz distante.

—Sí, soy yo.

La voz distante dijo algo más.

—¡Soy Dortmunder!

—¡Ah, sí! ¿Cómo estás?

—¡Bien! ¿Dónde vives, en medio de una feria internacional?

—¡Espera un segundo! —gritó Murch. Dejó el auricular y apagó el tocadiscos—. Lo pondré de nuevo dentro de un minuto —le dijo a su madre—. No hay mal que cien años dure.

Murch regresó al teléfono.

—Hola, ¿Dortmunder?

—Así está mejor —dijo Dortmunder—. ¿Qué has hecho, has cerrado la ventana?

—No, era un disco.

Hubo un largo silencio.

—¿Dortmunder? —preguntó Murch.

—¡Aquí estoy! —contestó Dortmunder, pero su voz se oía más débil que antes. Después más fuerte otra vez—: Me pregunto si estarás disponible para un trabajo de chófer.

—Por supuesto.

—Te espero esta noche en el O. J. Bar and Grill, en Amsterdam Avenue —dijo Dortmunder.

—De acuerdo. ¿A qué hora?

—A las diez.

—Ahí estaré. Hasta luego, Dortmunder.

Murch colgó el auricular y le dijo a su madre:

—Bueno, parece que pronto tendremos algo de dinero.

—Estupendo —contestó la madre—. Pon el disco.

Murch volvió a poner la cara dos desde el principio.

Un diamante al rojo vivo

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