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Dortmunder se sonó la nariz.

—Capitán, usted no sabe cuánto aprecio la atención personal que me ha demostrado —dijo.

Ya no sabía qué hacer con el pañuelo de papel, así que lo convirtió en una bolita y lo conservó en el puño.

El capitán Oates le dirigió una breve sonrisa, se puso en pie detrás de su escritorio, dio media vuelta hasta donde estaba Dortmunder y le palmeó el brazo.

—Poder ayudar a alguien es una gran satisfacción, la mayor. —El tipo era un funcionario moderno, educado en la universidad, atlético, enérgico, reformista, idealista, sociable. Dortmunder lo odiaba—. Le acompaño hasta la puerta, Dortmunder —añadió el capitán.

—No, por favor, capitán —contestó Dortmunder. Sentía el pañuelo, frío y pegajoso, adherido a la palma.

—Para mí será un placer —dijo el capitán—. Verle cruzar esa puerta y saber que nunca más cometerá un delito, que nunca más estará de nuevo entre estas paredes, y saber que una parte de su rehabilitación se debe a mí. No puede imaginar el placer que esto me proporciona.

Dortmunder no sentía placer alguno. Había vendido su celda por trescientos dólares (barato, dado que contaba con agua caliente y un túnel directo hasta la enfermería) y se suponía que le entregarían el dinero en cuanto estuviera fuera. No podía cobrarlo antes porque podían quitárselo en el control final. Pero ¿cómo podrían entregárselo con el capitán pegado a sus talones?

Gastó desesperadamente su último cartucho.

—Capitán —dijo—, ha sido en esta oficina donde siempre le he visto, donde he escuchado su...

—Vamos, vamos, Dortmunder —interrumpió el capitán—, podemos hablar de camino a la puerta.

Así fue como se dirigieron hacia la salida, juntos. En el último tramo del amplio patio, Dortmunder vio a Creasey, el encargado de entregarle los trescientos dólares, dirigiéndose hacia ellos, pero se paró de repente. Creasey hizo un discreto gesto que quería decir: «No se ha podido hacer nada».

Dortmunder hizo otro gesto, que quería decir: «Que se vayan todos al diablo, ya sé que no se puede hacer nada».

Cuando llegaron a la puerta, el capitán se detuvo y le tendió la mano.

—Buena suerte, Dortmunder. ¿Puedo decirle que espero no tener que verle más?

Era un chiste, porque se rio.

Dortmunder cambió el pañuelo a su mano izquierda. Estaba empapado y rezumaba en su palma. Le dio la mano al capitán.

—Yo también espero no tener que verle más, capitán.

No era un chiste, pero de todos modos se rio. De repente, la expresión del capitán se hizo un tanto vidriosa:

—Sí —afirmó—, sí.

Dortmunder se volvió y el capitán se miró la palma de la mano.

Una vez abierta la puerta principal, Dortmunder salió. La puerta se cerró. Por fin estaba libre, su cuenta con la sociedad estaba saldada. También había perdido trescientos dólares. ¡Maldita sea! Contaba con ese dinero. Todo lo que tenía eran diez pavos y un billete de tren.

Furioso, tiró el pañuelo de papel en la acera.

Basura.

Un diamante al rojo vivo

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