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Capítulo 5 La espiritualidad durante la niñez temprana

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“De cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él”. Marcos 10:15

¿Cuándo comienzan los niños a crecer espiritualmente? En una de sus declaraciones más iluminadoras, Elena de White sugiere que la religión puede comenzar cuando son tan solo bebés. “Llevad a vuestros hijos en oración a Jesús, pues él hizo posible que ellos aprendan la religión mientras aprenden a formular las palabras del idioma” (El hogar adventista, p. 289). A los dos años, la mayoría de los niños usan palabras para comunicarse con otras personas. El aprendizaje del lenguaje en verdad comienza aún antes, cuando el bebé ya hace ruiditos con la boca y parece parlotear, y de otras maneras se prepara para hablar durante su primer año. De su declaración inspirada, deduzco que los niños son capaces de aprender religión antes de los dos años.

¿Qué clase de religión pueden aprender los bebés y los niños pequeños? ¡No por cierto los 2.300 días ni las siete plagas postreras! Sus lecciones espirituales son mucho más básicas que los puntos sutiles de doctrina. Los primeros pasos en la vida religiosa consisten en amor, confianza y obediencia, y estos permanecen como piedras angulares durante toda la niñez temprana. Son las lecciones espirituales que finalmente conducen a una relación salvadora con Jesucristo. Si los niños pequeños experimentan amor y confianza y aprenden a obedecer, su fundamento para su experiencia espiritual será fuerte. Además, ciertamente, los niños absorben mucho más de la religión durante la niñez temprana.

Patrones de vida

Primero, ellos aprenden patrones de vida, que son vitales para la vida espiritual. Juanita se duerme sobre el sofá mientras espera el almuerzo del sábado. Se la ve tan agotada que nuestro anfitrión decide no despertarla cuando comenzamos a comer. Envueltos en la animada conversación, todos nos olvidamos momentáneamente de la niña dormida. Cuando recogemos la mesa para servir el postre, llega Juanita, con los ojos soñolientos, pero con mucha hambre.

Mamá sienta a Juanita en su silla alta, le sirve el alimento y pone el plato frente a ella. Durante todo este tiempo, ignora completamente a la niña, mientras continuamos con nuestra conversación adulta. Confundida, Juanita mira en derredor de toda la mesa a cada adulto ocupado en comer su postre, luego mira su propio plato. Otra vez sus ojos recorren la mesa de adultos absortos y, finalmente, descansan en su alimento.

Quedamente, sin ayuda alguna, sin el estímulo de nadie, inclina su cabeza, junta las manos y murmura algo que no alcanzo a oír desde el otro lado de la mesa. Satisfecha de haber resuelto su dilema personal, Juanita ataca su alimento con vigor. “¿Por qué los adultos estaban comiendo sin hacer la oración?”, quedará en su cabecita como un misterio, pero ella hizo lo que se suponía que debía hacer antes de comer.

He pensado a menudo en Juanita. El conocimiento de que es correcto orar antes de comer no le había venido de nacimiento. Lo había aprendido de sus padres. Desde cuando podía recodar, mamá y papá siempre habían orado antes de comer, y también le habían ayudado a ella a dar gracias a Jesús por la comida. Día tras día, mes tras mes, cuando probablemente parecía que Juanita no estaba prestando mucha atención, mamá y papá continuaron orando y ayudándola a juntar las manos para orar. En efecto, no puede recordar una vez cuando su familia comiera sin decirle primero “gracias” a Dios.

De esta manera, cuando llega el momento de tomar su decisión, Juanita está preparada. Sabe que tiene que orar antes de comer, aun cuando ningún otro pareciera recordarlo. Habiéndolo hecho siempre de esta manera, lo hará ahora, sola. Satisfecha de haber hecho lo correcto, piensa ahora que el alimento sabe maravillosamente.

Juanita estaba aprendiendo, como principiante, los patrones de vida que llegarán a ser parte de la fibra de su ser. Llegarán a ser de tal manera una parte integral de su modo de vida que no tendrá que hacer decisiones conscientes respecto de ellos. Sencillamente, no se le ocurrirá hacerlo de otra manera. Sus patrones de vida –a veces llamados “hábitos”– harán una gran diferencia en los años por venir. Serán una parte del fuerte fundamento de su vida espiritual.

Puedes enseñar a tus hijos muchos patrones como este durante su infancia temprana: orar antes de las comidas, antes de ir a dormir, cuando hay problemas o cuando se necesita perdón; ir a la Escuela Sabática y a la iglesia cada semana, vestir ropas especiales los sábados, llevar ofrenda, sentarse calladitos en la iglesia; reunirse cada día en el culto familiar para leer la Palabra de Dios, aprender el versículo de memoria, cantar y orar juntos; prepararse para el sábado y dar la bienvenida al día santo de Dios.

Tales patrones, repetidos cada día (o cada semana), hacen de la religión una parte de los bloques con que se edifica la vida. Tu niño nunca recordará una vez cuando no oró o no fue a la iglesia. El plan original de Dios para los niños incluye conocerlo a él desde el mismo comienzo, de modo que pueda ser siempre parte de sus vidas.

Les enseñamos a nuestros niños muchos hábitos durante sus primeros seis años de vida, tales como cepillarse los dientes, recoger sus ropas y juguetes, ayudar a otras personas. Hacer tales cosas todos los días hace que se impregnen profundamente hasta que llegan a ser naturales y automáticas. Los patrones de vida religiosos son lo mismo. Una parte vital de la crianza de los niños pequeños es enseñarles los hábitos que quieres que adopten para toda la vida.

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