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—XXXI— Palabra de casamiento
ОглавлениеDesde que tuvo secretos que confiar, por natural instinto Amparo se arrimó a la Comadreja más que a Guardiana. Esta andaba no sé cómo, medio enferma, con la paletilla caída, según decía; y por más que se la levantó una saludadora con los rezos y ensalmos de costumbre, la paletilla seguía en sus trece, y la muchacha tristona, pensando en cómo quedarían sus pequeños si se muriese ella. Hallaba Amparo en el semblante de Guardiana no sé qué limpidez, qué tranquilidad honesta, que le helaban en los labios el cuento de amores cuando iba a empezarlo; al paso que Ana, con su nervioso buen humor, su cara puntiaguda rebosando curiosidad, convidaba a hablar. Amparo la tomó por confidente, y hasta por compañera. Ana, viuda a la sazón de su capitán mercante, que andaba allá por Ribadeo, se prestó gustosa a ser, en cierto modo, la dueña guardadora de la Tribuna. Por su parte Baltasar se apoderó de Borrén. Estaban aún los dos enamorados en el período comunicativo.
—¿Te dio palabra de casarse contigo?—preguntaba Ana a su amiga.
—No cuadró que yo se la pidiese.... Una vez, con disimulo, le indiqué algo.... ¡Si no fuese por la familia! ¡La madre, sobre todo, que es así!
Y Amparo cerraba el puño.
—¡Bah! Ve tomando paciencia once añitos, como yo.... ¡Y si después lo consigues!...
—No, pues si no quiere casarse... me parece que le doy despachaderas.
Ana notó en estas bravatas que se tambaleaba el alcázar de la firmeza tribunicia. Desde entonces su curiosidad perversa la espoleó, y en cierto modo le halagó la idea de que todas, por muy soberbias que fuesen, paraban en caer como ella había caído. Organizose una especie de sociedad compuesta de cuatro personas, Amparo, Ana, Borrén y Baltasar; cada vez que celebraba sesión este círculo, ya se sabía que la Comadreja «cargaba» con el ronco y galanteador Borrén. Entreteníale con pesadas bromas, con todo género de indirectas y burletas, subrayadas por la risa de sus labios flacos, por el fruncimiento de su hocico de roedor. Ana sabía, como acostumbraba saberlo todo, la historia de Borrén, o por mejor decir, su carencia de historia; y este carácter inofensivo del incansable faldero daba asunto a la Comadreja para crucificarlo a puras chanzas, para clavarle mil alfileres, para abrasarlo. La travesura de pilluelo vicioso que distinguía a Ana le sirvió para olfatear la horrible timidez, el pánico extraño que afligía a aquel hombre tan pródigo de requiebros, tan aficionado al aroma del amor, y tan incapaz, por carácter, de gustarlo, como los soñadores que contemplan la luna de descolgarla del firmamento. ¡Pobre Borrén! Desde el sarcasmo hasta la mal rebozada injuria, todo lo devoró con resignación que podría llamarse angelical, si virtudes de este linaje negativo no fuesen más dignas del limbo que del cielo.
Vestía la primavera de verdor y hermosura cuanto tocaba, y convidados por la amable estación, los cuatro socios acostumbraban aprovechar las tardes de los días festivos, solazándose en los huertos que abundan en la vega marinedina, dominada por el camino real. Pese a su temperamento calculador y enemigo del escándalo, Baltasar cedía a la vehemente codicia del aromático veguero, hasta el punto de acompañar en público a la muchacha, si bien concretándose a aquel rincón apartado de la ciudad. Hacíalo, sin embargo, con tales restricciones, que Amparo se figuraba que lo comprometía dejándose ver a su lado.
En la vega se cultivaban legumbres y algún maíz; pero la prosa de este género de plantíos la encubría la estación primaveral, adornándolos con una apretada red de floración: la col lucía un velo de oro pálido; la patata estaba salpicada de blancas estrellas; el cebollino parecía llovido de granizo copioso; las flores de coral del haba relucían como bocas incitantes, y en los linderos temblaban las sangrientas amapolas, y abría sus delicadas flores color lila el erizado cardo. Los sembrados de maíz, cuyos cotiledones comenzaban a salir de la tierra, hacían de trecho en trecho cuadrados de raso verdegay. Sobre todo, un rincón había en la vega, donde la naturaleza, empeñada en vencer con su espontaneidad los artificios de la horticultura, logró reunir alrededor de un rústico pozo que suministraba muy fresca agua, dos o tres olmos más anchos que copudos, un grupo gracioso de mimbres, helechos y escolopendras, un rosal silvestre, algo, en fin, que rompía la uniformidad de la hortaliza. Aquel paraje era el favorito de Amparo y Baltasar; sobre todo desde que al lado, en los fresales, cuajados de flor blanca, empezaba a madurar la roja fruta. El día de San José, Baltasar consiguió ya recoger para la muchacha media docena de fresas en una hoja de col. Hasta mediados de abril aumentó la cosecha de fresilla; a principios de mayo comenzaba a disminuir, y escasearon los fresones de pulpa azucarosa, que tan suavemente humedecían la lengua. Un domingo del hermoso mes, hallándose reunida la partie carrée en la huerta a pretexto de fresas, ya a duras penas se rastreaba alguna escondida entre las hojas y gulusmeada de babosas y caracoles.
—Don Enrique—exclamaba Ana dirigiéndose a Borrén—, ¿cuántas ha cogido usted ya? ¿Una y media? A ese paso, dentro de quince días las probaremos. No sirve usted... ni para coger fresas.
—¿Cómo que no? Mire usted una preciosa que pillé ahora mismo.... Le digo a usted, Anita, que sirvo para el caso.
—¿A ver? ¡Eso es lo que usted encuentra! Comida de bicharracos.... ¡Uuuuy!
—¿Qué pasa?—exclamó solícito Borrén.
—¡Un babosón!—chilló ratonilmente Ana, sacudiendo los dedos y disparando el glutinoso animalucho al rostro de Borrén, que se pasó apaciblemente el pañuelo por las mejillas, amenazando a la Comadreja con la mano.
Amparo y Baltasar se hallaban un poco más apartados, y cerca del pozo que sombreaban los árboles. Picaban por turno las pocas fresas que tenía Amparo en el regazo sobre una hoja de berza. Las habían recogido juntos, y al hacerlo sus manos trémulas y ávidas se encontraron entre el follaje.
—¡Eh... dejar algunas!—les gritaba inútilmente Ana.
Amparo comía sin saber qué, por refrescarse la boca, donde notaba sequedad y amargor. Borrén miraba el grupo paternalmente, con ojos lánguidos de carnero a medio morir. La Tribuna pedía cuentas; Baltasar estaba por todo extremo obediente y cortés.
—¿Conque no fue usted a las Flores de María ?
—No, mujer... por quien soy que no fui. ¿No ves?, hoy es domingo; estarán llenas de gentes las Flores, y el paseo brillante, con música y todo; y yo no pienso poner los pies en él.
—Los días de fiesta... ¡vaya que! Sólo faltaba... es el único día que uno tiene libre; ¡y se había usted de ir al paseo! ¿Pero ayer? ¿No entró usted ayer en San Efrén? ¿No cantaba la de García?
—¡Para lo bien que canta, hija! Parece un grillo.
—Pues ella dice que se alaba de que va allí toda la oficialidad por oírla.
—Alabará... ¿qué sé yo? Si no la veo hace mil años.... Esa fresa es mía —exclamó arrebatando una que Amparo llevaba a sus labios. Ella se la dejó robar, confusa, ruborizada y satisfecha.
—¿Y a su casa... tampoco va usted?
—Tampoco... no seas celosa, chica. ¿Por qué hemos de hablar siempre de la de García, y no de ti? ¡De nosotros!—añadió con expresión de contenida vehemencia. Sintió la muchacha como una ola de fuego que la envolvía desde la planta de los pies hasta la raíz del cabello, y después un leve frío que le agolpó la sangre al corazón. Borrén se aproximó a la amante pareja, abriendo las manos llenas de tierra y de fresas despachurradas.
—Ya me duelen los riñones de andar a gatas—dijo—. Podíamos merendar... si a ustedes no les molesta, pollos.
—Por mí...—murmuró Amparo. Ana se acercaba también, trayendo una servilleta anudada, que desató y tendió sobre el brocal del pozo. Reducíase la merienda a unos pastelillos de dulce y una botella de moscatel, regalo de Baltasar. Fueles preciso beber por un mismo vaso, único que había, y Ana, que era asquillosa y aprensiva, prefirió echar tragos por la botella, sin recelo de cortarse con los agudos cristales del roto gollete. Sus carrillos chupados se colorearon, su lengua se desató más que de costumbre; y por vía de diversión empezó a coger tierra a puñados y a esparcirla por la cabeza de Borrén. Después, levantándose, le propuso que «hiciesen el remolino». Borrén no quería, ni a tres tirones; pero la Comadreja le asió de las manos, estribó en las puntas de los pies, muy juntas y arrimadas a las de su pareja, y echando el cuerpo atrás y dejando caer la cabeza hacia la espalda, empezó a girar, con gran lentitud al principio; poco a poco fue acelerando el volteo, hasta imprimirle vertiginosa rapidez. Cuando pasaba se veían un punto sus pómulos encendidos, sus ojos vagos y extraviados, su boca pálida, abierta para respirar mejor, su garganta espasmodizada, rígida; mas no tardaba ni medio segundo en presentarse la asustada faz de Borrén, que se dejaba arrastrar sin que acertase a decir más palabra que «por Dios... por Dios...» con no fingida congoja. De repente se detuvo la peonza humana, con brusco movimiento, y se oyó un grito gutural. Ana se aplanó en el suelo.
Al ir a socorrerla, notó Amparo que ya no estaba sonrosada, sino del color de la cera, y que se le veía el blanco de los ojos. Baltasar subió precipitadamente el cubo del pozo, y casi colmado se lo volcó encima a la mareada Comadreja. Frotáronle mucho los pulsos, las sienes, con el fresco líquido, y al fin la pupila fue bajando al globo de la córnea, mientras el pelo se dilataba con ruidoso suspiro. Dos minutos después estaba Ana en pie; pero quejándose de la cabeza, del corazón, declarando que tenía los huesos rotos, que se moría de frío; todo en voz tan baja y quejumbrosa, que nadie la tendría por la petulante moza de antes del desmayo.
—Mujer, vente a mi casa, te daré ropa seca—dijo Amparo.—No, a la mía, a la mía.... El cuerpo me pide cama.
—Duermes conmigo.
—No, a mi casita—insistió la abatida Comadreja—. Si va conmigo una fiebre, quiero estar en mi cuarto. Ea, adiós.
—Toma mi mantón siquiera—porfió la Tribuna.
—Bueno, venga.... ¡Brr!, estoy hecha una sopa.
Y Ana, saludando con su esqueletada mano, ademán que indicaba un resto de intención festiva que aún retoñaba en ella, tomó el sendero que conducía al camino real. Entonces Baltasar miró a Borrén fijamente con ojos expresivos, más claros y categóricos que palabra alguna. Hay que decir en abono del confidente universal, que titubeó. Sin alardear de moralista, bien puede un hombre blanco que viste uniforme y peina barbas, encontrar que ciertos papeles son desairados y tontos. Una cosa es hablar, acompañar, animar, y otra.... Por lo menos así pensaba Borrén, que más tenía de sandio rematado que de perverso. Y no obstante su flaqueza, no supo resistir a la segunda ojeada, coercitiva al par que suplicante, de su amigo. Bebió la hiel hasta las heces, y echó tras la Comadreja pisando aturdidamente coles y maíz tierno.
—Espere usted, Anita, que la acompaño—murmuraba—. Espere usted... puede ocurrírsele a usted algo.
Encogiose de hombros Ana, y acortó el paso para dejar que se uniese Borrén. Emparejaron y caminaron en silencio por la carretera; Ana con los labios apretados y algo escalofriada y temblorosa, a pesar de ir muy arropada en el mantón. Al llegar a la entrada de la ciudad, la cigarrera se volvió y midió a Borrén con despreciativa ojeada de pies a cabeza.
—¿Se le ocurre a usted alguna cosa?—preguntó él medio desvanecido aún, con ronquera que rayaba en afonía.
—Nada—respondió ella bruscamente. Y después, fijando en los de Borrén sus ojuelos verdes—: Don Enrique—añadió—, ¿sabe usted lo que venía pensando?
—Diga usted....
—Que es usted una alhaja.
—¿Por qué me dice usted eso, bella Anita?—pronunció ya afablemente Borrén, que al verse entre gentes y en calles transitadas había recobrado su aplomo.
—Porque... que uno se marche cuando enferma.... ¡Pero usted! ¡Pero qué hombres!—articuló con ira—. ¡Si aunque se acabase la casta... no se perdía tanto así! Vaya, abur... que estoy medio trastornada y me da poco gusto ver gente.
—Iré con usted por si....
—¿Usted?—murmuró ella entre irónica y desdeñosa—. ¿Para qué? Abur, abur; ¡que si lo ven con una muchacha de mi clase! Abur.
Y la Comadreja se escurrió por una callejuela, dejando a Borrén sin saber lo que le pasaba.
Cuando Baltasar y la oradora se quedaron solos, la tarde caía, no apacible y glacial como aquella de febrero, sino cálida, perezosa en despedirse del sol; nubes grises, pesados cirros se amontonaban en el cielo; el mar, picado y verdoso, mugía a lo lejos, y una franja de topacio orlaba el horizonte por la parte del Poniente. Amparo tuvo un instante de temor.
—Me voy a mi casa—dijo levantándose.
—¡Amparo... ahora no!—pronunció con suplicantes inflexiones en la voz Baltasar—. No te marches, que estamos en el paraíso.
La Tribuna, paralizada, miró en derredor. Mezquino era el paraíso en verdad. Un cuadro de coles, otro de cebollas, el fresal polvoroso, hollado por los pies de todo el mundo; los olmos bajos y achaparrados, los acirates llenos de blanquecinas ortigas, el pozo triste con su rechinante polea; mas estaban allí la juventud y el amor para hermosear tan pobre edén. Sonrió la muchacha posando blandamente en Baltasar sus abultados ojos negros.
—¿Por qué quieres escaparte, vamos?—interrogó él con dulce autoridad—. Si te escapas siempre de mí; si parece que te doy miedo, no tiene nada de particular que yo me vaya también al paseo, o a donde se me ocurra. Ya lo sabes.—Y acercándose más a ella, abrasándole el rostro con su anhelosa respiración—: ¿Me voy al paseo?—preguntó.
Amparo hizo un movimiento de cabeza que bien podía traducirse así:—No se vaya usted de ningún modo.
—Me tratas tan mal....
—¿Usted qué quiere que haga?
—Que te portes mejor....
—Pues hablemos claros—exclamó ella sacudiendo su marasmo y apoyándose en el brocal del pozo.
La roja luz del ocaso la envolvió entonces; su rostro se encendió como un ascua, y por segunda vez le pareció a Baltasar hecha de fuego.
—Di, hermosa....
—Usted... quiere comprometerme... quiere conducirse como se conducen los demás con las muchachas de mi esfera.
—No por cierto, hija; ¿de dónde lo infieres? No pienses tan mal de mí.
—Mire usted que yo bien sé lo que pasa por el mundo... mucho de hablar, y de hablar, pero después....
Baltasar cogió una mano que trascendía a fresas.
—Mi honor, don Baltasar, es como el de cualquiera, ¿sabe usted? Soy una hija del pueblo; pero tengo mi altivez... por lo mismo.... Conque... ya puede usted comprenderme. La sociedá se opone a que usted me dé la mano de esposo.
—¿Y por qué?—preguntó con soberano desparpajo el oficial.
—¿Y por qué?—repitió la vanidad en el fondo del alma de la Tribuna.
—No sería yo el primero, ni el segundo, que se casase con.... Hoy no hay clases....
—¿Y su familia... su familia... piensa usted que no se desdeñarían de una hija del pueblo?
—¡Bah!... ¿qué nos importa eso? Mi familia es una cosa, yo soy otra —repuso Baltasar impaciente.
—¿Me promete usted casarse conmigo?—murmuró la inocentona de la oradora política.
—¡Sí, vida mía!—exclamó él sin fijarse casi en lo que le preguntaban, pues estaba resuelto a decir amén a todo.
Pero Amparo retrocedió.
—¡No, no!—balbució trémula y espantada—. No basta hablar así... ¿me lo jura usted?
Baltasar era joven aún y no tenía temple de seductor de oficio. Vaciló; pero fue obra de un instante: carraspeó para afianzar la voz y exhaló un:
—Lo juro.
Hubo un momento de silencio en que sólo se escuchó el delgado silbo del aire cruzando las copas de los olmos del camino y el lejano quejido del mar.
—¿Por el alma de su madre?, ¿por su condenación eterna? Baltasar, con ahogada voz, articuló el perjurio.
—¿Delante de la cara de Dios?—prosiguió Amparo ansiosa.
De nuevo vaciló Baltasar un minuto. No era creyente macizo y fervoroso como Amparo, pero tampoco ateo persuadido; y sacudió sus labios ligero temblor al proferir la horrible blasfemia. Una cabeza pesada, cubierta de pelo copioso y rizo, descansaba ya sobre su pecho, y el balsámico olor de tabaco que impregnaba a la Tribuna le envolvía. Disipáronse sus escrúpulos y reiteró los juramentos y las promesas más solemnes.
Iba acabando de cerrar la noche, y un cuarto de amorosa luna hendía como un alfanje de plata los acumulados nubarrones. Por el camino real, mudo y sombrío, no pasaba nadie.