Читать книгу Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán - Страница 66
Capítulo 5
ОглавлениеAgonde madrugó y bajó temprano a la botica, dejando a sus huéspedes entregados al sueño, y a Carmen encargada de meterles, apenas se bullesen, el chocolate en la boca. Quería el boticario gozar del efecto producido en el pueblo por la estancia de don Victoriano. Recostábase en el diván de gutapercha, cuando vio cruzar a Tropiezo, caballero en su parda mulita, y le holeó:
—Hola, hola… ¿A dónde se va tan de mañana?
—A Doas, hombre… Me hace falta todo el tiempo. —Y al afirmarlo, el médico se apeaba, atando su montura a una argolla incrustada en la pared.
—¿Es tan apurada la cosa?
—¡Tssss! La vieja, la abuela de Ramón el dulcero… Si dice que ya está sacramentadiña.
—¿Y le mandan el recado ahora?
—No; si ya fui anteayer… y le puse dos docenas de sanguijuelas que sangraron a tutiplén… Parecía un cabrito… Quedó muy débil, hecha una oblea… Puede que si en vez de sanguijuelas le doy otra cosa que pensaba…
—Vamos, un tropiezo —interrumpió Agonde maliciosamente.
—En la vida todos son tropiezos… repuso el médico encogiéndose de hombros. ¿Y por arriba? —añadió mirando al techo. —Como príncipes… roncando.
—¿Y… él… qué tal? —silabeó don Fermín bajando la voz.
—¿Él? —pronunció Agonde imitándole… —. Así… así… ¡algo viejo! Con mucho pelo blanco…
—Pero, ¿luego qué tiene, vamos a ver? Porque estar, está enfermo.
—Tiene… una enfermedad nueva, muy rara, de las de última moda… Y Agonde sonreía picarescamente.
—¿Nueva?
Agonde entornó los ojos, pegó la boca al oído de Tropiezo y articuló dos palabras, un verbo y un sustantivo.
—… azúcar.
Soltó Tropiezo fuerte risotada; de pronto se quedó muy serio y se frotó repetidas veces la nariz con el dedo índice.
—Ya sé, ya sé —declaró enfáticamente… —. Hace poco que leí de eso… Se llama… aguarde, hom… di… diabetes sacarina, que viene de sácaro, azúcar… y de… ¡Justamente las aguas de aquí y otras de Francia son las únicas para curar ese mal! Si bebe unos vasitos de la fuente, tenemos hombre.
Emitía Tropiezo su dictamen apoyándose en el mostrador, sin acordarse ya de la mulita, que pateaba a la puerta. Guiñando un ojo, preguntó de repente:
—Y la señora, ¿qué dice del mal del marido?
—¡Qué ha de decir, hombre! No sabrá que es de cuidado.
Una mueca de indescriptible y grosera burla metamorfoseó la cara inexpresiva del médico; miró a Agonde, y ahogando otra explosión de risa, dijo:
—La señora… ¡Si que la señora no lo sabrá! ¿Usted leyó los síntomas del mal? Pues justamente…
—¡Chsst! —atajó furioso el boticario. Toda la familia Comba hacía irrupción en la botica por el postigo del portal. Madre e hija formaban lindo grupo, ambas de enormes pamelas de paja tosca, adornadas con un lazo colosal de lanilla color fuego; sus trajes de tela cruda, bordados con trencilla roja, completaban lo campestre del atavío, semejante a un ramillete de amapolas y heno. Colgábale a la niña su rica mata de pelo oscuro, y a la madre se le embrollaban las crenchas rubias bajo la sombra del ala del sombrerón. No llevaba Nieves guantes, ni en su tez se veían rastros de polvos de arroz, ni de otros artificios de tocador, imputados injustamente por las provincianas a las madrileñas: al contrario, se notaban en las rosadas orejas y cuello señales de enérgico lavatorio y fricciones de toalla. En cuanto a don Victoriano, la luz matinal revelaba mejor la devastación de su semblante. No estaba, conforme al dicho de Agonde, viejo: lo que allí se advertía era la virilidad; pero atormentada, exhausta, herida de muerte.
—Jesús, María! ¿Ustedes han tomado chocolate? —preguntaba Agonde confuso.
—No, amigo Saturnino… ni lo tomamos, con permiso de usted, hasta volver… No pase usted cuidado por nosotros… Victorina le ha saqueado a usted la alacena… el aparador…
Entreabrió la niña un pañuelo que llevaba atado por las cuatro puntas, descubriendo una hacina de pan, bizcocho y queso del país.
—Al menos les bajaré un queso entero… Iré a ver si hay pan fresco, de ahora mismito…
No quería don Victoriano; por Dios, que no le quitasen el gusto de irse a desayunar a la alameda de las aguas, igual que de muchacho. Agonde observó que no eran sanos para él tales alimentos; y al oírlo Tropiezo, se rascó una oreja y murmuró con escéptico tono:
—Bah, bah, bah… Le son cosas de ahora, novedades… Lo sano para el cuerpo, ¿se hacen de cargo?, es lo que el cuerpo pide y reclama… Si al señor le apetece el pan… Y para su enfermedad, señor don Victoriano, ya no hay como estas aguas. No sé a qué va la gente a dar cuartos a los franchutes cuando aquí tenemos cosas mejores.
El ministro miró a Tropiezo con vivo interés. Acordábase de su última consulta a Sánchez del Abrojo y del fruncimiento de labios con que el docto facultativo le había dicho: «Yo le mandaría a usted a Carlsbad o a Vichy… pero no siempre están indicadas las aguas… A veces precipitan el curso natural de las afecciones… Descansar algún tiempo y observar régimen: veremos cómo vuelve usted en otoño… ». ¡Qué diablo de cara tenía Sánchez del Abrojo al hablar así! Una fisonomía reservada, de esfinge. La afirmación explícita de Tropiezo despertó en don Victoriano tumultuosas esperanzas. Aquel practicón de aldea debía saber mucho por experiencia: más acaso que los orondos doctores cortesanos.
—Vamos, papá —suplicaba la niña tirándole de la manga.
Emprendieron el camino. Vilamorta, madrugadora de suyo, vivía más activamente entonces que por la tarde. Abiertas se hallaban las tiendas; colmados los cestos de las fruteras; Cansín medía su almacén con las manos en los bolsillos, haciéndose el desentendido por no saludar a Agonde ni reconocer su triunfo; el Pellejo, muy enharinado, regateaba con tres panaderos de Cebre, que le pedían trigo del bueno; Ramón el de la dulcería tableteaba sobre el mostrador con un gran tablero lleno de libras de chocolate, y antes que se enfriasen del todo las marcaba con un hierro rápidamente.
Era despejada la mañanita, y ya picaba más de lo justo el sol. La comitiva, engrosada con García y Genday, se internó por huertecillas y maizales hasta el ingreso de la alameda. Exhaló don Victoriano una exclamación de júbilo. Era la misma hilera doble de olmos, alineada sobre el río, el espumante y retozón Avieiro, que se escurría a borbotones, en cascaduelas mansas, con rumor gratísimo, besando las peñas gastadas y lisas por el roce de la corriente. Reconoció los espesos mimbrerales; recordó todo el saudoso ayer, y, conmovido, se apoyó en el parapeto de la alameda. Encontrábase el lugar casi desierto; media docena, a lo sumo, de mustios y biliosos agüistas, daban vueltas por él con lento paso, hablando en voz queda de sus padecimientos, eructando el bicarbonato de las aguas. Nieves, reclinada en un banco de piedra, contemplaba el río. La niña la tocó en el hombro.
—Mamá, el chico de ayer.
A la otra orilla, sobre un peñasco, estaba de pie Segundo García, distraído, con su sombrero de paja echado hacia atrás y la mano puesta en la cadera, sin duda para guardar el equilibrio en tan peligrosa posición. Nieves riñó a la chiquilla.
—No seas tontita, hija… Me has dado un susto… Saluda a ese señor.
—Es que no mira… ¡Ah!, ya miró… Salúdale tú, mamita… Se quita el sombrero… va a resbalar… ¡Quia! Ya está en sitio seguro…
Don Victoriano bajaba los escalones de piedra que conducían a la fuente mineral. En pobre gruta moraba la náyade: un cobertizo sustentado en toscos postes, una estrecha pila de donde rebosaba el manantial, unas pocilgas inmundas para los baños, y un fuerte y nauseabundo olor a huevos podridos, causado por el estancamiento del agua sulfurosa, era cuanto allí encontraba el turista exigente. Sin embargo, a don Victoriano se le inundó el alma de purísimo gozo. Cifraba aquella náyade la mocedad, la mocedad perdida: los años de ilusiones, de esperanzas frescas como las orillitas del río Avieiro. ¡Cuántas mañanas había venido a beber de la fuente por broma, a lavarse la cara con el agua que en el país gozaba renombre de poseer estupendas virtudes medicinales para los ojos! Don Victoriano alargó ambas manos, las sumió en la corriente tibia, sintiéndola con fruición resbalar por entre sus dedos, y jugueteando con ella y palpándola como se palpan las carnes de un ser querido. Pero el cuerpo ondeante de la náyade se le escapaba lo mismo que se escapa la juventud: sin ser posible detenerla. Entonces se despertó la sed del ex—ministro. Allí, al lado, sobre el borde de la pila, había un vaso; y el bañero, pobre viejo chocho, se lo brindó con sonrisa idiota. Bebió don Victoriano cerrando los ojos, con inexplicable placer, saboreando el agua misteriosa, encantada por las artes mágicas del recuerdo. Apurado el vaso, enderezose y subió con paso firme y elástico la escalera. En la alameda, Victorina, que se desayunaba con pan y queso, quedó asombrada cuando su padre, jovialmente, la cogió del regazo un zoquete de pan diciéndola:
—Todos somos de Dios.