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Capítulo 9

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La parra de las Vides, que tanto gusta a don Victoriano Andrés de la Comba, es de esas uvas gruesas conocidas en el país por náparo o Jaén, uvas teñidas con los matices rojo claro y verde pálido, que dominan en los racimos de los bodegones flamencos. Cuelgan sus piñas en corimbo largo, con disimetría graciosa, rompiendo el tupido follaje. Derrama la parra sombra fresquísima, y contribuye a hacer apacible el lugar el hilo de agua que cae en tosca pila de piedra, bañando las legumbres puestas a remojo.

Tiene la maciza casa aspecto de fortaleza: flanquean el cuerpo central dos torres cuadrangulares, con achaparrado techo y hondas ventanas: en mitad del edificio, sobre un largo balcón de hierro, se destaca el gran escudo de armas con el blasón de los Méndez, cinco hojas de vid y una cabeza de lobo cortada y goteando sangre. Desde este balcón se domina la vertiente de la montaña y el curso del río; al costado de la torre hay una solana de madera que avanza sobre el huerto, y gracias a la exposición al Mediodía, florecen claveles de a onza en ollas viejas llenas de resquebrajado terrón, y de cajoncillos de madera se desbordan rechonchas albahacas, plumas de Santa Teresa, cactos, asclepias y malvas: una flora requemada, crasa, árabe, de embriagadores perfumes. Por dentro, la casa se reduce a una serie de salones dados de cal, con las vigas al descubierto, y casi sin muebles, excepto el central, llamado del balcón, alhajado con sillas de paja y respaldo de madera figurando una lira, época del imperio. Un espejo ya casi desazogado luce sobre el sofá su gran marco de ébano, con alegorías de dorado latón, que representan a Febo guiando su carricoche. El orgullo de las Vides no son los salones, sino la bodega, la inmensa candiotera oscura y sorda y fresca como una nave de catedral, con sus magnas cubas alineadas a ambos lados. Esta pieza sin rival en el Borde es la que enseña más ufano el señor de las Vides, y también su dormitorio, que ofrece la singularidad de ser inexpugnable, por hallarse practicado en el grueso de la pared y no tener entrada sino por un pasadizo donde no cabe un hombre de frente.

No realizó nunca Méndez de las Vides el tipo clásico del mayorazgo ignorante, que firma con una cruz, tipo tan común en aquel país de tierra adentro. Méndez, al contrario, alardeaba de instruido y culto. Escribía con letra correcta, junta y menuda, de viejo obstinado; leía bien, calándose las gafas, alejando el periódico o el libro, recalcando las palabras, con reposada voz. Sólo que se había estacionado su cultura en una época: la Enciclopedia, que su padre ya conoció tarde, y que a él llegó con un siglo de retraso. Leyó a Holbach, a Rousseau, a Voltaire y los catorce tomos de Feijóo. Quedó adscrito y sellado hasta en lo físico. En religión se hizo deísta, sin dejar de ir a misa y comer de pescado en Semana Santa; en política tomó vahos de regalismo. Sin embargo, desde la venida de don Victoriano, algún movimiento se produjo en las ya estratificadas ideas del hidalgo de las Vides. Gustole aquello de la autonomía inglesa, la libertad individual, unida con el respeto a la tradición y la influencia civilizadora de las clases aristocráticas: serie de importaciones sajonas más o menos felices, pero a las cuales debía don Victoriano su fortuna política. Discantando estas profundidades de ciencia social, pasábanse tío y sobrino largas horas, durante las cuales Nieves hacía labor, prestando oído por si en las piedras del sendero resonaba el trote de algún caballo; una visita, una distracción en su ociosa existencia.

Segundo, para bajar a las Vides, pidió el jaco endiablado, el del alguacil. Desde el crucero, el camino se hacía clivoso y difícil. Lo interceptaban a trechos peñas muy lisas y resbaladizas, y el jinete se colgaba de las riendas, porque las herraduras se deslizaban arrancando chispas, y el animal, arrastrado por su peso, podía caerse. El terreno, calcinado por el sol, era quebradísimo; las casas, más que sentadas en firmes cimientos, parecían colgadas de las laderas, próximas a desprenderse y rodar al río, y el indispensable tiesto de claveles reventones, asomando y saliéndose casi por los balconcillos de madera, recordaba la flor que al desgaire se coloca en el pelo una gitana. A veces Segundo cruzaba un pinar; respiraba el olor balsámico de la resina, y pisaba una alfombra de hojas secas que asordaba el golpe del casco de su montura; de repente, entre dos vallados, aparecía un angosto sendero, orillado de zarzamora, digital y madreselva, y a menudo experimentaba Segundo la impresión de bienestar que causan a las horas del sol los toldos vegetales, y trotaba al amparo de un túnel de verdura, un emparrado alto sostenido en postes de piedra, viendo sobre su cabeza los racimos que ya negreaban y escuchando el alborotado pitío de los gorriones y el silbo estridente de los mirlos. Por las murallas tapizadas de musgo correteaban los lagartos. Cuando se encontraban dos o tres vereditas, Segundo refrenaba el caballo buscando la dirección de las Vides y preguntando a las mujeres que subían trabajosamente, arrastrando el cuerpo, cargadas con un coloño de leña de pino, o a los chiquillos que retozaban a la puerta de las casas.

Allá abajo, muy profundo, corría el Avieiro, y visto desde la altura podía compararse a la hoja de acero que, blandida, culebrea y refulge. Enfrente la montaña, donde se escalonaban, a manera de gradas de colosal anfiteatro, hileras de paredones de sostenimiento para las viñas, construidos con piedra blancuzca; y las listas claras sobre el fondo verde hacían bizarra combinación, destacándose en ella el rojo tejado de algún palomar o casa solariega, y en la cima del monte el verdor más sombrío de los pinares. Ya veía Segundo a sus pies las tejas de las Vides. Descendió una cuesta más vertical que horizontal, y se halló delante del portalón.

Bajo la cepa estaban Victorina y Nieves. Entreteníase la niña en saltar a la cuerda, y lo hacía con notable agilidad, a pies juntillas, sin moverse de un sitio, volteando la cuerda tan rápidamente, que fingía una especie de niebla en derredor de la elegante academia de la saltarina. Como los claros de la parra dejaban pasar grandes manchones de sol, a lo mejor se inundaba de luz el cuerpo de la chiquilla, y radiaba su mata de pelo, sus brazos o sus piernas desnudas, pues sólo tenía una blusa azul marino, corta y sin mangas. Al divisar a Segundo dio un grito, soltó la cuerda y desapareció. En cambio Nieves, levantándose del banco donde trabajaba, con la sonrisa en los labios y algo encendida de sorpresa, tendió la mano al recién venido, que se apeó prestamente del caballo.

—¿Y el señor don Victoriano? ¿Cómo sigue?

—¡Ah! Por allí andaba, regular de salud; pero muy divertido con las faenas agrícolas, muy satisfecho… —Y al decir esto, tenía el rostro de Nieves la expresión distraída con que hablamos de cosas que nos interesan poco. Segundo observó que la señora del ministro reparaba en su atavío flamante, recién llegado de Orense; y por algún rato le mortificó la duda de si lo encontraría pretencioso o ridículo, hasta el extremo de sentir no haber traído la ropa de todos los días.

—Ha asustado usted a Victorina —añadió Nieves riendo… —. ¿Dónde se habrá metido esa boba? De fijo que sólo se escondió porque estaba de blusa… Usted la trata como a una mujer y ella se pone insoportable. Venga usted…

Remangose Nieves la bata de cretona blanca salpicada de capullos de rosa, y penetró intrépidamente en la cocina, que estaba al nivel del patio. En pos de los taconcitos Luis XV, que encubría el encaje bretón de la enagua, recorrió Segundo varias piezas: cocina, comedor, sala del rosario, llamada así por que en ella lo rezaba con los criados Primo Genday, y por último, sala del balcón. Allí se detuvo Nieves, exclamando:

—Los llamaré por si están en la viña.

Y asomándose gritó:

—¡Tío! ¡Victoriano! ¡Tío!

Dos voces respondieron:

—¿Qué?… Allá vamos.

No hallando cosa oportuna que decir, Segundo callaba. Tranquila ya la conciencia con haber llamado a las personas formales, Nieves se volvió y dijo con la afabilidad de un ama de casa que conoce su obligación:

—¡Pero qué amable, qué amable ha sido usted! Hasta las vendimias no contábamos con que se animase a venir… Y ahora, que se acercan las fiestas… Tanto que pensaba ver a usted antes en Vilamorta, porque Victoriano se empeña en tomar las aguas quince días…

Al hablar, se respaldaba en la pared, y Segundo se azotaba con el latiguillo la punta de las botas. Del huerto subió la voz de Méndez.

—Nieves, Nieves… Que bajes, si te es igual.

—Con permiso de usted… Voy por una sombrilla.

Tardó poco en volver, y Segundo la ofreció el brazo. Bajaron al huerto por la solana, y entre los saludos de ordenanza, Méndez protestó contra la idea de que Segundo se volviese la misma tarde a Vilamorta.

—¡Hombre! ¡No faltaba más! ¡Coger calor dos veces en un día!

Y el señor de las Vides, aprovechando la coyuntura que jamás desperdicia un propietario rural, se apoderó del poeta, consagrándose a enseñar le al pormenor la finca. Explicábale al mismo tiempo sus empresas vitícolas. Había sido de los primeros a azufrar con fortuna, y empleaba abonos nuevos que acaso resolviesen el problema del cultivo. Hacía ensayos tratando de imitar con el vino común del Borde el Burdeos de pasto; de prestarle, con polvos de raíz de lirio, el bouquet, la fragancia de los caldos franceses. Pero le salía al paso la rutina, el fanatismo, según decía confidencialmente bajando la voz y poniendo una mano en el hombro de Segundo. Los demás cosecheros del país le acusaban de olvidar las sanas tradiciones; de adulterar y componer el vino. ¡Como si ellos no lo compusiesen! Sólo que ellos lo hacían sirviéndose de drogas ordinarias, verbigracia, campeche y yerba mora. Él se contentaba con aplicar los métodos racionales, los descubrimientos científicos, los adelantos de la química moderna, proscribiendo el absurdo empleo de la pez en las corambres, pues si bien la gente del Borde alababa el dejo a pez en el vino, diciendo que la pez hacía beber otra vez, a los exportadores les repugnaba, con razón, aquel pegote. En fin, si Segundo quería ver las bodegas y los lagares…

No hubo remedio. Nieves se quedó a la puerta, temerosa de mancharse la bata. Así que salieron, se trató de registrar el huerto en detalle. Era también el huerto una serie de paredones en gradería, sosteniendo estrechas fajas de tierra, y esta disposición del terreno daba a la vegetación exuberancia casi tropical. Camelios, pavíos y limoneros crecían libres, irregulares e indómitos, cargados de hoja, de fruta o de flores. Abejas y mariposas revoloteaban y bullían, libando, fecundándose, locas de contento y ebrias de sol. De paredón a paredón se bajaba por unas escalerillas difíciles. Segundo dio el brazo a Nieves y en la última grada se detuvieron para contemplar el río que corría allá muy abajo.

—Mire usted hacia allí —dijo Segundo, señalando a su izquierda una colina algo distante—. Allí está el pinar… ¿A que no se acuerda usted?

—Sí me acuerdo —respondió Nieves, guiñando, a causa del sol, sus azules ojos—. El pinar que canta… ¡Mire usted cómo me acuerdo! Y diga usted, ¿sabe usted si hoy cantará? Porque de buena gana le oiría esta tarde.

—Si se levanta un poco de brisa… Con la calma que reina, los pinos se estarán casi quietos y casi mudos. Y digo casi, porque del todo no lo están nunca. Basta el roce de sus copas para que vibren de un modo especial y tengan un susurro…

—¿Y eso —preguntó Nieves en tono jocoso—, no sucede más que en el pinar de aquí, o es igual en todos?

—¿Quién sabe? —respondió Segundo mirándola fijamente—. Acaso el único pinar que cante para mí será el de las Vides.

Nieves bajó la vista, y después echó una ojeada en derredor, como buscando a don Victoriano y Méndez, que estaban un escalón más arriba. Notó Segundo el movimiento, y con imperiosa descortesía dijo a Nieves:

—Subamos.

Reuniose a Méndez, y ya no se despegó de su lado hasta que pasaron al comedor, donde les aguardaban Genday y Tropiezo. La última a llegar fue la niña, muy púdica ya, con medias largas y traje de blanco piqué.

La mesa en que comían no estaba en el centro, sino en un costado del comedor; era cuadrilonga, y los convidados, en vez de sillas, tenían para sentarse dos bancos fronterizos, de ennegrecido roble. Los extremos de la mesa quedaban libres para el servicio. Sobrio por instinto, Segundo reparó con sorpresa la inverosímil cantidad de alimentos que consumía don Victoriano, no sin advertir también que su rostro estaba más demacrado que nunca. A veces, el hombre político se detenía, porque un remordimiento le asaltaba.

—Estoy devorando.

Protestaba el anfitrión, y Tropiezo y Genday, por turno, exponían doctrinas latas y consoladoras. La naturaleza es muy sabia, decía el señor de las Vides, que no olvidaba a Rousseau, y el que la obedece no puede errar. Primo Genday, glotón como todos los pletóricos, añadía con cierta teológica unción: para que el alma esté dispuesta a servir a Dios, hay que atender primero a las justas exigencias del cuerpo. Tropiezo, por su parte, sacaba el labio inferior, negando la existencia de ciertas enfermedades novísimas. Toda la vida hubo personas que padeciesen de la orina y jamás se les privó el comer y beber, al contrario. Por lo mismo que la enfermedad desgasta, hay que nutrirse. Fácilmente se dejaba persuadir don Victoriano. Aquellos manjares de otros tiempos, aquellas anticuadas vinagreras milagrosas de donde por un tubo salía el aceite y el vinagre por otro sin confundirse jamás, aquel inmenso mollete colocado a guisa de centro de mesa, eran otros tantos arcaísmos encantadores para él, que le recordaban horas felices, años límbicos de la existencia. A los postres, cuando Primo Genday, sofocado aún por una discusión política en que calificó de incircuncisos a los liberales, se puso de repente muy grave y empezó a rezar el Padre nuestro, el ministro, racionalista añejo ya, sorprendiose de la devoción con que sus labios murmuraron: El pan nuestro de cada día… ¡Caramba, estas cosas de cuando era uno joven!… Don Victoriano revivía al contacto de sus desvanecidas mocedades. Hasta se le venían a las mientes recuerdos de noviazgos efímeros, de amorcillos de quince días con señoritas del Borde, que a la hora presente debían ser apergaminadas solteronas o respetables madres de familia. ¡Valiente necedad!… El ex—ministro rechazó la servilleta y se levantó.

—¿Usted duerme la siesta? —preguntó a Segundo.

—No, señor.

—Yo tampoco. Venga usted y fumaremos un cigarro.

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