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Capítulo 16
Оглавление¡Gran día en las Vides aquel que el Ayuntamiento señala para la vendimia! El año entero transcurre en preparativos y expectación del hermoso tiempo de la cosecha. La parra se ha vestido de púrpura y oro, pero ya va soltando lentamente parte de su rico ornato, como la desposada sus velos al pie del tálamo nupcial: las avispas se encarnizan en los racimos, avisando al hombre de que están maduros; setiembre ostenta la serena placidez de sus últimos días: a vendimiar sin tardanza.
Ni Primo Genday, ni Méndez se dan punto de reposo. Hay que atender a las cuadrillas de vendimiadoras y vendimiadores que vienen de distantes parroquias a alquilarse, distribuirles la labor, organizar el movimiento de la recolección para que resulte armónico y fructuoso. Y es que el trabajo de la vendimia se asemeja algo a una gran batalla, donde se exige al soldado extraordinario desarrollo de energía, despilfarro de músculos y sangre, pero en desquite es preciso tenerle siempre prevenido lo necesario para reparar sus fuerzas en los momentos de descanso. Para que la gente vendimiadora estuviese dispuesta y animada a la penosa faena, importaba que encontrasen a punto, en la bodega, la ancha vasija llena de mosto donde bebiesen a discreción los carretones, al llegar exhaustos de subir el pesado coleiro o cestón henchido de uva por las cuestas agrias; importaba que el espeso caldo de calabazo, condimentado con sebo de carnero, las sardinas arenques y el pan de centeno abundasen cuando los reclamaba el apetito devorador de las cuadrillas; a cuyo fin, ni se apagaba el hogar de las Vides, ni nunca se veían desocupados los calderos enormes donde hervía el rancho.
Si a esto se añade la presencia de huéspedes numerosos y distinguidos, se comprenderá el bullicio del caserón solariego en tan incomparables días. Encerraban sus paredes, aparte de la familia Comba, a Saturnino y Carmen Agonde, al joven y afable cura de Naya, al monumental arcipreste de Loiro, a Tropiezo, a Clodio Genday, al señorito de Limioso y a las dos señoritas de Molende. Hallábanse allí representadas todas las clases y era como microcosmos o breve compendio del mundo de aquella provincia; atraídos los curas por Primo Genday, los radicales por el diputado, y la aristocracia por el mayorazgo Méndez. Y toda esta gente de tan diversa condición, al encontrarse reunida, se dio a divertirse y gozar en la mejor armonía y concordia.
Al júbilo de los vendimiadores respondía como un eco el de los huéspedes. Era imposible resistir a la expansión báquica, a la embriaguez que se respiraba en el aire. Entre los espectáculos deleitosos que la naturaleza ofrece, no cabe otro más grato que el de su fecundidad en la vendimia: aquellos cestos colmados de racimos rubios o del color de la cuajada sangre, que hombres fornidos, casi desnudos, semejantes a faunos, suben y vacían en la cuba o en el lagar; aquella risa de las vendimiadoras escondidas entre el follaje, disputando, desafiándose a cantar desde una viña a otra, desafíos que concluían al anochecer como concluyen todas las expansiones violentas en que se gasta mucho vigor muscular; por desahogos melancólicos, por algún prolongado gemido céltico, algún quejumbroso a—laá—laá… La pagana sensación de bienestar, el rústico regocijo, el contentamiento de vivir, se comunicaban a los espectadores de tan lindos cuadros; y por la noche, mientras los coros de faunos y bacantes bailaban al son de la flauta y la pandereta; el señorío se divertía tumultuosamente, con pueriles retozos, en el caserón:
Dormían las señoritas juntas en una gran pieza destartalada, la sala del Rosario, y a los huéspedes varones les había alojado Méndez en otra sala muy espaciosa, llamada del Biombo, por encerrar uno tan feo como antiguo; sin que de este sistema de acuartelamiento quedase exento más que el arcipreste; cuya obesidad y ronquidos eran tales, que ninguna persona medianamente sensible le podría sufrir por compañero de dormitorio; y con estar así repartida en dos secciones la gente traviesa y maleante; sucedió que vino a armarse una especie de guerra, y que las inquilinas de la sala del Rosario sólo pensaban en hacer travesuras a los inquilinos de la del Biombo, resultando de aquí mil chistosas invenciones y divertidas escaramuzas. Entre los dos campos estaba uno neutral: la familia de Comba, respetada en su sueño, invulnerable en materia de bromas pesadas, si bien el bando femenino solía tomara Nieves por confidente e inspiradora.
—Nieves, venga acá… Nieves, mire qué tonta es Carmen Agonde… Mire… dice que le gusta más el arcipreste, ese barril, que don Eugeniño, el de Naya… Porque dice que le da mucha risa ver cómo suda, y aquellas collas de carne que tiene en el cogote… Y diga, Nieves, ¿qué le haremos esta noche a don Eugeniño? ¿Ya Ramón Limioso, que todo el día nos está desafiando?
La que así hablaba era por lo regular Teresa Molende, morena y hombruna, de negros ojos, buen ejemplar de raza montañesa:
—La de ayer nos la han de pagar —añadía su hermana Elvira, la sentimental poetisa:
—¿Pues qué ha sido?
—Ha de saber usted que encerraron a Carmen, ¡son el demonio! La encerraron en el cuarto de Méndez… ¡Lo que no discurren! Le ataron las manos atrás con un pañuelo de seda, le taparon la boca con otro para que no chillase, y me la dejaron allí como el ratón en la ratonera… Nosotros busca que te busca a Carmen, y Carmen sin aparecer… Nosotros echando malos pensamientos… Hasta que va Méndez a acostarse y me la ve allí… Por supuesto que tropezaron con esta boba, que si dan conmigo…
—Lo mismo la encerraban a usted —alegó Carmen.
—¡A mí! —exclamó la amazona enderezando su robusto cuerpo—. ¡Como no fuesen ellos los encerrados!
—Pero si me cogieron la acción… —aseguraba la de Agonde poniendo el rostro compungido de un bebé—. Mire, Nieves, me dijeron así: «Eche las manos atrás, Carmiña, que le vamos a meter en ellas una monedita de cinco duros». Y yo las eché… y ¡fueron tan traidores que me las ataron!
Aquí Nieves hacía coro a las carcajadas de las dos hermanas. Aquella sencillez no se ha de negar que tenía mucho gracejo. Nieves creía vivir en un mundo nuevo donde no existía la rutina, las gastadas fórmulas de la sociedad madrileña. Es verdad que tan candorosos y bulliciosos deportes podían rayar en inconvenientes o groseros, pero a veces eran verdaderamente entretenidos. Desde que se levantaban los huéspedes, a la mesa, por las tardes, todo era solaz y jarana. Teresa se había propuesto no dejar comer en paz a Tropiezo, y con suma destreza cogía al vuelo las moscas y se las echaba disimuladamente en el caldo, o le escanciaba vinagre en vez de vino, o le untaba de pez la servilleta a fin de que se le pegase a la boca. Para el arcipreste tenía otra chanza: la de hacerle hablar de ceremonias, conversación a que era muy afecto, y al verle entretenido retirarle de delante el plato, que equivalía a arrancarle la mitad del corazón.
De noche, en el salón de los espejos turbios, donde el piano y las mecedoras campeaban, formábase una brillante tertulia: se cantaban trozos de anticuadas zarzuelas, como El juramento y El grumete; se jugaban partidas de burro escondido y sin esconder, de brisca con señas y de malilla; cansados de los naipes, acudían a las prendas, al florón, a apurar una letra y a adivinar el pensamiento… Y despierta ya la retozona sangre campesina, se pasaba a juegos físicos, a las cuatro esquinas, a la gallina ciega, que tienen la sal y pimienta del ejercicio, del grito, del encontrón y la palmada…
Recogíanse después excitados aún por el juego, y era la hora más tremenda, la de las grandes diabluras: la hora en que se ataban cerillas encendidas al cuerpo de los grillos, para meterlos por debajo de la puerta del dormitorio; la hora en que se quitaban tablas a la tarima de Tropiezo, para que, al acostarse, se hundiese y diese formidable costalada… Oíanse por los corredores risas, pasos tácitos, y se veían bultos blancos que se escurrían precipitadamente, y puertas que se cerraban con llave y ante las cuales se amontonaban muebles, mientras salía de dentro una voz gruesa y pastosa diciendo:
—¡Que vienen!
—¡Cerrar bien, chicas!… ¡No se abre ni al Espíritu Santo!…