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Capítulo 20

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Como se prolongaban tanto las vendimias y las faenas de elaboración en la magna bodega de Méndez, y por aquel país el que más y el que menos tiene su poquillo de Borde que vendimiar y recoger, emigraron parte de los huéspedes, deseosos de atender a sus propias viñas. El señorito de Limioso necesitaba ver en persona cómo entre oidium, mirlos, vecinos y avispas no le habían dejado un racimo para un remedio; las señoritas de Molende tenían que colgar por sus mismas manos la uva de su famoso Tostado, célebre en el país; y por razones análogas fueron despidiéndose Saturnino Agonde, el arcipreste y el cura de Naya, quedándose la corte de las Vides reducida a Carmen Agonde, dama de honor, Clodio Genday, consejero áulico, Tropiezo, médico de cámara, y Segundo, que bien podía ser el paje o trovador encargado de distraer a la castellana con sus endechas.

Ardía Segundo en impaciencia febril, nunca sentida hasta entonces. Desde el día del coloquio en el limonero, Nieves rehuía toda ocasión de hallarse a solas con él; y el sueño calenturiento de sus noches, la angustia intolerable que le consumía era no pasar del fugitivo sí, que a veces hasta dudaba haber oído. No podía, no podía resistir el Cisne esta lenta tortura, este martirio incesante: menos desdichado si, en lugar de alentarle, Nieves le pagase con claros desdenes. No era el ansia brutal de victorias positivas lo que así le atormentaba: sólo quería persuadirse de que le amaban realmente, y que bajo el acerado corsé latía y sentía un corazón. Y era tal su locura, que cuando todo el mundo se interponía entre Nieves y él, le acometían violentos impulsos de gritar: —«Nieves, ¡dígame usted otra vez que me quiere!»—. ¡Siempre, siempre obstáculos entre los dos; siempre la niña al lado de su madre! ¿De qué servía estar libres de Elvira Molende, que desde la famosa centinela en la solana miraba al poeta con ojos entre satíricos y elegiacos? La marcha de la poetisa quitaba un estorbo, pero no resolvía la situación.

Y Segundo sufría en su amor propio, herido por la reserva sistemática de Nieves, y también en su ambición amorosa, en su ardiente sed de lo imposible. Corría ya la primer decena de octubre; el ex—ministro, abatido y lleno de aprensión, hablaba de marcharse cuanto antes; y aunque Segundo contaba con colocarse luego en Madrid mediante su influjo, y volver a encontrar a Nieves, decíale infalible instinto que entre la persona de Nieves y la suya no existía otro lazo de unión sino la pasajera estancia en las Vides, la poesía del otoño, la casualidad de vivir bajo el mismo techo, y que si no consolidaba aquel devaneo antes de la separación, sería tan efímero como las hojas de la parra, que caían arrugadas y sin jugo.

Despedíase de sus galas el otoño: se veía la rugosa y nudosa deformidad de las desnudas cepas, la seca delgadez de los sarmientos, y el viento gemía ya tristemente despojando las ramas de los frutales. Un día le preguntó Victorina a Segundo:

—¿Cuándo hemos de ir al pinar, a oír cómo canta?

—Cuando gustes, hija… Si tu mamá quiere que sea esta tarde…

La niña sometió la proposición a Nieves. Es el caso que Victorina estaba, de algún tiempo acá, más pegajosa y sobona que nunca con su madre: apoyaba continuamente la cabeza en su pecho, escondía la mejilla en el cuello de Nieves, paseábale las manos por el peinado, por los hombros y, sin causa ni motivo, murmuraba con voz que pedía caricias:

—¡Mamá… mamá!

Pero los ojos de la mujercita en miniatura, entornados, de mirada ansiosa y amante al través de las espesas pestañas, no estaban fijos en su madre, sino en el poeta, cuyas palabras bebía la chiquilla, poniéndose muy colorada cuando él le dirigía cualquier chanza, o daba cualquier indicio de notar su presencia.

Nieves, al principio, se resistió algo, alardeando de persona formal.

—Pero quién te mete a ti en la cabeza…

—Mamá, cuando Segundo dice que los pinos cantan… Cantan, mujer: no te quepa duda.

—¿Pero tú no sabes… —murmuró Nieves, regalando al poeta una sonrisa con más azúcar que sal— que Segundo hace versos, y que los que hacen versos tienen permiso para… para mentir… un poco?

—No señora —exclamó Segundo—: no enseñe usted a su hija errores; no la engañe usted. Mentiras son, generalmente, las cosas que en sociedad hablamos, lo que tenemos que pronunciar con la lengua, aunque nos quede dentro lo contrario; pero en verso… En verso revelamos y descubrimos las grandes verdades del alma, lo que entre gentes hay que callar por respeto… o por prudencia… Créalo usted.

—Y di, mamá: ¿vamos hoy a eso?

—¿A qué, hija?

—Al pinar.

—Si te empeñas… ¡Qué manía de chica! Y es que también me pica a mí la curiosidad de oír esa orquesta…

Sólo tomaron parte en la expedición Nieves, Victorina, Carmen, Segundo y Tropiezo. Quedose la gente mayor fumando y presenciando la importante operación de tapar y barrar algunas de las primeras cubas para que se aposentase el mosto, ya fermentado. Al ver salir la comitiva, les dijo Méndez con tono de paternal advertencia:

—Cuidado con la bajada… La hoja del pino, con estos calores, resbala, que parece que está untada de jabón… Dadles el brazo a las señoras… Tú, Victorina, no seas loquita, no corras por allí…

Cosa de un cuarto de legua distaría el famoso pinar, pero se tardaban tres cuartos de hora lo menos en la subida, que era como al cielo, por lo pendiente, estrecha y agria, y a cierta distancia empezaba a alfombrarse de hoja de pino, bruñida, lisa y seca, que si facilitaría probablemente más de lo preciso el descenso, en cambio dificultaba el ascenso, rechazando el pie y cansando las articulaciones del tobillo y rodillas. Nieves, molestada, se detenía de vez en cuando, hasta que se cogió del rollizo brazo de Carmen Agonde.

—¡Caramba… es de prueba este camino! ¡A la vuelta, el que no se mate no dejará de tener maña!

—Cárguese bien, cárguese bien —decía la robusta mocetona—… Aquí ya se rompieron algunas piernas, de seguro… Esta subida pone miedo…

Arribaron por fin a la cima. La perspectiva era hermosa, con ese género de hermosura que raya en sublimidad. Hallábase el pinar, al parecer, colgado encima de un abismo; entre los troncos se divisaban las montañas de enfrente, de un azul ceniciento que tiraba a violeta por lo más alto y remoto; mientras a la otra parte del pinar, la que caía sobre el río, el terreno, muy accidentado, formaba un rapidísimo escarpe, una vertiente casi tajada, si no a pico, al menos en declive espantoso; y allá abajo, muy abajo, pasaba el Avieiro, no sosegado ni sesgo, sino alborotado y espumante, impaciente con la valla que le oponían unos peñascos agudos y negros, empeñados en detenerle y que sólo conseguían hacerle saltar con epiléptico furor, partiéndose en varios irritados raudales, que se enroscaban alrededor de las piedras a modo de coléricas y verdosas sierpes imbricadas de plata. A los mugidos y sollozos del río hacía coro el pinar con su perenne queja, entonada por las copas de los pinos que vibraban, se cimbreaban y gemían trasmitiéndose la onda del viento, beso doloroso que les arrancaba aquel ¡ay! incesante.

Los expedicionarios se quedaron mudos, impresionados por el trágico aspecto del paisaje, que les echó a los labios un candado. Sólo la niña habló; pero tan bajito como si estuviese en la iglesia.

—¡Pues es verdad, mamá! Los pinos cantan. ¿Oyes? Parece el coro de obispos de La Africana… Si hasta dicen palabras… atiende… así con voces de bajo… como aquello de Los Hugonotes…

Convino Nieves en que efectivamente era musical y muy solemne el murmurio de los pinos. Segundo, apoyado en un tronco, miraba hacia abajo, al lecho del río; y como la niña se aproximase, la detuvo y la obligó a retroceder.

—No, hija… No te acerques… Es algo expuesto: si resbalas y ruedas por esa cuestecita… Anda, apártate.

No ocurriéndoseles ya más que decir sobre el tema de los pinos, se pensó en la vuelta. Inquietaba a Nieves la bajada, y quería emprenderla antes de que el sol acabase de ponerse.

—Ahora sí que nos rompemos algo, don Fermín… —decíale al médico—. Ahora sí que tiene usted que preparar vendajes y tablillas…

—Hay otro camino —afirmó Segundo saliendo de su abstracción—. Por cierto que bastante menos molesto, y con menos cuestas.

—¡Sí, vénganos con el otro camino! —exclamó Tropiezo, fiel a sus hábitos de votar en contra—. Aún es peor que el que trajimos.

—Hombre, qué ha de ser. Es un poco más largo, pero como tiene menos declive, resulta más fácil. Va rodeando el pinar.

—¿Me lo querrá usted enseñar a mí, a mí que me sé todo este país como mi propia casa? No se anda ese camino: se lo digo yo.

—Y yo le digo a usted que sí; y a la prueba me remito. No ha de ser usted terco en su vida. ¡Si lo pasé no hará muchos días! ¿Se acuerda usted, Nieves, la noche que jugamos al escondite en la huerta; la noche que me cerraron el portal y entré muy tarde ya por la paredilla?

A no estar el lugar tan sombrío por lo espeso de los pinos y lo desmayado y escaso de la luz solar, se vería el rubor de Nieves.

—Vamos —dijo eludiendo la respuesta— por donde sea más fácil y haya mejor piso… Yo soy muy torpe para andar por vericuetos…

Segundo la ofreció el brazo, murmurando en tono de broma:

—Este bendito de Tropiezo está tan fuerte en caminos como en el arte de curar… Venga usted y se convencerá de que ganamos mucho.

Tropiezo, por su parte, decía a Carmen Agonde, meneando con obstinación la cabeza:

—Pues también hemos de tener el gusto de ir por el atajo y llegar antes que ellos, y sanos y buenos gracias a Dios.

Victorina, según costumbre, iba a colocarse al lado de su madre; pero el médico la llamó.

—Cógete aquí, al puño de mi bastón, anda, que si no, resbalarás… A mamá le basta con no resbalar ella… ¡Y Dios nos aparte de un tropiezo! —añadió riendo a carcajadas de su propio retruécano.

Las voces y los pasos se alejaron, y Segundo y Nieves prosiguieron su ruta, sin pronunciar una sola frase. Nieves empezaba a sentir cierto temor, por lo muy endiablado de la vereda que pisaban. Era un senderillo excavado en el desplome del pinar, al borde mismo del despeñadero, casi perpendicular con el río. Aunque Segundo dejaba a Nieves el lado menos expuesto, el del pinar, quedándose él sin tierra en que sentar la planta, y teniendo que poner un pie horizontalmente delante del otro, no por eso cedía el pavor en el ánimo de Nieves, ni le parecía menos arriesgada la aventura: se centuplicó su recelo al ver que iban solos.

—¡No vienen! —murmuró con angustia.

—Les alcanzaremos antes de diez minutos… Van por el otro camino —respondió Segundo, sin añadir más palabra amorosa, ni estrechar siquiera el brazo que se crispaba sobre el suyo con toda la energía del terror.

—Pues vamos —suplicó Nieves con apremiante ruego—… Deseo llegar…

—¿Por qué? —preguntó el poeta, que se detuvo de repente.

—Estoy cansada… sofocada…

—Pues va usted a descansar y a beber si gusta…

Y con loco ardimiento, sin aguardar respuesta, Segundo arrastró a Nieves, torció a la izquierda, bajó una cuestecilla, y dando vuelta a la roca, detúvose en una meseta estrecha que avanzaba atrevidamente sobre el río. A los últimos rayos del sol se veía rezumar hilo a hilo, por la negra faz del peñasco, un límpido manantial.

—Beba usted, si gusta… en el hueco de la mano, porque vaso no lo tenemos —indicó Segundo.

Nieves obedeció maquinalmente, sin saber lo que hacía, y soltando el brazo de Segundo, quiso acercarse al manantial; pero la base de la roca, continuamente bañada por el agua, había criado esa vegetación húmeda, que resbala como las algas marinas, y Nieves, al apoyar el tacón en el suelo, sintió que se deslizaba, que perdía el pie… Allá, en el fondo de su vértigo, vio el río terrible y mugidor, los cortantes peñascos que habían de recibirla y destrozarla, y sintió el frío ambiente del abismo… Un brazo la cogió por donde pudo, por la ropa, acaso por las carnes, y la sostuvo y la levantó en peso… Dobló ella la cabeza sobre el hombro de Segundo, y este sintió por vez primera latir el corazón de Nieves bajo su mano… ¡Y bien aprisa! Latía de miedo. El poeta se inclinó, y derramó en la boca misma de Nieves esta pregunta:

—¿Me amas, di? ¿Me amas?

La respuesta no se oyó, porque, caso de haberse formado en la laringe, no pudieron los sellados labios articularla. Durante aquel brevísimo espacio de tiempo, que compendiaba, sin embargo, una eternidad, cruzó por el cerebro de Segundo cierta idea poderosa, destructora, como la chispa eléctrica… El poeta estaba de frente al precipicio, y Nieves a su orilla, de espaldas, sostenida únicamente por el brazo de su salvador. Con apretar un poco más los labios, con avanzar dos pulgadas e inclinarse, el grupo caería en el vacío… Era un final muy bello, digno de un alma ambiciosa, de un poeta… Pensándolo, Segundo lo encontraba tentador y apetecible… y no obstante, el instinto de conservación, un impulso animal, pero muy superior en fuerza a la idea romántica, le ponía entre el pensamiento y la acción muralla inexpugnable. Recreábase, en su imaginación, con el cuadro de los dos cadáveres enlazados, que las aguas del río arrastrarían… Hasta presentía la escena de recogerlos, las exclamaciones, la impresión profunda que haría en la comarca un suceso semejante… y algo, algo lírico que se agitaba y latía en su alma juvenil, le aconsejaba el salto… pero a la vez, un frío temor le congelaba la sangre, obligándole a caminar poco a poco, y no hacia el abismo, sino en sentido contrario, hacia la senda…

Todo esto, breve en la narración, fue momentáneo en el cerebro. Segundo advertía en sí un hielo, que le paralizaba para el amor como para la muerte… Era la yerta boca de Nieves, desmayada en sus brazos…

Mojó el pañuelo en la fuente, y se lo aplicó a sienes y pulsos. Ella entreabría los ojos. Se oía hablar a Tropiezo, reír a Carmen: venían sin duda a buscarles y a cantar victoria. Nieves, al recobrar los espíritus y verse con vida, no hizo el menor movimiento para apartarse del poeta.

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa

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