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Capítulo 24

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No vaciló Leocadia al día siguiente. Sabía ya el camino y fue derecha a casa del abogado. Este la recibió con el entrecejo fruncido. ¿Pensaban que fabricaba moneda? Leocadia ya no tenía bienes que empeñar; los que llevaba valían tan poca cosa… Si se resolvía a hipotecar la casa, él hablaría con su cuñado Clodio que tenía ahorros y ganas de una finca así… Leocadia exhaló un suspiro de pena. Sucedíale lo contrario que a los campesinos: ningún apego a los terrones; ¡pero la casita! ¡Tan limpia, tan mona, tan cómoda, hecha a su gusto!

—Psh… con abonar el importe de la hipoteca… la recobra usted en seguida.

Dicho y hecho. Clodio aflojó la mosca, lisonjeado con la esperanza de adquirir por la mitad de su valor un nido tan cuco, donde acabar su vida solterona. De noche, Leocadia pidió a Segundo que le enseñase el cuaderno de sus poesías y le leyese algunas. Hablábase mucho allí, con reticencias y alusiones trasparentes, de ciertas flores azules, de las voces de un pinar, de un precipicio y de otras varias cosas que bien entendía Leocadia no eran inventadas, sino que tenían su clave en pasados y para ella misteriosos acontecimientos. La maestra adivinó una historia de amor, cuya heroína sólo podía ser Nieves Méndez. Pero lo que no podía entender ni explicarse, era cómo estando ya la señora de Comba viuda y libre para premiar el amor de Segundo, no lo hacía inmediatamente… Los versos revelaban profundo desaliento, ardiente delirio amoroso y lían… A arrancarlas pronto. Todo era por bien del chico, por hacerle hombre, para que hoy o mañana…

Celebró Leocadia dos o tres conferencias con Cansín, que tenía en Orense un primo, dueño de un establecimiento de paños; y Cansín, encareciendo mucho su alta influencia y la importancia del favor, dio a la maestra una carta de recomendación eficaz. Fue Leocadia a la capital, vio al patrón, y estipularon las condiciones de la admisión de Minguitos. Le mantendrían, le lavarían la ropa, y le harían algún traje de los retales de paño que quedasen por el almacén… Pagar no le pagarían nada, hasta que supiese bien el oficio, allá a la vuelta de un par de años… ¿Y era muy jorobado?, porque eso le gusta poco a la clientela… ¿Y era honradito? Nunca le había cogido a su madre dinero de los cajones, ¿verdad?

Leocadia volvió con el alma empapada en acíbar. ¿Cómo se lo decía a Minguitos y a Flores? ¡Sobre todo a Flores! Imposible, imposible: armaría un escándalo que alborotase a la vecindad… Y había prometido llevar a Minguitos sin falta a su puesto el lunes próximo… Ideó una estratagema. Afirmó que estaba en Orense una parienta suya, y que le llevaba el niño para que le conociese: pintó la expedición con risueños colores, a fin de que Minguitos creyese que iba a divertirse… ¿No tenía ganas de ver otra vez a Orense? Pues es un pueblo magnífico: ella le enseñaría las Burgas, la Catedral… El niño, con su horror instintivo a los sitios públicos, al trato con hombres, meneaba tristemente la cabeza; y en cuanto a la vieja criada, como si algo rastrease, estuvo furiosa toda la semana. Cuando llegó el domingo y se metieron madre e hijo en el coche, al subir al estribo, Flores se arrojó al cuello de Minguitos y le dio un abrazo trémulo y senil de abuela chocha, babándole el rostro con el besuqueo de sus arrugados labios… Después se pasó el día sentada en el umbral de la casa, murmurando en alta voz palabras de sorda cólera o de cariñosa lástima, apretándose la frente con ambas manos, en desesperado ademán.

Leocadia, ya en el coche, trató de convencer a su hijo y le describió la buena vida que le esperaba en aquel precioso establecimiento, situado en lo más céntrico de Orense, tan entretenido, donde tendría poco trabajo y la esperanza de ganar, hoy o mañana, algún dinerito suyo… A las primeras palabras, el niño fijó en su madre los ojos atónitos, en los cuales, poco a poco, la inteligencia se abrió paso… Minguitos solía comprender a media palabra. Bajó la cabeza y, arrimándose a su madre, se recostó en su regazo. Como callaba, Leocadia le preguntó:

—¿Qué tienes? ¿Te duele la cabeza?

—No… déjeme dormir así… un poquito… hasta Orense.

Permaneció, en efecto, quieto y callado y, al parecer, dormido, acunado por el traqueteo del coche y el ruido ensordecedor de los cristales. Al llegar a la ciudad, Leocadia le tocó en el hombro:

—Ya estamos…

Saltaron del coche y sólo entonces notó Leocadia que tenía el regazo húmedo y que allí donde se había apoyado la frente del niño, resbalaban sobre el merino negro dos o tres irisadas gotas de agua… Pero al verse entre gente desconocida, en el lóbrego almacén, abarrotado de piezas de paño oscuro, la actitud del jorobado dejó de ser resignada: cogiose a su madre con desesperado impulso, exhalando un solo grito, resumen de todas sus quejas y afectos:

—Maaamá… maaamá…

Aquel grito aún lo oía dentro de su corazón Leocadia cuando, de regreso a Vilamorta, vio a Flores que la acechaba en la puerta. Acechar es la palabra exacta, pues Flores se lanzó sobre ella como un perro de presa, como una fiera que reclama y exige su cría. Y lo mismo que el hombre furioso arroja contra su adversario cuanto a mano encuentra, así Flores derramó sobre Leocadia toda clase de denuestos, de bárbaras y de satinadas injurias, gritándole con su voz balbuciente de vejez y odio:

—¡Ladrona, ladrona, infame! ¿Dónde tienes a tu hijo, ladrona? ¡Anda, borracha, mala mujer, anda a beber licores… y tu hijo puede ser que se esté muriendo de hambre! Perdida, loba, falsa, ¿y el chiquillo? ¿Dónde está, ángel de Dios? ¿Dónde lo tienes, bribona, que rabiabas por librarte de él para quedarte con el otro señorito de morondanga? ¡Loba, loba, que aun las lobas quieren a los hijos! ¡Loba, lobona… si tuviese un fusil, tan cierto como estoy aquí que te cazaba con perdigones!

Pálida, con los ojos enrojecidos, Leocadia extendió las manos para tapar la boca a la frenética vieja: pero esta, con sus desdentadas encías, apretó aquellas manos, dejando en ellas la baba de su cólera; y mientras la maestra subía la escalera, la vieja iba detrás, fatídica, murmurando en voz sorda:

—Nunca bien te ha de querer Dios, loba… Dios te castigará y la Virgen Santísima… Anda, anda, regodéate porque hiciste tu voluntad… Maldita seas, maldita seas… maldita, maldita…

La maldición estremeció a Leocadia… La casa, con la ausencia de Minguitos, parecía un cementerio: Flores no había preparado comida, ni encendido luz… Leocadia, sin ánimos para hacerlo, se echó en la cama vestida, y más tarde se desnudó y acostó sin probar bocado.

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa

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