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Capítulo 11
ОглавлениеOcho o diez días mediaron entre la visita de Segundo a las Vides y el regreso de don Victoriano y su familia a Vilamorta. Quería don Victoriano tomar las aguas y a la vez desbaratar la tenebrosa maquinación, la candidatura Romero. Plan sencillo: ofrecer a Romero un distrito en otra parte, donde no tuviese que gastar un céntimo; y así, quitado de en medio el único rival que tenía prestigio en el país, evitaba el bofetón de una derrota por Vilamorta. Esto importaba hacer antes de octubre, época señalada para la lucha electoral. Y mientras Genday, García, el alcalde y demás combistas manejaban los palillos, don Victoriano, instalado en casa de Agonde, bebía por las mañanas dos o tres vasos del salutífero licor; leía después el correo, y por la tarde, a tiempo que el pegajoso bochorno convidaba a siestas, leía o escribía en la fresca salita del boticario.
Frecuentemente le acompañaba Segundo en semejantes horas de soledad. Hablaban amigablemente, y el hombre político, lejos de insistir en la tesis desarrollada allá en las Vides, alentaba al poeta, ofreciéndose de muy buen grado a buscarle en Madrid colocación adecuada a sus propósitos.
—Un puesto que no le robe a usted muchas horas, ni le caliente mucho la cabeza… Yo veré, yo veré… Escudriñaremos… Observaba Segundo en el rostro desecado del ministro indicios de mejoría evidente. Experimentaba don Victoriano el pasajero alivio que producen las aguas minerales en los primeros momentos, cuando su energía estimula el organismo, siquiera sea para desgastarlo más después. La digestión y circulación se habían activado, y hasta la transpiración, enteramente suprimida por la enfermedad, dilataba con grato fomento los poros, comunicando a las secas fibras elasticidad de carne mollar. Como la luz de una bujía brilla más al acelerar se la combustión, don Victoriano parecía regenerarse, cuando en realidad iba consumiéndose… Él, pensando renacer, respiraba dichoso la estrecha atmósfera de las intriguillas electorales, gozando en disputar palmo a palmo su distrito, en recoger adhesiones y testimonios de simpatía, y secretamente halagado hasta por la absurda proposición de incensarle en la iglesia que al párroco de Vilamorta hicieron sus feligreses. De noche se solazaba patriarcalmente en la tertulia de Agonde con las historias cómicas de la botica de doña Eufrasia y con el menudo oleaje ocasionado por la proximidad de las fiestas. Poco a poco la inocente mesa de tresillo de Agonde se modificaba, convirtiéndose en algo de más malicia. Ya no eran cuatro las personas sentadas, sino una sola; y el resto, de pie, formaba grupo, y tenía fijos los ojos en las manos del sentado. La izquierda del banquero se crispaba aferrando los naipes, y con nervioso impulso del pulgar de la diestra hacía ascender lentamente la postrera carta, hasta que se vislumbraba y adivinaba, primero la pinta, luego el número, luego la porra de un basto, la yema de huevo de un oro, la cola azul de un caballo, la corona picuda de un rey. Y había otras manos que recogían puestas y sacaban dinero del bolsillo y lo depositaban sobre los fatídicos pedazos de cartulina, y se oía decir:
—¡Al siete! ¡Al cuatro! ¡As en puerta!
Por pudor, Agonde se privaba de tallar mientras estuviese allí don Victoriano, sofrenando a duras penas la única pasión que tenía el privilegio de calentar un tanto su sangre y esparcir su linfa, y cediendo el puesto a Jacinto Ruedas, famoso tahúr ambulante, conocido en todo el universo, que andaba al olor de la timba como otros al de los banquetes: tipo raro, entre chulo y polizonte, que decía en voz ronca chistes de baja ley. No aclaran los cronistas si la autoridad civil de Vilamorta, o sea el juez, intentó poner coto a la diversión ilegal que se permitían los tertulianos, de la farmacia; pero es punto averiguado que teniendo el juez una pierna más corta que otra, el ruido de su muleta en las baldosas de la acera avisaba siempre de su proximidad a los jugadores. Y en cuanto a la autoridad municipal, sábese de cierto que un día, o para mayor exactitud una noche, penetró en la trastienda del boticario lo mismo que una bomba, con dinero en la mano, y echándolo sobre una carta, gritó:
—¡Soy caballo, señores!
—¡Sea usted burro, si quiere! —le replicó Agonde, dándole un empujón con irreverencia notoria.
Aquel año, la presencia de don Victoriano y la ya declarada lucha entre sus partidarios y los de Romero, prestaba a las fiestas carácter de batalla. Querían los combistas sacarlas más que nunca lucidas y brillantes, y los romeristas aguarlas si fuese posible. En el salón del Consistorio preparábase el globo padre, que ocupaba extendido toda la longitud de la pieza: sus cuarterones blancos iban cubriéndose de rótulos, figuras, emblemas y atributos, y por el suelo andaban desparramados calderos de hojalata llenos de engrudo, pucheretes de bermellón, tierra de Siena y ocre, ovillos de bramante y recortes de papel. Del globo gigantesco nacían diariamente menudas crías; globitos en miniatura, hechos con retazos y muy ribeteados de azul y rosa. Hablábase con desdén en la tertulia de doña Eufrasia de semejantes preparativos, y se comentaba el arrojo del hijo del tabernero, solemne mamarrachista, que se proponía retratar a don Victoriano, en los cuarterones del gran globo. Las señoritas romeristas, frunciendo los labios y encogiéndose de hombros, protestaban que no asistirían a los fuegos ni al baile, aunque sus adversarios pusiesen, para conseguirlo, los santos en novena.
En cambio, las del bando combista formaron en torno de Nieves una especie de corte. Todas las tardes iban a buscarla para salir a paseo, y además de Carmen Agonde, la rodeaban Florentina la del alcalde, Rosa, sobrinita de Tropiezo, y Clara, la mayor de las niñas de García. Andaba esta descalza, muy ocupada en coger moras y echarlas en el mandil, cuando recibió la estupenda noticia de que su padre le encargaba un traje a Orense, para visitar a la señora del ministro. Y vino el traje, con sus lazos muy tiesos y sus forros de percalina muy engomados, y la chiquilla, lavada, atusada, incrustados los pies en botitas nuevas de chagrín, con la vista baja y con las manos una encima de otra, en simétrica postura, fue a engrosar el séquito de Nieves. Declarose Victorina protectora de Clara García; la compuso, la regaló un brazalete y se hicieron inseparables.
Solían pasear por la carretera, pero así que Clara tomó confianza, protestó, asegurando que por las veredas y los atajos era mucho más divertido y se encontraban cosas más bonitas. Y apretó el brazo de Victorina, exclamando:
—¡Segundo te sabe paseos preciosos!
Casualmente la misma tarde, al regresar al pueblo, divisaron a un hombre que se escurría pegado a las casas, y Clara, desde la acera de enfrente, echó a correr y le cogió por la cintura.
—Eh… tú… Segundo… no te escapes, que bien te vemos.
Dio el poeta familiar encontrón a su hermana, y saludó ceremoniosamente a Nieves, que le correspondió con cordialidad suma.
—Mire usted que esta chica… Vamos, de seguro que le ha hecho a usted mala obra… usted dispense…
Se sentaron a tomar el fresco en los bancos de la plaza, y cuando al otro día salió la caravana, después de la hora de la siesta, Segundo se le incorporó haciendo estudio en no acercarse a Nieves, lo mismo que si entre los dos existiese alguna inteligencia secreta, alguna misteriosa complicidad. Mezclose al grupo de las niñas, y deponiendo su seriedad acostumbrada, reía y bromeaba con Victorina, para quien recogía, al borde de los setos, maduras zarzamoras, bellotas de roble, erizos tempraneros de castaña, y mil florecillas silvestres que la niña archivaba en un saquito de cuero de Rusia.
Unas veces las llevaba Segundo por caminos hondos, costaneros, abiertos en la piedra viva, guarnecidos de murallones, cubiertos por emparrados que apenas dejaban filtrarse la moribunda luz del sol; otras, por descubiertos, calvos y áridos montecillos, hasta llegar a alguna robleda añosa, a algún castaño dentro de cuyo tronco, resquebrajado y hendido por la vejez, podía Segundo esconderse, mientras las chiquillas, asidas de las manos, bailaban en derredor.
Un día las condujo al remanso del Avieiro, al puente de piedra bajo cuyos arcos el agua negra, fría e inmóvil, dormía siniestro sueño. Y les refirió que allí, por ser el río más hondo y calentar menos el sol, se guarecían las más corpulentas truchas, y que junto al estribo había aparecido el mes anterior un cadáver. También las guió al eco, donde las niñas gozaron locamente hablando todas a la vez, sin dar tiempo a que el muro repitiese sus gritos y risas. Y otra tarde les enseñó un curioso lago, del cual se referían en el país mil consejas: que no tenía fondo, que llegaba al centro de la tierra, que bajo sus muertas ondas se columbraban ciudades sumergidas, que flotaban en él maderas extrañas y crecían nunca vistas flores. Era el tal lago, en realidad, una gran excavación, probablemente una mina romana inundada, que presa entre la serie de montículos de toba arcillosa que la pala de los mineros había acumulado por todas partes, ofrecía sepulcral y fantástico aspecto, ayudando a la ilusión la melancolía de las vegetaciones palustres que verdeaban en la sobrehaz del gran charco. Como se aproximaba el anochecer, las niñas declararon que tan lúgubre sitio les infundía un miedo atroz; las muchachas confesaron lo mismo, y echaron a escape para salir pronto al camino real, dejando a Nieves y Segundo rezagados. Era la primera vez que tal cosa ocurría, porque el poeta evitaba las ocasiones. Nieves, sin embargo, miró inquieta a su alrededor y bajó después los ojos, encontrando los de Segundo puestos en ella, interrogadores y ardientes. Y entonces, lo tétrico del paisaje y lo solemne del crepúsculo le encogieron el corazón, y sin saber lo que hacía, corrió lo mismo que las muchachas. Sentía detrás las pisadas de Segundo, y cuando por fin se detuvo, no lejos de la carretera, le vio sonreír y no pudo menos de reírse también de su propia necedad.
—¡Jesús… qué miedo tan estúpido… me he lucido… estoy a la altura de las chicas! Es que el dichoso charco impone… Diga usted: ¿cómo no han sacado vistas de él? Es muy raro y muy pintoresco.
Regresaban por la carretera, después de anochecido, y como si Nieves pretendiese borrar la impresión de su chiquillada, venía alegre y cariñosa con Segundo; dos o tres veces se tropezaron sus ojos, y, sin duda por distracción, no los apartó. Hablaron de la expedición del día siguiente: había de ser por las orillas del río, más alegres que el lago; un punto de vista admirable y no fatídico, como la charca.
En efecto, el camino que siguieron al otro día era muy lindo, aunque difícil, por lo espeso de los mimbrales y cañaverales, y lo enmarañado de los abedules y álamos nuevos que estorbaban a veces el paso. A cada momento tenía Segundo que dar la mano a Nieves y desviarlas ramas frescas y flexibles que le azotaban el rostro. Por más precauciones que tomó, no pudo evitar que se humedeciese los pies, ni que se dejase jirones del encaje de su pamela en un álamo. Se detuvieron allí donde el río, dividiéndose, formaba en medio una isleta poblada de espadañas y de sencillos gladiolos. Un arroyo, bajando del monte, venía a perderse en el Avieiro, humilde y callado. Crecían a sus orillas dentados y variadísimos helechos, y graciosa flora acuática. Segundo se arrodilló en el encharcado suelo y empezó a registrar entre las plantas.
—Tome usted, Nieves.
Ella se acercó, y él, con una rodilla en tierra; le entregó un manojo de flores azules, de un azul pálido de turquesa, con tronco delgadísimo; flores que ella sólo había visto contrahechas, en adornos de sombreros, y cuya existencia le parecía un mito: flores soñadas, que se figuraba no crecerían sino en los bordes del Rhin, allá donde suceden todas las cosas novelescas; flores que se conocen con un nombre tan bonito: no me olvides.