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Capítulo 4

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Durante las pesadas siestas de Vilamorta, mientras los agüistas digerían sus vasos de agua mineral y compensaban la madrugona con un letargo reparador, los músicos aficionados de la banda popular ensayaban las piezas que pronto ejecutarían reunidos. De la tienda del zapatero salían trinos melancólicos de flauta: en la del panadero resonaban briosas y marciales notas de cornetín: en el estanco gemía un clarinete: por el almacén de paños vagaban los ahogados suspiros de un figle. Los que así se consagraban al culto de Euterpe eran dependientes de comercio, hijos de familia, el elemento joven de Vilamorta. Semejantes fragmentos de melodía brotaban con penetrante sonoridad de entre la perezosa y cálida atmósfera. Cuando se esparció la nueva de que dentro de veinticuatro horas llegaba don Victoriano Andrés de la Comba y su familia, para salir inmediatamente a las Vides, estaba la charanga sumamente afinada y acorde ya, dispuesta a atronar con tandas de valses, dancitas y pasos dobles los oídos del insigne varón.

Notose en la villa movimiento desacostumbrado. La casa de Agonde se abrió, ventiló y barrió, saliendo por sus ventanas nubes de polvo: la hermana de Agonde se asomó poco después, peinada en flequillo y con un collar de caracoles nacarados. El ama del cura de Cebre, guisandera famosa, daba vueltas en la cocina, y se oía el sonsonete del almirez y el chirriar del aceite. Dos horas antes de la de las cinco, a que llega el coche de Orense, miden ya la plaza las notabilidades calificadas del partido combista—radical, y Agonde espera en el umbral de su botica, habiendo sacrificado a la solemnidad de la ocasión su clásico gorro y chinelas de terciopelo, y luciendo botas de charol y levita inglesa, que le hace parecer más corto de cuello y más barrigudo.

Entraba el coche de Orense por la parte del soto, y al resonar sus cascabeles y campanillas, el trote de sus ocho mulas y jacos y el carranqueo de su pesada mole, los vecinos de Vilamorta se colgaron de los balcones, se asomaron a los portales; sólo la botica reaccionaria permaneció cerrada y hostil. Al desembocar el gran armatoste en la plaza, agitáronse los grupos; varios chiquillos, descalzos, treparon al estribo pidiendo un ochavo en plañidera voz; las fruteras de los soportales se incorporaron para mejor ver, y únicamente Cansín, el tendero de paños, con las manos metidas en los bolsillos y en babuchas, prosiguió recorriendo su almacén de arriba abajo, afectando olímpica indiferencia. Refrenó el mayoral el tiro, diciendo en tono conciliador a una mula resabiada:

—Eeeeeeh… Bueno ya, bueno ya, Canóniga…

Estalló la charanga, formada ante el ayuntamiento, en ensordecedor preludio y el primer cohete salió pitando, despidiendo chispas… Lanzose el grupo en masa hacia la portezuela para ofrecer la mano, el brazo, cualquier cosa… Y bajaron trabajosamente una señora gruesa, un cura con las sienes abrigadas por un pañuelo de algodón a cuadros… Agonde, con más risa que enojo, hizo señas a la charanga y a los coheteros de que cesasen en su faena.

—¡No viene aún! ¡No viene aún! —gritaba. En efecto, no traía más gente el ómnibus. El mayoral se deshizo en explicaciones.

—Vienen ahí, a dos pasos, como quien dice… En el coche del conde de Vilar… En la carretela… Por causa de la señora… Yo aquí traigo el equipaje… Y pagaron los asientos como si los ocupasen…

No tardó en escucharse el trote acompasado y gemelo del tronco del conde de Vilar, y la carretela descubierta, de arcaica forma, penetró majestuosamente en la plaza. Recostábase en el fondo un hombre envuelto, a pesar del calor, en un abrigo de paño; a su lado una mujer con impermeable de dril gris destacaba sobre el puro azul del cielo el ala caprichosa de su sombrero de viaje. En el asiento delantero, una niña como de diez años, y una mademoiselle, especie de aya—niñera ultrapirenaica. Segundo, que al llegar la diligencia se había quedado atrás, no aproximándose al estribo, esta vez anduvo menos reacio, y la mano, que cubierta con largo guante de Suecia se tendía pidiendo apoyo, encontró otra mano de presión enérgica y nerviosa. La señora del ministro miró con sorpresa al galán, le hizo un saludo reservado, y tomando el brazo que la brindaba Agonde, entró a buen paso en la botica.

Tardó más en bajarse el hombre político. Sorprendidos le miraban sus partidarios. Había variado mucho desde su última estancia en Vilamorta —ocho o diez años antes, en plena revolución—. Su pelo gris pizarra, más blanco en las sienes, realzaba la amarillez de la piel; amarillo también y con estrías de sangre tenía lo blanco del ojo; y su semblante, arado y marchito, mostraba impresas en signos visibles las zozobras de la lucha social, las vicisitudes de la banca política y los sedentarios trabajos del foro. Su cuerpo estaba como desgonzado, faltándole el aplomo, la actitud que revela el vigor físico. No obstante, cuando menudearon los apretones de manos, cuando los tanto bueno… por fin… al cabo de los años mil… resonaron en torno con halagüeño murmullo, el gladiador exánime recobró fuerzas, se irguió, y una amable sonrisa dilató sus secos labios, prestando grata expresión a la ya severa boca. Hasta abrió los brazos a Genday, que se agitó en ellos con coleteos de anguila, y dio palmadicas en los hombros al alcalde. García el abogado trataba de hacerse visible y destacarse del grupo, murmurando con el tono grave de quien emite parecer sobre cosas muy peliagudas:

—Vaya, ahora arriba, arriba, a descansar, a tomar algo…

Por fin el remolino se aquietó subiendo a la botica el personaje, y tras él García, Genday, el alcalde y Segundo.

En la salita de Agonde tomaron asiento, dejando respectivamente a don Victoriano el sofá de reps grosella, y formando en torno suyo un semicírculo de sillas y butacas. A poco rato aparecieron las señoras, ya sin sombrero, y entonces pudo verse que la de Comba era linda y fresca, pareciendo, más que madre, hermana mayor de la niña. Esta, con su copiosa mata de pelo tendida por la espalda, su seriedad de mujercita precoz, tenía aspecto triste, de arbolillo ético; mientras su mamá, rubia risueña, ostentaba gran lozanía. Hablose del viaje, de las feraces orillas del Avieiro, del tiempo, del camino; la conversación enfriaba, cuando entró oportunamente la hermana de Agonde, precediendo al ama del cura, cargada con dos enormes bandejas donde humeaban jícaras de chocolate, pues de cena no entendían los huéspedes. Con depositarlo sobre el velador, servirlo, repartirlo, se animó la reunión. Los vilamortanos, encontrando asunto adecuado a sus facultades oratorias, empezaron a instar a los forasteros, a encomiar las excelencias de los manjares, y, llamando por su nombre de pila a la señora de Comba y agregando un cariñoso diminutivo al de la niña, se deshicieron en exclamaciones y preguntas.

—Nieves, ¿está el chocolate a su gusto?

—¿Acostumbra tomarlo claro o espeso?

—Nieves, este pellizco de bizcocho maimón por mí: es una cosa superior, que sólo acá sabemos hacer.

—Victoriniña, vamos, a perder la vergüenza: esta manteca fresca sabe mucho con el pan caliente.

—¿Un pedacito de esponjado tostado? ¡Ajajá! De esto no hay por Madrid, ¿eh?

—No… —contestaba la voz clarita y remilgada de la niña—. En Madrid tomábamos con el chocolate buñuelos y churros.

—Aquí no se estilan buñuelos, sino bizcochitos… De esto de encima, de lo dorado… Eso no es nada: un pajarito lo pica…

Terció en el debate don Victoriano, encareciendo el pan: él no podía comerlo; se lo habían prohibido en absoluto, pues su enfermedad le vedaba las féculas y los glútenes, hasta el extremo de que solían enviarle de Francia unas hogazas preparadas ad hoc, sin ningún elemento glucogénico; y al decir esto, volviose hacia Agonde, que aprobó, mostrando entender el terminillo. Y sentía doblemente don Victoriano la veda, porque nada encontraba comparable al pan de Vilamorta: mejor en su género que el bizcocho, sí señor. Reíanse los vilamortanos, muy lisonjeados en su amor propio; mas García, meneando sentenciosamente la cabeza, explicó que ya el pan decaía; que no era como en otros tiempos, y que sólo el Pellejo, el panadero de la plaza, lo amasaba a conciencia, teniendo la santa cachaza de escoger el trigo grano por grano, y no admitir ninguno picado del gorgojo; así resultaba tan sabroso el mollete y con tanta liga. Se discutió si debía o no tener ojos el pan, y si caliente era indigesto.

Don Victoriano, reanimado por estas mínimas vulgaridades, hablaba de su niñez, de los zoquetes de pan untados con manteca o miel que le daban de merienda; y al añadir que también solía su tío el cura administrarle buenos azotes, volvió la sonrisa a suavizar las hundidas líneas de su rostro. Dulcificábase su fisonomía con aquella efusión, borrándose los años de combate y las cicatrices de las heridas, y luciendo un reflejo de la juventud pasada. ¡Qué ganas tenía de volver a ver en las Vides un emparrado del cual mil veces robara uvas allá de chiquillo!

—Aún las ha de robar usted ahora —exclamó festivamente Clodio Genday—. Ya le diremos al señor de las Vides que ponga un guarda en la parra del Jaén.

Celebrose el chiste con hilaridad suprema, y la niña soltó su risilla aguda ante la idea de que robase uvas su papá. Segundo no hizo más que sonreírse. Tenía los ojos fijos en don Victoriano y pensaba en su destino. Repasaba toda la historia del personaje: a la edad de Segundo era también don Victoriano un oscuro abogaduelo, enterrado en Vilamorta, ansioso de romper el cascarón. Se había ido a Madrid, donde un jurisconsulto de fama le tomó de pasante. El jurisconsulto picaba en político y don Victoriano siguió sus huellas. ¿Cómo empezó a medrar? Espesas tinieblas en torno de la génesis. Unos decían erres y otros haches. Vilamorta se le encontró, cuando me nos se percataba, candidato y diputado: ya frisaría por entonces en los treinta y cinco, y se exageraba su talento y porvenir. Una vez de patitas en el Congreso, creció la importancia de don Victoriano, y cuando vino la Revolución de Setiembre, le halló empinado asaz para improvisarle ministro. El breve ministerio no le dio tiempo a gastarse ni a demostrar especiales dotes, y, casi intacto su prestigio, le admitió la Restauración en un gabinete fusionista. Acababa de soltar la cartera y venía a reponer su quebrantada salud al país natal, donde su influencia era incontestable y robusta, gracias al enlace con la ilustre casa de Méndez de las Vides… Segundo se preguntaba si colmaría sus aspiraciones la suerte de don Victoriano. Don Victoriano tenía dinero: acciones del Banco y de vías férreas, en cuyo consejo de administración figuraba el hábil jurisconsulto… Enarcó desdeñosamente las cejas nuestro versificador, y miró a la esposa del ministro: aquella gentil beldad no amaba, de seguro, a su dueño. Era hija del segundón de las Vides, un magistrado: se casaría alucinada por la posición. ¡Vive Dios! El poeta no envidiaba al político. ¿Por qué se habría encumbrado aquel hombre? ¿Qué extraordinarias dotes eran las suyas? Difuso orador parlamentario, ministro pasivo, algo de capacidad forense… Total, una medianía…

Mientras elaboraba estas ideas el cerebro de Segundo, la señora de Comba se entretenía en desmenuzar los trajes y fachas de los presentes. Analizó, con los ojos entornados, todo el atavío de Carmen Agonde, embutida en un corpiño azul fuerte, muy justo, que arrebataba la sangre a sus mejillas pletóricas. Bajó después la burlona ojeada a las botas de charol del farmacéutico, y volvió a subir hasta los dedos de Clodio Genday, culotados por el cigarro, y el chaleco de terciopelo a cuadritos morados y blancos del abogado García. Por último se posó en Segundo, investigando algún pormenor de indumentaria. Pero la rechazó como un escudo otra mirada fija y ardiente.

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