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Capítulo 3

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En Vilamorta había un Casino, un Casino de verdad, chiquito, eso sí, y por añadidura destartalado, pero con su mesa de billar comprada de lance, y su mozo, un setentón que de año en año sacudía y vareaba la verde bayeta. Porque en el Casino de Vilamorta apenas solían juntarse a diario más que las ratas y las polillas, entretenidas en atarazar el maderamen. Los centros de reunión más frecuentados eran dos boticas, la de doña Eufrasia, situada en la plaza, y la de Agonde, en la mejor calle. Agachada en el ángulo tenebroso de un soportal, la botica de doña Eufrasia era lóbrega; la alumbraba a las horas de conciliábulo un quinqué de petróleo, con tufo, y hacían su mobiliario cuatro sillas mugrientas y un banco. Quien desde fuera mirase, vería dentro un negro grupo, capotes, balandranes, sombreros anchos, dos o tres tonsuras sacerdotales, que de lejos blanqueaban como chapas de boinas sobre el fondo sombrío de la botica. La de Agonde, en cambio, lucía orgullosamente una clara iluminación, seis grandes redomas de cristal de colores vivos y fantástico efecto, una triple estantería cargada de tarros de porcelana blanca con rótulos latinos en letras negras, imponentes y científicos, un diván y dos butacas de gutapercha. Estas dos boticas antitéticas eran también antagónicas; se habían declarado guerra a muerte. La botica de Agonde, liberal e ilustrada, decía de la botica reaccionaria que era un foco de perpetuas conspiraciones, donde durante la guerra civil se había leído El Cuartel Real y todas las proclamas facciosas, y donde desde hacía cinco años se preparaban con suma diligencia fornituras para una partida carlista que jamás llegó a echarse al campo; y según la botica reaccionaria, era la de Agonde punto de cita para los masones, se imprimían libelos en una imprentilla de mano, y se tiraba descaradamente de la oreja a Jorge. Cerrábase religiosamente a las diez en invierno y en verano a las once la tertulia de la botica reaccionaria, mientras la botica liberal solía hasta media noche proyectar sobre el piso de la calle la raya de luz de sus dos claras lámparas y los reflejos azules, rojos y verde—esmeralda de sus redomas; por donde los tertulianos liberales calificaban a los otros de lechuzas, mientras los reaccionarios daban a sus contrincantes el nombre de socios del Casino de la Timba.

Segundo no ponía los pies en la botica reaccionaria, y desde sus relaciones con Leocadia Otero huía de la de Agonde, porque herían su amor propio las bromas y pullas del boticario, maleante y zumbón como él solo. Cierta noche que Saturnino Agonde cruzaba a deshora la plazoleta del Álamo, para ir a donde él y el diablo sabían, pudo ver a Leocadia y Segundo en el balcón, y entreoyó la salmodia de los versos que el poeta declamaba. Desde entonces, en el rostro de Agonde, mocetón sanguíneo y bien equilibrado, leyó Segundo tal desdén hacia las nimiedades sentimentales y la poesía, que por instinto se apartó de él cuanto pudo. Sin embargo, cuando se le ofrecía leer El Imparcial y saber alguna noticia, entraba en casa de Agonde breve rato. Hízolo al otro día de su conversación con el eco.

Estaba muy animada la asamblea. El padre de Segundo, recostado en el diván, tenía un periódico sobre las rodillas; su cuñado el escribano Genday, Ramón el confitero, y Agonde, discutían con él acaloradamente. En el fondo, próximos a la trastienda, en una mesita chica, jugaban al tresillo Carmelo el estanquero, el médico don Fermín, alias Tropiezo, el secretario del Municipio y el alcalde. Al entrar notó Segundo algo de inusitado en la actitud de su padre y del grupo que le rodeaba, y persuadido de que ya le darían la noticia, dejose caer en una de las butacas, encendió un cigarro y tomó El Imparcial, que andaba rodando sobre el mostrador.

—Pues aquí los papeles no traen nada; lo que se dice nada, exclamaba el confitero.

Desde la mesa de tresillo levantaba la voz el médico, confirmando las dudas de Ramón; tampoco el médico creía que pudiese suceder sin traerlo los papeles.

—Usted se muere por decir a todo que no —replicaba Agonde—. Yo estoy seguro, vamos; y me parece que estando yo seguro…

—Y yo lo mismo —afirmaba Genday—. Si es preciso citar testigos, allá van: lo sé por mi propio hermano, ¿me entienden ustedes?, por mi propio hermano, que se lo ha dicho Méndez de las Vides; vayan ustedes viendo si es autorizada la noticia. ¿Quieren ustedes más? Pues han encargado a Orense, para las Vides, dos butacas, una buena cama dorada, mucha vajilla y un piano. ¿Quedan ustedes convencidos?

—De todas maneras, no vendrán tan pronto —objetó Tropiezo. —Vendrán tal. Don Victoriano quiere pasar aquí las fiestas y las vendimias; dice que le tira muchísimo el cariño del país, y que en todo el invierno no se le oyó hablar sino del viaje.

—Viene a espichar aquí —murmuró Tropiezo—; oí decir que está malísimo. Se van ustedes a quedar sin jefe.

—Váyase usted a… Demonio de hombre, de mochuelo, que sólo anuncia cosas fúnebres. Cállese usted o no suelte barbaridades. Atienda, atienda al juego como Dios manda.

Segundo miraba con indiferencia a las redomas de la botica, distraído por el vivo foco azul, verde o carmesí que en cada una de ellas centelleaba. Ya comprendía el asunto de la conversación: la venida de don Victoriano Andrés de la Comba, el ministro, el gran político del país, el diputado orgánico del distrito. ¿Qué le importaba a Segundo la llegada de semejante fantasmón? Y aspirando suavemente su cigarro, se abstrajo del ruido de la disputa. Después se embebió en la lectura de la Hoja de El Imparcial, donde elogiaban mucho a un poeta principiante.

Entretanto, se enredaba la partida de tresillo. El boticario, situado a espaldas del alcalde, le daba consejos. Comprometido y arduo caso: un solo de estuche menor; la contra reunida toda en el estanquero y en don Fermín: cogían en medio al hombre: posición endiablada. Era el alcalde de esos viejos séquitos, gastaditos como un ochavo, muy tímidos, que antes de hacer una jugada la piensan en cien años, calculando todas las contingencias y todas las combinaciones posibles de naipes. Ya no quería él echar aquel solo, ¡qué disparate! Pero el impetuoso Agonde le había impulsado, diciendo: —Vaya, lo compro. —Puesto en el disparadero, el alcalde se decidió, no sin protestar.

—Bueno, lo jugaremos… Una calaverada, señores. Para que no digan que me amarro.

Y sucedía todo lo previsto; hallábase entre dos fuegos: de un lado le fallan el rey de copas; de otro le pisan la sota de triunfo aprovechando el caballo; don Fermín se mete en bazas sin saber cómo, mientras el estanquero, con sonrisa maliciosa, guarda su contra casi enterita. El alcalde levanta hacia Agonde los ojos suplicantes.

—¿No se lo decía yo a usted? ¡En buena nos hemos metido! Va a ser codillo, codillo cantado.

—No, hombre, no… es usted un mandria, que se apura por todo… Está usted ahí jugando con más miedo que si le apuntasen con una escopeta… ¡Arrastrar, arrastrar! Los chambones siempre se mueren de indigestión de triunfos.

Los adversarios se guiñaban el ojo malignamente.

—Deposita non tibit —exclamó el estanquero.

—Si codillum non resultabit —corroboró don Fermín.

Sintió el alcalde un escalofrío en el mismo bulbo capilar, y, por consejo de Agonde, resolviose a mirar lo que iba jugado, enterándose de las bazas de los compañeros y contando los triunfos. Tropiezo y el estanquero refunfuñaron.

—¡Qué manía de levantarles las faldas a los naipes!

El alcalde, algo más sereno, determinó por fin salir de dudas, suspiró y en algunos arrastres briosos y decisivos se resolvió la jugada, quedando todos iguales, a tres bazas cada uno.

—La de los sabios —dijeron casi a un tiempo estanquero y médico.

—¿Lo ve usted? Poniéndose lo peor del mundo, no le han dado codillo —observó Agonde—. Para hacer la puesta, se necesitaron requisitos…

Tenía a todos suspensos el interés palpitante de la jugada, menos a Segundo, absorto en una de las perezosas meditaciones en que el bienestar del cuerpo acrecienta la actividad de la fantasía. Llegaban a sus oídos las voces de los jugadores como lejano murmullo; él estaba a cien leguas de allí: pensaba en el artículo del periódico, del cual se le habían quedado grabadas en la memoria ciertas frases especialmente encomiásticas, hisopazos de miel con que el crítico disimulaba los defectos del poeta elogiado. ¿Cuándo le llegaría su turno de ser juzgado por la prensa madrileña? Sábelo Dios… Prestó atención a lo que se hablaba.

—Hay que darle siquiera una serenata —declaraba Genday.

—¡Hombre… una serenata! —respondió Agonde—: ¡gran cosa! Algo más que serenata: hay que armar cualquier estrépito por la calle; una especie de manifestación, que pruebe que aquí el pueblo es suyo… Habrá que nombrar una comisión, y recibirle con mucho cohete, y la música a todas horas… Que rabien esos cazurros de doña Eufrasia.

El nombre de la otra botica produjo una explosión de bromas, chistes y pateaduras. Hubo comentarios.

—¿No saben ustedes? —interrogó el socarrón de Tropiezo—. Parece que a doña Eufrasia le ha escrito Nocedal una carta muy fina, diciéndole que él representa a don Carlos en Madrid y que ella, por sus méritos, debe representarle en Vilamorta.

Carcajadas homéricas, algazara general. Habla Genday el escribano.

—Bueno, eso será mentira; pero es verdad, una verdad como un templo, que doña Eufrasia le remitió a don Carlos su retrato con dedicatoria.

—¿Y la partida? ¿Señalaron el día en que ha de levantarse?

—¡Vaya! Dice que la mandará el abad de Lubrego.

Se duplicó el regocijo de la tertulia, porque el abad de Lubrego frisaba en los setenta y se hallaba tan acabadito, que a duras penas podía tenerse sobre la mula. Entró en la botica un chiquillo, columpiando un frasco de cristal.

—¡Don Saturnino! —chilló con voz atiplada.

—A ver, hombre —contestó el boticario remedándole.

—Deme a lo que esto huele.

—Quedamos enterados… —murmuró Agonde arrimando el frasco a la nariz—. ¿A qué huele, don Fermín?

—Hombre… es así como… láudano, ¿eh?, o árnica.

—Vaya el árnica, que es menos peligrosa. Dios te la depare buena.

—Son horas de recogerse, señores —avisó el abogado García consultando su cebolla de plata. Genday se levantó también, y le imitó Segundo.

Los tresillistas se enfrascaron en hacer cuentas y liquidar las ganancias céntimo por céntimo, escogiendo fichas blancas y fichas amarillas. Al pisar la calle recibíase grata impresión de frescura; estaba la noche entre clara y serena; los astros despedían luz cariñosa, y Segundo, en quien era inmediata la percepción de la poesía exterior, sintió impulsos de plantar a su padre y tío, y marcharse carretera adelante, solo como de costumbre, a gozar tan apacible noche. Pero su tío Genday se le colgó del brazo.

—Rapaz, estás de enhorabuena.

—¿De enhorabuena, tío?

—¿Tú no rabias por salir de aquí? ¿Tú no quieres volar a otra parte? ¿Tú no le tienes tirria al bufete?

—Hombre —intervino el abogado—; él que ya es loco y tú que le revuelves la cabeza más…

—¡Calla, tonto! Don Victoriano viene, le presentamos al chico y le pedimos la colocación… Y la ha de dar buena, que aunque él se figure otra cosa, si no nos complace, le costará la torta un pan… No está el distrito como él piensa, y si los que le sostenemos nos acostamos, se la juegan de puño los curas.

—¿Y Primo? ¿Y Méndez de las Vides?

—No pueden con ellos… El día menos pensado les dan un desaire, me los dejan en una vergüenza… Pero tú, muchacho… Míralo bien: ¿no te lleva afición por la abogacía? Segundo se encogió de hombros, sonriendo.

—Pues discurre… así, a ver que te convendría más… Porque algo has de ser; en alguna parte has de meter la cabeza. ¿Te gustaría un juzgado de entrada?, ¿un destino en el ramo de correos?, ¿en alguna oficina?

Estaban dando la vuelta a la plazoleta para acercarse a casa de García, y al pasar por delante del balcón de Leocadia, el aroma de los claveles penetró hasta el cerebro de Segundo. Experimentó una reacción poética, y dilatando las fosas nasales para recoger la fragancia, exclamó:

—Ni juez, ni empleado en correos… Déjeme de eso, tío.

—No porfíes, Clodio —dijo agriamente el abogado—. Este no quiere ser nada, nada, más que un solemne holgazán, y pasarse la vida echando borroncitos en papelitos… Ni más ni menos. Allá van los cuartos de la carrera, todo lo que gasté; allá van el Instituto, la Universidad, la pechera, el levitín, la botica flamante; y luego, cuando uno piensa que los tiene habilitados, vuelta a cargar sobre las costillas de uno… a fumar y comer a su cuenta… Sí, señor… Yo tengo tres, tres hijos para gastarme y chuparme el jugo, y ninguno para darme ayuda… Así son estos señoritos… ¡vaya!

Segundo, parado y con las facciones contraídas, se retorcía la punta del bigotillo. Todos se detuvieron en la esquina de la plazoleta, como suele suceder cuando una plática se enzarza.

—No sé de dónde saca usted eso, papá… —declaró el poeta—. ¿Usted se figura que me he propuesto no pasar de Segundo García, el hijo del abogado? Pues se equivoca mucho. Ganas tendrá usted de librarse del peso que le hago; pero más aún tengo yo de no hacérselo.

—¿Y luego, a qué aguardas? El tío te está proponiendo mil cosas y no te acomoda ninguna. ¿Quieres empezar por ministro?

El poeta dio nuevo tormento a su bigote.

—No hay que cansarse, papá. Yo haría muy mal empleado en correos y peor juez. No me quiero sujetar al ingreso en una carrera dada, donde todo esté previsto y marcha por sus pasos contados… Para eso, sería abogado como usted o escribano como el tío Genday. Si realmente cogemos a don Victoriano de buen talante, pídanle ustedes para mí cualquier cosa… un puesto sin rótulo, que me permita residir en Madrid… Yo me las arreglaré después.

—Te las arreglarás… Sí, sí, bien hablas… Me girarás letritas, ¿eh?, como tu hermano el de Filipinas… Pues sírvate de gobierno que no puedo… que no robé lo que tengo, ni fabrico moneda.

—Si yo nada pido —gritó Segundo con salvaje cólera—. ¿Le estorbo a usted? Pues sentaré plaza o me largaré a América… Ea, se acabó.

—No —dijo el abogado calmándose—… Siempre que no exijas más sacrificios…

—Ninguno… ¡así me muriese de hambre!

Abriose la puerta del abogado: la vieja tía Gaspara, en refajos, hecha un vestiglo, salió a abrir; traía un pañuelo de algodón tan encima del rostro, que no se le distinguían las hurañas facciones. Segundo retrocedió ante aquella imagen de la vida doméstica.

—¿No entras? —interrogó su padre. —Voy con el tío Genday.

—¿Vuelves pronto?

—En seguida.

Tomó plazoleta abajo y explicó sus proyectos a Genday. Este, chiquitín y fosfórico de genio, se agitaba como una lagartija, aprobando. No le desagradaban a él las ideas de su sobrino. Su cabeza activa y organizadora, de agente electoral y escribano mañero, admitía mejor los planes vastos que la cabeza metódica del abogado García. Quedaron tío y sobrino muy conformes en el modo de beneficiar el influjo de don Victoriano. Charlando así, llegaron a casa de Genday, y la criada de este, mocita guapa, le abrió la puerta con toda la zalamería de una fámula de solterón incorregible. En vez de volverse a su domicilio, Segundo, preocupado y excitado, bajó a la carretera, se detuvo en el primer soto de castaños, y sentándose al pie de una cruz de madera que allí dejaran los jesuitas durante la última misión, se entregó al pasatiempo inofensivo de contemplar los luceros, las constelaciones y todas las magnificencias siderales.

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa

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