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—XXXII— La Tribuna se forja ilusiones

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En los primeros tiempos, Baltasar, embriagado por el aroma del cigarro, se mostró asiduo, olvidó su habitual reserva y obró como si no temiese la opinión del mundo ni de su familia. Es cierto que en el barrio apartado donde Amparo moraba no era fácil que le viesen las gentes de su trato; no obstante, alguna vez tropezó con conocidos, en ocasión de ir acompañando a la muchacha. Fuese por esta razón o por otras, no tardó en buscar lugares más recónditos para las entrevistas, a donde cada cual iba por su lado, no reuniéndose hasta estar al abrigo de ojos indiscretos. Uno de estos sitios era una especie de merendero unido a una fábrica de gaseosa, bebida muy favorita de las cigarreras. Ante la mesa de tosca piedra, roída por la intemperie, se sentaban Baltasar y Amparo, y allí les traían las botellas de cerveza, de gaseosa, cuyo alegre taponazo animaba de tiempo en tiempo el diálogo. Una parra tupida les prestaba sombra; algunas gallinas picoteaban los cuadros de un mezquino jardín; el lugar era silencioso, parecido a un gabinete muy soleado, pero oculto. Por entre las hojas de vid se filtraban los rayos del sol, y caían a veces, en movibles gotas de luz, sobre el rostro de Amparo, mientras Baltasar la contemplaba, admirando involuntariamente ciertas gracias y perfecciones de su rostro hechas para ser vistas de cerca, como la delicada red de venas que oscurecía sus párpados, las sinuosidades de su diminuta oreja, la nitidez del moreno cutis, donde la luz se perdía en medias tintas de miel; la caliente riqueza del color juvenil, la blancura de los dientes, la abundancia del cabello. Duró este inventario minucioso algún tiempo, al cabo del cual, Baltasar, habiendo aprendido de memoria estas y otras particularidades, y hablado con la Tribuna de todo lo que se podía hablar con ella, empezó a encontrar más largas las horas. Restringió las visitas al merendero, limitándolas a los días festivos; y mientras Amparo le elaboraba a mano los cigarrillos que acostumbraba a consumir, él leía, arrancando al pitillo recién acabado nubes de humo. No sabiendo qué hacer, quiso enseñar a Amparo cómo se fumaba, a lo cual ella se prestó con repugnancia, alegando que las cigarreras no fuman, que casualmente están «hartas de ver tabaco», y que este sólo era bueno para ponerse parches en las sienes cuando duele la cabeza. Discurriendo medios de entretenerse, Baltasar trajo a Amparo alguna novela para que se la leyese en voz alta; pero era tan fácil en llorar la pitillera así que los héroes se morían de amor o de otra enfermedad por el estilo, que convencido el mancebo de que se ponía tonta, suprimió los libros. En suma, Baltasar y Amparo se hallaron como dos cuerpos unidos un instante por la afinidad amorosa, separados después por repulsiones invencibles, y que tendían incesantemente a irse cada cual por su lado.

Para colmo de aburrimiento, reparó Baltasar que, al paso que él aspiraba a ocultar diestramente su aventura, Amparo, que ya tenía puesta toda su esperanza en las falaces palabras y en el compromiso creado por el mancebo, se desvivía porque los viesen juntos, porque la publicidad remachase el clavo con que imaginaba haberle fijado para siempre. Quería ostentarlo, como Ana ostentaba su capitán mercante; quería que la familia de Sobrado supiese lo que sucedía y rabiase, y que la de García, la orgullosa damisela, se enterase también de que Baltasar la dejaba por la Tribuna; así como suena. Quemadas ya las naves, a Amparo le convenía hacer ruido, tanto como a Baltasar guardar silencio. De esta diversa disposición de ánimo nacieron las primeras disputas, leves y cortas aún, de los dos amantes, reyertas que al principio sirvieron de diversión a Baltasar, porque, a veces, hasta la contrariedad distrae. Al menos, mientras duraban, no venía el importuno bostezo a descoyuntar las mandíbulas. Peor sería hablar de política, conversación que Baltasar había prohibido y a la cual la Tribuna se manifestaba más aficionada de algún tiempo a esta parte.

No era del todo sistemática la conducta de Amparo al buscar publicidad en sus amoríos; su carácter la impulsaba a ello. Superficial y vehemente, gustábanle las apariencias y exterioridades; la lisonjeaba andar en lenguas y ser envidiada, nunca compadecida. El día que dio sus pendientes de oro para la Rita, no le quedaba en casa un ochavo, y por pueril orgullo dijo a todas que tenía dinero, amenguando así el valor de su noble rasgo. Ahora, durante sus relaciones con Baltasar, trabajaba más que nunca y se vestía lo mejor posible, para hacer creer que el señorito de Sobrado era con ella dadivoso. Se regocijaba interiormente de que la sostuviesen sus ágiles dedos, mientras el barrio le envidiaba larguezas que no recibía: es más, que rechazaría con desdén si se las ofrecieran. Su vanidad era doble: quería que el público tuviese a Baltasar por liberal, y que Baltasar no la tuviese a ella por mercenaria. Y Baltasar, si pagaba la gaseosa, los pastelillos, alguna vez las entradas del teatro, en lo demás se mostraba digno heredero y sucesor de doña Dolores Andeza de Sobrado. Nunca pensó o nunca quiso pensar (que hasta a esto del pensar sobre una cosa suele determinarse la voluntad libremente) en lo que comería aquella buena moza, si sería caldo o borona, si bebería agua clara, y cómo se las compondría para presentársele siempre con enagua almidonada y crujiente, bata de percal saltando de limpia, botitas finas de rusel, pañuelo nuevo de seda. El cigarro era aromático y selecto: ¿qué le importaba al fumador el modo de elaborarlo?

Entre tanto, Amparo disfrutaba viendo la rabia de sus rivales en la Fábrica, la sonrisilla de Ana, las indirectas, los codazos, la atmósfera de curiosidad que se condensaba en torno de su persona, llegando a tanto su desvanecimiento, que se hacía a sí propia regalos misteriosos para que creyese la gente que procedían de Sobrado; se prendía en el pecho ramilletes de flores, y hasta llegó a adquirir una sortija de plata con un corazón de esmalte azul, por el retegustazo de que pensasen ser fineza de Baltasar. Cuando le preguntaban si era cierto que se casaba con un señorito, sonreía, se hacía la enojada como de chanza, y fingía mirar disimuladamente la sortija.... ¡Casarse! ¿Y por qué no? ¿No éramos todos iguales desde la revolución acá? ¿No era soberano el pueblo? Y las ideas igualitarias volvían en tropel a dominarla y a lisonjear sus deseos. Pues si se había hecho la revolución y la Unión del Norte, y todo, sería para que tuviésemos igualdad, que si no, bien pudieron las cosas quedarse como estaban.... Lo malo era que nos mandase ese rey italiano, ese Macarronini, que daba al traste con la libertad.... Pero iba a caer, y ya no cabía duda, llegaba la república.

Con estos pensamientos entretenía las horas de trabajo en la Fábrica. A cada pitillo que enrollaba, al suave crujido del papel, una cándida esperanza surgía en su corazón. Cuando ella fuese señora, no había de portarse como otras altaneras, que estuvieron allí liando cigarros lo mismo que ella, y ahora, porque arrastraban seda, miraban por cima del hombro a sus amigas de ayer. ¡Quia! Ella las saludaría en la calle, cuando las viese, con afabilidad suma. Por lo que hace a recibirlas de visita... eso, según y conforme dispusiese su marido; pero, ¿qué trabajo cuesta un saludo? A Ana le había de enseñar su casa. ¡Su casa! ¡Una casa como la de Sobrado, con sillería de damasco carmesí, consola de caoba, espejo de marco dorado, piano, reloj de sobremesa y tantas bujías encendidas! Y Amparo, cerrando los ojos, creía sentir en el rostro el frío cierzo de la noche de Reyes.... Cuando entraba descalza en el portal de Sobrado a cantar villancicos, ¿pensó que se enamorase nunca de ella Baltasar? Pues así como había sucedido esto, lo otro ....

No obstante, dentro de la Fábrica misma hubo escépticas que auguraron mal de los enredos en que se metía Amparo. ¡Casarse, casarse! Pronto se dice; pero del dicho al hecho.... ¿Regalos? ¡Vaya unos regalos para un hijo de Sobrado! ¡Sortijas de plata, ramos de a dos cuartos! ¡Bah, bah! Ya se sabía en lo que paraban ciertas cosas. Aunque sordos, estos rumores no fueron tan disimulados que no llegasen a la interesada, y unidos a otras pequeñeces que ella observaba también, empezaron a clavarle en el alma el dardo de los más crueles recelos. Baltasar enfriaba a ojos vistas: a cada paso mostraba más cautela, adoptaba mayores precauciones, descubría más su carácter previsor y el interés de esconder su trato con la muchacha como se oculta una enfermedad humillante. Mostrábase aún tierno y apasionado en las entrevistas; pero se negaba obstinadamente a acompañar a Amparo dos pasos más allá de la puerta.

Todo lo referido, notó desde su cama la paralítica, y hallábase sumamente inquieta y quejosa, por varias razones, entre otras, porque desde que Amparo gastaba cuanto ganaba en botas nuevas y enaguas bordadas, ella se veía privada de algunas comodidades y golosinas que no le escatimaban antes. Malo era que su hija se perdiese y malo también que, tratando con señores, en vez de traer dinero a casa, se empeñase, y tuviese que pasarse las noches haciendo pitillos de encargo para poder comer. ¡Y mucho de flores! ¡Y mucho de chambras con puntillas! ¡Qué necesidad!

Confidente de estas lamentaciones era Chinto, que solía venir a pasarse con la tullida largas horas al salir del trabajo, desde que supo cuán propicia se mostrara un tiempo a su pretensión matrimonial. Aún volvía la vieja a la carga de tiempo en tiempo, y hablaba de Chinto a su hija; él no sería fino ni buen mozo, pero era un burro de carga, un lobo para el trabajo y un infeliz. Autorizada, sin duda, por tan buenas intenciones, la paralítica disponía de Chinto cual de un yerno. Una vez, cuando empezó a escasear el dinero, rogole «que fuese por seis cuartos de azúcar para la cascarilla a la tienda de la esquina, que ya le pagaría». El mozo salió y volvió con un cucurucho de papel de estraza henchido de azúcar moreno; del pago no se habló más. Otro día se encargó de tomar un décimo para el próximo sorteo; la vieja, por tranquilizar su conciencia de empedernida jugadora, le dijo que si «le caía» partirían como buenos amigos. Poco a poco, y ayudando a ello lo muy distraída que Amparo andaba, volvió Chinto a amarrarse al antiguo yugo, a obedecer ciegamente a la despótica voz de la tullida; hízole los recados, le arregló el cuarto, le trajo remedios, le dio unturas. Y no quiere decir esto que la pobre mujer se propusiese deliberadamente explotar al mozo, sino que, a su edad y en su estado, ciertos cuidados y mimos son tan necesarios como el aire respirable.

Curioso espectáculo en verdad el que ofrecía Chinto, descolorido, flaco, casi harapiento, cuidando de aquella mujer que no era su madre, que siempre le había tratado con dureza; y mientras él mondaba las patatas para el caldo del día siguiente, o mullía el jergón de la impedida, Amparo regresaba, a la plateada luz de la luna de verano, que prolongaba sobre la carretera de la Olmeda la sombra de los majestuosos árboles, de alguna cita en lugares escondidos, en los solitarios huertos, o en el desierto camino del cerro de Aguasanta.

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