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Capítulo 2
ОглавлениеSegundo García, el del abogado y Leocadia Otero, la maestra de escuela de Vilamorta, se conocieron en primavera, en una romería. Leocadia asistió a ella con varías chicas a quienes había enseñado el a, b, c y el pespunte. Ante aquel coro de ninfas, Segundo recitó poesías más de dos horas, en un robledal, lejos del estrépito del bombo y gaita, donde sólo llegaban leves rumores de la fiesta y del gentío. Estúvose el auditorio como en misa, si bien ciertos pasajes, almibarados o fogosos, produjeron entre las chiquillas codazos, pellizquitos, risas reprimidas instantáneamente; pero de los negros ojos de la maestra, a lo largo de sus mejillas, picadas de viruela y pálidas de emoción, resbalaron dos lagrimones tibios y gruesos, y otros después, tantos y tan juntos, que hubo de sacar el pañuelo y limpiárselos. Luego, al regresar, cuando lucían en el cielo las estrellas, por los senderos del monte donde se alzaba el santuario, vereditas agrestes, entapizadas de grama y orladas de brezos y uces, el grupo descendió en esta forma: delante las chiquillas, correteando, saltando, empujándose para caer sobre los brezos y celebrarlo con una explosión de carcajadas; Leocadia y Segundo detrás, de bracero, parándose a veces y hablándose entonces más bajito, casi al oído.
De Leocadia Otero se refería una historia fea y triste. Aunque ella con reticencias calculadas quisiera fingirse viuda, se murmuraba que nunca tuvo marido; que cuando residía en Orense, huérfana y bajo la tutela de un tío paterno, nació aquel pobre vástago, aquel Dominguito contrahecho, raquítico y enfermo siempre. Afirmaban los mejor informados que el malvado del tío fue quien abusó de la doncella, confiada a su custodia, sin poder reparar el delito porque era casado y vivía su mujer, Dios sabe dónde ni cómo. Lo cierto es que el tío murió pronto, dejando a su sobrina unas finquillas y una casa en Vilamorta, y Leocadia, previo el competente examen, obtuvo la escuela y vino a establecerse al pueblo. Sobre trece años llevaba de habitarlo, observando ejemplar conducta, cuidando día y noche a Minguitos, y economizando para reconstruir la ruinosa casa, como lo hizo al fin poco antes de conocer a Segundo. Era Leocadia mujer por todo extremo hacendosa: nunca faltó en sus armarios ropa blanca, en su sala muebles de rejilla y una alfombrita delante del sofá, en su despensa uvas de cuelga, arroz y jamón, en sus balcones claveles y albahaca. Minguitos andaba limpio como el oro; ella lucía, al remangar su hábito de los Dolores, de buen merino, enaguas gordas, tiesas de puro almidonadas, muy bordadas a ojetes. Por lo cual, a pesar de su fealdad y de su historia antigua, no careció la maestra de suspirantes: un rico arriero retirado, con taberna abierta, y Cansín, el tendero de paños. Desairó a los pretendientes y siguió viviendo sola, con Minguitos y Flores, la vieja criada, que ya gozaba en la casa fueros de abuela.
El inicuo estupro sufrido en los primeros años de la juventud había dejado a Leocadia, envuelto en sus amargas memorias, horror profundo a las realidades del matrimonio, base de la familia, y una sed perpetua de cosas ideales y delicadas, rocío que refresca la imaginación y satisface al sentimiento. Poseía la media instrucción de las maestras, rudimentaria, pero bastante para infundir gustos exóticos en Vilamorta, verbigracia, el de las letras, en sus más accesibles formas —novela y verso—. Consagró a la lectura los ocios de su vida monótona y honesta. Leyó con fe, con entusiasmo, sin crítica alguna: leyó creyendo y admitiéndolo todo, unimismándose con las heroínas, oyendo resonar en su corazón los suspiros del vate, los cantos del trovador y los lamentos del bardo. Fue la lectura su vicio secreto, su misteriosa felicidad. Cuando rogaba a sus amigas de Orense que le renovasen la suscripción en la librería, hacían ellas chacota y ponían a Leocadia el apodo de literata. ¡Literata ella! ¡Ojalá! ¡Si pudiese dar cuerpo a lo que sentía, al mundo fantástico que dentro llevaba! Imposible: jamás alcanzaría su caletre, por mucho que lo estrujase, a producir ni una triste seguidilla. Almacenada se quedaba tanta poesía y tanta sensibilidad allá en los senos y circunvoluciones del cerebro, como el calor solar en la hulla. Lo que salía al exterior era prosa neta: gobierno de casa, economía, guisados.
Al tropezar Leocadia con Segundo, la casualidad aplicó encendida mecha al formidable polvorín de sentimientos y ensueños, encerrado en el alma de la maestra. Encontrado había, por fin, empleo condigno a sus facultades amorosas, desahogo para sus afectos. Segundo era la poesía hecha carne; en él se cifraban y compendiaban todas las interesantes y divinas menudencias de los versos: las flores, el aura, el ruiseñor, la luz moribunda del sol, la luna, la umbría selva.
La combustión se produjo con asombrosa rapidez. Ardió y se consumió en incendio súbito, primero la honrada resolución de borrar con intachable conducta el estigma del pasado, después el vigoroso y entrañable cariño maternal. Ni un punto pasó por las mientes a Leocadia la idea de que Segundo pudiese ser su marido: aunque libres ambos, la diferencia de edades, y la superioridad intelectual del joven poeta, pusieron límite infranqueable a las aspiraciones de la maestra. Cayó en el amor como en un abismo, y ni miró atrás ni adelante.
Segundo había tenido en Santiago, durante los años escolares, trapicheos estudiantiles, cosa baladí, y extravíos de esos que no evita ningún hombre entre los quince y los veinticinco, probando también las que en la época romántica se llamaban orgías y hoy se conocen por juergas. Sin embargo, no era vicioso. Hijo de una madre histérica, a quien las repetidas lactancias agotaron, hasta matarla de extenuación, Segundo tenía el espíritu mucho más exigente e insaciable que el cuerpo. Había heredado de su madre la complexión melancólica, y mil preocupaciones, mil repulsiones instintivas, mil supersticiones prácticas. La había querido y guardaba su recuerdo como un culto. Y, más viva aún que la cariñosa memoria de su madre, conservaba una antipatía invencible hacia su padre. No cabía decir que el abogado hubiese sido verdugo de su mujer, y con todo, bien adivinaba Segundo el lento martirio de aquella fina organización nerviosa, y veía siempre, en horas negras, el ataúd mísero en que habían encerrado a la difunta, no sin elegir antes, para amortajarla, la sábana más usada de cuantas encontraron.
Componíase la familia de Segundo del padre, una tía vieja, dos hermanos varones y tres hembras aún impúberes. Gozaba el abogado García fama de rico: nada entre dos platos: fortuna de aldea, reunida ochavo tras ochavo, con préstamos usuarios y sórdidas privaciones. El bufete daba de sí, pero diez bocas, y la carrera de tres hijos, algo tragan. El mayor de los chicos, oficial de infantería, estaba en Filipinas y no remitía un cuarto; gracias que no lo pidiera. Segundo, que lo era en el orden cronológico, acababa de graduarse: un jurisconsulto más en la nación española, donde tanto abunda esta fruta. El pequeño estudiaba en el Instituto de Orense, con propósito de seguir la farmacia. Las niñas se pasaban el día correteando por huertos y maizales, medio descalzas, sin ir siquiera a la escuela de Leocadia por no adecentarse un poquillo. En cuanto a la tía… , misia Gaspara… , era el alma de aquella casa, alma estrecha y sin jugo, senectud acartonada, silenciosa y espectral, ágil a despecho de sus sesenta, y que sin cesar de hacer media con unos dedos rancios como teclas de clavicordio, vendía en la granera el centeno, en la bodega el vino de renta, prestaba un duro al cincuenta por cien a las fruteras y regateras de la plaza, se cobraba en especie, tasaba la comida, la luz y la ropa a sus sobrinos, engordaba con amorosa solicitud un cerdo, y era respetada en Vilamorta por sus aptitudes formicarias.
Aspiraba el abogado a trasmitir su clientela y asuntos a Segundo. Sólo que el muchacho no daba indicios de servir para embrollar pleitos y causas. ¿Cómo había realizado el milagro de salir bien en los exámenes, sin abrir en todo el curso los libros de derecho, y faltando a clase siempre que hacía solo diluviaba? ¡Bah! Con un memorión de primera y un regular despejo: aprendiéndose, cuando era menester, páginas y páginas del texto, y recordándolas y diciéndolas con la propia facilidad que las Doloras de Campoamor, si no con tanto gusto.
Sobre la mesa de Segundo se besaban tomos de Zorrilla y Espronceda, malas traducciones de Heine, obras de poetas regionales, el Lamas Varela, alias Remedia—vagos, y otros volúmenes no menos heterogéneos. No era Segundo un lector incansable; elegía sus lecturas según el capricho del momento, y sólo leía lo que conformaba con sus aficiones, adquiriendo así un barniz de cultura deficiente y varia. Más intuitivo que reflexivo y estudioso, aprendió sólo y a tientas el francés, para leer en el original a Musset, a Lamartine, a Proudhon, a Víctor Hugo. Fue su cerebro como erial inculto donde a trechos se alzaba una flor rara y peregrina, un arbusto de climas remotos; ignoró las ciencias graves y positivas, las lecturas sólidas y serias, nodrizas del vigor mental, la era clásica, la literatura castiza, las severas enseñanzas de la historia; y en cambio, por raro fenómeno de parentesco intelectual, se identificó con el movimiento romántico del segundo tercio del siglo, y en un rincón de Galicia revivió la vida psicológica de generaciones ya difuntas. No de otro modo algún venerable académico, saltando de un brinco los diez y nueve siglos de nuestra era, se alegra ahora con lo que regocijaba a Horacio y vive platónicamente prendado de Lidia.
Rimó Segundo sus primeros versos, desengañados y escépticos en la intención, ingenuos en realidad, cuando apenas contaba diez y siete años. Sus compañeros de cátedra le aplaudieron a rabiar. Adquirió entre ellos cierto prestigio, y cuando estampó en un periódico las primicias de su musa, tuvo, sin salir del estrecho círculo del aula, admiradores y envidiosos. Desde entonces adquirió el derecho de pasear solito, de reír poco, de ocultar sus aventurillas y de no jugar ni achisparse por compañerismo, sino únicamente cuando le daba la gana.
Y le daba pocas veces. La excitación puramente física y brutal carecía para él de atractivo; si bebía por bravata, repugnábale el espectáculo de la embriaguez, los finales de francachela estudiantil, el mantel manchado, las disputas necias, los amigos que yacían debajo de la mesa o tendidos en el sofá, el descoco e insensibilidad de las hembras venales; salía de allí desdeñoso y empalagadísimo, y a veces una reacción muy propia de su complicado carácter le impulsaba a él, lector sincero de Proudhon, Quinet y Renan, al recinto de alguna iglesia solitaria, donde sus pulmones respiraban con delicia aire húmedo saturado de incienso.
No protestó el abogado García contra las aficiones literarias de su hijo, porque las juzgó pasajera diversión de la mocedad, una muchachada, lo mismo que bailar en las fiestas. Empezó a inquietarse así que Segundo, ya graduado, se opuso a auxiliarle en el despacho de sus tortuosos pleitecillos. ¿Si resultaría el chico inútil para todo y bueno solamente para zurcir versos? No era delito zurcirlos, pero así… cuando no hubiese muchos procesos que hojear y artimañas que idear para envolver a los litigantes. Desde que cayó en la cuenta, el abogado trató a su hijo con mayor desconfianza, con más terca impertinencia y desvío. Cada día le predicaba, en la mesa o donde podía, sermoncillos incisivos acerca de lo necesario que es ganarse el pan, con asiduidad y trabajo, no dependiendo de nadie. Estas continuas amonestaciones, en que empleaba la misma capciosa machaquería que en el enredijo de los protocolos, ahuyentaron a Segundo de su casa. La de Leocadia le sirvió de refugio, y él vino en dejarse querer pasivamente, lisonjeado al pronto por el triunfo que habían obtenido sus versos, alcanzándole homenaje tan desinteresado y ardiente, y atraído después por el bienestar moral que engendra la aprobación sin condiciones y la complacencia sin tasa. Su perezosa mente de soñador reposaba en los algodones que sabe mullir el cariño para la amada cabeza. Leocadia admitía, perfilaba, ensanchaba todos sus planes de porvenir; le animaba a que escribiese, a que publicase; le elogiaba sin restricciones y sin fingimiento, porque para ella, que tenía la facultad crítica aposentada en las cavidades cardíacas, Segundo era el más melodioso cisne del universo todo.
Poco a poco la amante previsión de la maestra fue extendiéndose a otras esferas de la vida de Segundo. Ni el abogado García ni la tía Gaspara concebían que un chico, terminada ya su carrera, necesitase un céntimo para gasto alguno extraordinario. La tía Gaspara, en especial, ponía el grito en el cielo a cada desembolso: después de llenar de camisas la maleta de su sobrino un año, por diez lo menos debía quedar surtido: la ropa no estaba autorizada para romperse o acabarse sin más ni más. Leocadia notó las escaseces de su ídolo; hoy se hizo cargo de que no andaba bien de pañuelos, y le dobladilló y marcó una docena; mañana reparó que sólo de higos a brevas le daban medio duro para el ramo de cigarros, y se impuso la tarea de hacérselos en persona, suministrando gratis la materia primera; oyó murmurar a las fruteras de la avaricia de la tía Gaspara, entendió que Segundo comía mal, y se dedicó a aderezar para él platos apetitosos y nutritivos, amén de encargarle a Orense libros, de repasarle la ropa y de pegarle los botones.
Todo esto lo realizaba con inexplicable regocijo, recorriendo la casa a paso ligero y casi juvenil, remozada por la dulce maternidad del amor, y tan dichosa, que ni se acordaba de reñir a las chiquillas de la escuela, pensando sólo en acortarles la tarea para quedarse más pronto en compañía de Segundo. Había en su cariño mucha parte generosa y espiritual, y los mejores instantes de su pasión satisfecha eran aquellas horas nocturnas en que, próximos al balcón, sentados muy cerca el uno del otro, convirtiendo con la imaginación las matas de claveles y albahaca en selva virgen, ella oía, recostada en el hombro de Segundo, los versos que este recitaba con bien timbrada voz, versos cuya armonía se le figuraba a Leocadia un cántico celeste.
La medalla tenía su reverso. Eran amargas las horas matutinas en que Flores, con la cara larga y difícil, contraída o iracunda, con el pañuelo de algodón torcido, arrugado y caído sobre los ojos, venía a notificarle, en breves y truncadas palabras, que:
—Se han acabado los huevos… ¿vienen más? No hay azúcar: ¿de cuál traigo? ¿De ese tan caro de pilón que vino la semana pasada? Hoy traje café, café, dos libritas, como quien lava… Yo no compro más licor: allá tú: yo no.
—¿Qué dices, mujer? ¿Qué te sucede?
—Que si te gusta darle al Ramón, el de la dulcería, veinticuatro reales por una botella de anisete, habiéndolo a ocho en la botica, bien; pero yo no voy a meterle los cuartos en la mano a ese ladrón: a ver cómo no te pide cinco duros por cada frasquito.
Leocadia, suspirando, salía de su letargo; iba a la cómoda, sacaba dinero, no sin pensar que le sobraba la razón a Flores: sus ahorritos, su par de miles de reales para un apuro, ya debían encontrarse temblando; valía más no enterarse del estado del peto: los disgustos, retrasarlos. ¡Dios delante! Y reñía a la vieja con fingida cólera.
—Ve por la botella, anda, no me enfades… A las ocho entran las chiquillas, y aún tengo la enagua por planchar… Hazle el chocolate a Minguitos; más te valiera no tenerlo muerto de hambre… Y dale bizcocho.
—Daré, daré… ¡Pues si yo no le diese al infeliz!… —refunfuñaba la criada, que al nombre de Minguitos, sentía crecer su enojo. Se oía en la cocina el furioso porrazo administrado a la chocolatera para sentarla sobre el fuego y el airado voltear del molinillo en el remolino espumoso del chocolate. Flores entraba en el cuarto del contrahecho, que aún no había abandonado las sábanas, y le tomaba las manos.
—Tienes calor, rapaz… Aquí viene el chocolatito, ¿eh?
—¿Me lo da mamá?
—Te lo daré yo.
—Y mamá, ¿qué hace?
—Almidonando unas enaguas.
Clavaba el jorobadito los ojos en Flores, alzando trabajosamente la cabeza de entre el arco doble del pecho y la espalda. Eran aquellos ojos profundos, con mucha niña: la boca, de mandíbulas salientes, tenía una crispación sardónica y una pálida sonrisa. Echaba los brazos al cuello de Flores, y pegando los labios a su oído:
—¿Vino el otro ayer? —preguntábale.
—Sí, hombre, sí.
—¿Vendrá hoy?
—Vendrá. ¡Pues no! Calla, filliño, calla… toma el chocolate. Está como te gusta: claro y con espumita.
—No tengo casi gana… Ponlo aquí, al lado.