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—XXXVIII— ¡Por fin llegó!

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Amparo descansa abismada en el reposo inefable de las primeras horas. Sin embargo, a medida que la luz de la pálida mañana entra por el ventanillo, vuélvele la memoria y la conciencia de sí misma. Llama a Chinto ceceándolo.

—¿Qué quieres, mujer?

—Vas a ir corriendo al cuartel de infantería.... Parece que ahora no sale la tropa de los cuarteles.

—Bueno.

—Si no está allí don Baltasar, a su casa.... ¿La sabes?

—La sé. ¿Qué le digo?

—Le dirás... ¡veremos cómo sabes dar el recado! Le dirás que tengo un niño... ¿oyes? No vayas a equivocarte....

—Bueno, un niño....

—Un niño... no sea que digas una niña, tonto; un niño, un niño.

—¿No le digo más?

—Y que ya sabe lo que me ofreció... y que si quiere ponerse por padre de la criatura... y que mañana se bautiza.

—¿Nada más?

—Nada más.... Esto... bien clarito.

Chinto salía cuando entraba Ana, que se había ido a su casa a dormir. Venía muy misteriosa, como el que trae nuevas estupendas.

—¿Y ese valor, y el pequeño?—preguntó alzando la sábana y la manta y sacando del tibio rincón donde yacía, un bulto, un paquete, un pañuelo de lana, entre cuyos dobleces se columbraba una carita microscópica amoratada, unos ojuelos cerrados, unas faccioncillas peregrinamente serias, con la seriedad cómica de los recién nacidos. Ana empezó a hablarle, a decirle mil zalamerías a aquel bollo que del mundo exterior sólo conocía las sensaciones de calor y frío; buscó una cucharilla y le paladeó con agua azucarada; arregló la gorra protectora del cráneo, blando y colorado como una berenjena, y después se sentó a la cabecera del lecho, depositando en el regazo el fajado muñeco.

—¿No sabes?—exclamó abriendo por fin la esclusa de sus noticias—. Encontré a la que les cose a las de García.... No te alteres, mujer, alégrate; se largan esta tarde para Madrí, porque tuvieron parte de que ganaron el pleito y van a arreglarlo allá todo.

Volvió Amparo el rostro con lánguido movimiento, murmurando:

—Dios vaya con ellas.

—No sé que no les pase algo en el camino, porque anda todo revuelto.... Me dijo esa misma chica que hoy sin falta venía la República....

—Hace... ocho días que la están anunciando....

—Calla, no hables, que te puede venir el delirio....

Y la Comadreja se dedicó a arrullar al infante mientras Amparo se sepultaba otra vez en un sopor que le dejaba el cerebro hueco, la cabeza vacía, anonadando su pensamiento y haciéndola insensible a lo que pasaba en torno suyo. Los pasos de Chinto la llamaron a la vida otra vez. Abrió los ojos, que, en la palidez amarillosa de su morena cara, parecían mayores y azulados. Chinto se acercó andando de puntillas, torpón y zambo como siempre. Además parecía hallarse muy turbado.

—Caro me costó que me dejasen pasar al cuartel—murmuró con su estropajosa habla de paisano, que salía a relucir de nuevo en los lances difíciles—. No se puede andar.... Todo está revuelto.... La gente corre como loca por las calles.... Allí... dice que se marchó el Rey.... Que en Madrí hay República....

Medio se incorporó Amparo, apartando de la frente los negros cabellos lacios con el sudor que los empapaba....

—¿Qué me dices?—balbució.

—Lo que te digo, mujer.... El alcalde y el gobernador ya echaron muchos bandos, que los vi en las esquinas.... Y están poniendo trapos de color en los balcones....

—¡Será la cierta!—clamó alzando las manos—. Sigue, sigue.

—Pues fui al cuartel... y allí no estaba....

—¿Irías a su casa volando?—interrogó Amparo temblona.

—Fui... y dice que....

—Acaba, maldito.

—Y dice que...—Chinto se devanó los sesos buscando una fórmula diplomática—. Dice que no está en el pueblo, porque... porque ayer se marchó a Madrí.

Quiso abrir la boca Amparo y articular algo, pero su dolorida laringe no alcanzó a emitir un sonido. Echose ambos puños a los cabellos y se los mesó con tan repentina furia, que algunos, arrancados, cayeron retorciéndose como negros viboreznos sobre el emboce de la cama.... Las uñas, desatentadas, recorrieron el contraído semblante y lo arañaron y ofendieron....

—Lárgate, que me voy a levantar—dijo por fin a Chinto—, a ver si reúno gente y quemo aquella maldita madriguera de los de Sobrado.

—Sí, lárgate—añadió Ana—. ¡Para las buenas noticias que traes!

En vez de obedecer, acercose Chinto a la cama, donde jadeaba Amparo partida, hecha rajas por el horrible esfuerzo de su cólera.

—Mujer, oyes, mujer...—pronunció con voz que quería suavizar y que sólo lograba ensordecer—no te aflijas, no te mates.... Allí... yo... yo me pondré por padre y nos casaremos si quieres... y si no, no... lo que digas.

Como generosa yegua de pura sangre a la cual pretendiesen enganchar haciendo tronco con un individuo de la raza asinina, la Tribuna se irguió, y saltándosele los ojos de las órbitas, los carrillos inflamados por la fiebre, gritó:

—Sal, sal de ahí, bruto.... ¡Quieres condenarme!

Fuese el emisario de malas nuevas con la música a otra parte, cabizbajo, convencido de que era un criminal, y la oradora permaneció sentada en la cama, arrugando las ropas en la contorsión desesperada de sus miembros y cuerpo.

—¡Justicia—clamaba—, justicia! ¡Justicia al pueblo... favor, madre mía del Amparo! ¡Virgen de la Guardia!, ¿pero cómo consientes esto? ¡La palabra, la palabra, la palaaaabra... los derechos que... matar a los oficiales, a los oficia!...

Un principio de fiebre y delirio se traslucía en la incoherencia de sus palabras. Su cabeza se trastornaba y aguda jaqueca le atarazaba las sienes. Dejose caer aletargada sobre las fundas, respirando trabajosamente, casi convulsa. Ana se sintió iluminada por una idea feliz. Tomó el muñeco vivo, y sin decir palabra, lo acostó con su madre, arrimándolo al seno, que el angelito buscó a tientas, a hocicadas, con su boca de seda, desdentada, húmeda y suave. Dos lágrimas refrigerantes asomaron a los párpados de la Tribuna, rezumaron al través de las pestañas espesas, humedecieron la escaldada mejilla, y en pos vinieron otras, que se apresuraban desahogando el corazón y aliviando la calentura incipiente....

Al exterior, las ráfagas de la triste brisa de febrero silbaban en los deshojados árboles del camino y se estrellaban en las paredes de la casita. Oíase el paso de las cigarreras que regresaban de la Fábrica; no pisadas iguales, elásticas y cadenciosas como las que solían dar al retirarse a sus hogares diariamente, sino un andar caprichoso, apresurado, turbulento. Del grupo más compacto, del pelotón más resuelto y numeroso, que tal vez se componía de veinte o treinta mujeres juntas, salieron algunas voces gritando:

—¡Viva la República federal!

A

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