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—XXXIII— Las hojas caen

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Aconteció que, cuando ya se aproximaba el otoño, la paralítica llamó a Amparo a la cabecera de su lecho, con tono y ademanes desusados, murmurando sordamente:

—Acércate aquí, anda.

Amparo se acercó con la cabeza baja. La madre extendió la mano, le cogió violentamente la barbilla para que alzase el rostro, y con voz aguda y terrible gritó:

—¿Y ahora?

Calló la hija. Constábale que la persona que la interrogaba así había vivido largos años orgullosa de su matrimonio legítimo, de su honestidad plebeya, de su marido trabajador, de que en la Fábrica los citasen a entrambos por modelo de familia unida, de que en cierta ocasión el jefe hubiese proferido palabras honrosas para ella, llamándole mujer «formal y de bien». Sí, Amparo lo sabía, y por eso callaba. Repetidas veces la paralítica le diera consejos, haciendo funestos vaticinios, que se cumplían al fin. Incorporada a medias sobre la cama, concentrando en los ojos la vida furiosa de su cuerpo, repitió la madre, con desprecio y con ira:

—¿Y ahora?

Amparo permaneció pálida e inmóvil. La tullida sintió un hormigueo en la palma de la mano, y la estampó ruidosamente en la mejilla de su hija, que se tambaleó, retrocedió escondiendo el rostro, y se fue a sentar en la silla más próxima.

—¡Sinvergüenza, raída, eso de mí no lo aprendistes!—vociferó la enferma, algo desahogada ya después del bofetón. No respondió nada la oradora, que diera entonces de buen grado su popularidad, y hasta el advenimiento de la ideal república, por hallarse siete estados debajo de tierra. No obstante, se sorbió estoicamente las lágrimas abrasadoras que asomaban a sus ojos, y, abatida, reconociendo y acatando la autoridad maternal, balbució:

—Me ha dado palabra de casamiento.

—¡Y te lo creíste!

—No sé por qué no...—exclamó la muchacha con acento más firme ya—. Yo soy como otras, tan buena como la que más... hoy en día no estamos en tiempos de ser los hombres desiguales... hoy todos somos unos, señora... se acabaron esas tiranías.

Meneó la cabeza la paralítica, con la tenaz desconfianza de los viejos indigentes que nunca vieron llover del cielo torreznos asados.

—El pobre, pobre es—pronunció melancólicamente...—. Tú te quedarás pobre, y el señorito se irá riendo...—Y a esta idea, sintiendo renacer su furor chilló—: Sácateme de delante, indina, que te mato: si te dieron palabras, que te las cumplan.

Amparo se agachó, y salió temblando. A solas, recobró energía, y calculó que tal vez hacía mal en desesperarse; acaso su mala ventura sería un lazo más que acabase de unir a Baltasar con ella para siempre. Sí, no podía suceder de otro modo, a menos que tuviese entrañas de tigre.

Esperó con afán el domingo, día de cita en el merendero de la gaseosa. Madrugó, llegó mucho antes que Baltasar. El otoño iba despojando a la parra de su pomposo follaje recortado, y los nudosos sarmientos parecían brazos de esqueleto mal envueltos en los jirones de púrpura de las pocas hojas restantes. Algún racimo negreaba en lo alto. En unas tinas viejas arrimadas al banco de piedra, había botellas vacías que semejaban embarcaciones náufragas varadas en un arenal. Amparo sentía mucho frío cuando Baltasar llegó.

Sentose este al lado de la muchacha, que le presentó un paquete de sus cigarrillos predilectos, emboquillados, bastante largos, liados con gran esmero. Baltasar tomó uno y lo encendió, chupándolo nerviosamente con rápidas aspiraciones. Toda mujer prendada de un hombre llega a conocer por sus movimientos más leves, por los actos que distraída y casi mecánicamente ejecuta, el talante de que está. Amparo sabía que cuando Baltasar fumaba así, no se distinguía por lo jocoso y afable. Como la luz del sol no hallaba obstáculos para filtrarse al través de la deshojada parra, el rostro del mancebo, bañado de claridad, parecía duro y anguloso; su bigote, blondo a la sombra, tenía ahora un dorado metálico; sus ojos zarcos miraban con glacial limpidez. La pobre Tribuna, tan intrépida cuando peroraba, se halló del todo cortada y recelosa, y creyó sentir que le anudaban la garganta con un dogal. Esperó en vano una expansión, una caricia dulce y apasionada, que no vino. Baltasar se callaba cosas muy buenas, y seguía taciturno. De cuando en cuando el soplo de las ráfagas otoñales desprendía una de las postreras hojas de vid, que caía arrugada y amarillenta sobre la mesa de granito, entre los dos amantes, produciendo un ruidito seco. ¡Pin! En los oídos de Baltasar resonaba la voz de doña Dolores, exclamando: «¿Chico, no sabes que las de García... ¡pásmate!, ganan el pleito en el Supremo? Lo sé de fijo por el mismo abogado de aquí». ¡Pin, pin! Y Amparo, a su vez, escuchaba frases coléricas: «Si te dieron palabras, que te las cumplan». ¡Pinnn!... Una hoja purpúrea descendía con lentitud.... «Baltasarito, hijo, van a cogerse ciento y no sé cuántos miles de duros, si ganan».

Al fin, Baltasar fue el primero que rompió el silencio.... Habló del trabajo que le costaba venir, de lo necesario que era el recato, de que tendrían que verse menos.... Decía todo esto con acento duro, como si Amparo fuese culpable respecto de él en algo. La cigarrera le escuchaba muda, con los labios blancos, mirando fijamente al rostro de Baltasar, que tenía la expresión distraída del mal pagador que no quiere recordar su deuda. Y era lo peor del caso que, por más que la Tribuna quería echar mano de su oratoria, que le hubiera venido de perlas a la sazón, no encontraba frases con que empezar a tratar del asunto más importante. Al fin, como viese con asombro levantarse a Baltasar diciendo que le esperaba el coronel para asuntos del servicio, ella también se alzó resuelta, y le dio la noticia clara y brutalmente, sin ambages ni rodeos, sintiendo hervir dentro del pecho una cólera que centuplicaba su natural valor.

Un relámpago de sorpresa cruzó por las pupilas trasparentes y yertas de Sobrado; mas al punto se plegó su delgada boca, y diríase que le habían cerrado el semblante con llave doble y selládolo con siete sellos. Era otro Baltasar distinto del mancebo gracioso, halagüeño y felino de las horas veraniegas. Amparo notó que representaba diez años más.

—Ahora—dijo, plantándose delante de él—es justo que me cumplas la palabra.

—Ahora...—repitió él con voz lenta—. La palabra....

—¡De casarte conmigo! Me parece que me sobra derecho para pedir....

—Mujer...—contestó Baltasar reposadamente, sacudiendo la ceniza del pitillo—, no todas las cosas salen a medida del deseo. Las circunstancias le obligan a uno a mil transacciones, que.... Yo quisiera, lo mismo que tú, que fuese mañana, pero ponte en mi caso.... Mi madre... mi padre... mi familia....

—¡Tu familia, tu familia! ¿Pues no dijiste que ella era una cosa y tú otra? ¿Le echo yo alguna mancha a tu familia, por si acaso? ¿Soy hija de algún ajusticiado, o de algún capitán de gavilla? ¿No estamos en tiempos de igualdá? ¿No es mi madre tan honrada como la tuya, repelo?

—No es eso... yo no te digo que....

—¿Pues qué dices entonces, que te quedas ahí callado? ¿Tienes algo que echarme en cara? ¿No me gano yo la vida trabajando honradamente, sin pedírtelo a ti ni a nadie? ¿Te he pedido algo, te he pedido algo? ¿Ando yo con otros?

—¿Quién te dice semejante cosa? Pero sucede que hoy por hoy lo que tú deseas, es decir, lo que deseamos, es imposible.

—¡Imposible!

—Por algún tiempo no más.... No me hallo todavía en situación de prescindir de mi familia... cuando alcance una graduación superior y pueda vivir con el sueldo....

—¿No eres ya capitán?

—Graduado, pero la efectividad.... En fin, te lo repito, hazte cargo; en las circunstancias por que atravieso no cabe una determinación semejante. Sería menester estar loco. Y digo más, créeme, hija; tenemos que ser muy prudentes para no comprometernos.

—¡No comprometernos!—gimió con amargura la muchacha—. ¡No comprometernos! ¿Pero tú te has figurado—pronunció, reponiéndose y recobrando su impetuoso carácter—que yo soy tonta? ¿Piensas que me puedes meter el dedo en la boca? ¿Qué compromiso ni qué... repelo, te viene a ti de todo esto? ¡La comprometida, la engañada y la perdida soy yo!

Y dejose caer en el banco de piedras, y apoyando la frente en la fría mesa de granito, rompió en convulsivos sollozos.

—No grites, hija—murmuró Baltasar, aproximándose—. No llores... que pueden oírte y es un escándalo. Amparo, mujer, vamos, no hay motivo para esos gritos.

La crisis fue corta. Levantose la oradora con los ojos encendidos, pero sin que una lágrima escaldase su mejilla morena. Indignada, miró a Baltasar y lo encontró sereno, inconmovible, con su fina y sonrosada tez y sus ojos garzos y trasparentes, en los cuales se reflejaba la luz del cielo sin comunicarles calor. Él quiso hacer dos o tres zalamerías a la muchacha para conjurar la tormenta; pero su ademán era violento, sus movimientos automáticos. Amparo lo rechazó, y se colocó por segunda vez delante de él en actitud agresiva.

—Habla claro... ¿nos casamos o no?

—Ahora no puede ser, ya te lo he dicho—contestó él sin perder su continente flemático.

—¿Y cuándo?

—¡Qué sé yo! El tiempo, el tiempo dirá. Pero has de tener calma, hija... un poco de calma.

—Pues abur, hasta que me pagues lo que me debes—exclamó ella en voz vibrante, sin cuidarse de que la oyesen desde la casa o desde el camino los transeúntes—. Yo no soy más tu juguete, para que lo sepas: no me da la gana de andarme escondiendo, de ir con estas noches de frío a Aguasanta y a mil sitios así por darte gusto.

Avanzó tres pasos más, y poniendo la mano en el hombro del oficial:

—El día menos pensado...—pronunció—, cuando te vea en las Filas o en la calle Mayor... me cojo de tu brazo delante de las señoritas, ¿oyes?, y canto allí mismo, allí... todo lo que pasa. Y cuando venga la nuestra... o te hacemos pedazos, o cumples con Dios y conmigo. ¿Entiendes, falsario?

Y en voz queda, con acento de religioso terror:

—¿Tú no tienes miedo a condenarte? Pues si mueres así... más fijo que la luz, te condenas. Y si viene la federal... que Dios la traiga y la Virgen Santísima... te mato, ¿oyes?, para que vayas más pronto al infierno.

Diciendo así, diole un empujón, y le volvió la espalda, saliendo con paso rápido, la frente alta, la mirada llameante, a pesar del peregrino desfallecimiento, de la desusada conmoción interior que le avisaba de que ahorrase tales escenas. Al salir la Tribuna, una ráfaga más fuerte desparramó por la mesa muchas hojas de vid, que danzaron un instante sobre la superficie de granito, y cayeron al húmedo suelo.

—¿Lo hará?—meditó Baltasar a sus solas—. ¿Me vendrá a marear en público? Tengo para mí que no.... Estos genios vivos y prontos son del primer momento: pasado ese, se quedan como malvas. Quia... no lo hace. Sin embargo, me convendría salir de Marineda una temporada....

Al pensar esto, miraba maquinalmente a las hojas secas, que valsaban con lánguido y desmayado ritmo.

—Pero ¿y Josefina? Si las noticias de mamá son ciertas, no va a ser posible abandonar una proporción que tal vez no vuelva a encontrar en mi vida. ¡Qué mil diablos! Y esa chica era guapa.... ¡Lo que es guapa! ¡Qué tonterías! ¿Por qué se buscará uno estos conflictos? ¡Yo que tengo juicio para diez!

Impaciente, tiró el cigarro que estaba concluyendo. Un átomo de fuego brilló entre las hojas, que crujieron encogiéndose, y a poco la colilla se apagó.

Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa

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