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—XXXV— La Tribuna se porta como quien es

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Cada vez más fría la estación invernal y más calientes las noticias que de allá fuera vienen a conmover la Fábrica. Por de pronto, no quedaron estériles las disposiciones marciales demostradas el día del motín, y al siguiente cobraron las operarias sus haberes a tocateja. No era cosa de provocar el enojo del pueblo en el estado actual de España, que parecía ya la casa de Tócame Roque. Nadie se entendía; al ejército se le conocía por la «tropa amadeísta»; la artillería presentaba dimisión en masa; el Maestrazgo ardía, Saballs llamaba «cabecilla» a Gaminde y Gaminde le devolvía el calificativo; los Hierros ordenaban a una compañía entera de ferro—carriles suspender la circulación de trenes; corría en Cataluña moneda con el busto de Carlos VII, y la reina de más tristes destinos, la mujer de Amadeo I, a la cual tirios y troyanos nombraban desdeñosamente «la Cisterna», daba al mundo con terror y lágrimas un mísero infante, y ningún obispo se prestaba a bautizar el vástago regio. Así andaba la patria. Más adelante se ha visto que podía encontrarse mucho peor.

Amparo quedó algo abatida desde el memorable día del pronunciamiento. Había hecho tal gasto de energía y de fuerza muscular removiendo los pedruscos de la calzada, y tal dispendio de laringe, espoleando a las remisas y vacilantes, que por algún tiempo no quedó de provecho para cosa alguna. Entre el frío, la lluvia que, al ir a la Fábrica la acribillaba a alfilerazos en la piel o la bañaba con gruesos y anchos goterones que se deshacían aplastándose en su mantón, y la fatiga inherente a su estado, viose sumida en marasmo constante, que a veces iluminaba, a manera de relámpago que divide un cielo oscuro, aquella última y robusta esperanza en el advenimiento de la federal. ¡Cuán triste veía el cielo, y el aire, y todo en derredor! Parecíale a Amparo que los lugares testigos de sus dichas y sus yerros habían sido devastados, arrasados por mano aleve. La tierra del huerto que Baltasar había llamado paraíso , desnuda, en barbecho, aguardaba la vegetación. De los verdes y gayos maizales sólo quedaban rastrojos. Los árboles de la carretera alzaban sus ramas peladas y escuetas al brumoso cielo. El piso, lleno de charcos formados por la lluvia, se hallaba intransitable, y delante de la misma casa de la Tribuna una gran poza obstruía el paso; para entrar, Amparo tenía que saltarla, y como no calculase bien el brinco, sucedíale meter el pie en el agua helada y cenagosa, y haber de mudarse después las medias y el calzado. Algunas veces encontraba a Chinto, que se ofrecía a darle la mano para pasar el mal paso, y su ademán compasivo la encendía en ira. ¡Ser compadecida por semejante bestia! ¡A esto llegábamos después de tanto sueño, de tanta aspiración hacia la vida fácil y brillante, hacia la dicha!

Así iba desgranándose el racimo de los días de invierno, lentos aunque breves, sin que Amparo viese brillar un rayo de claridad en el firmamento ni en su destino. Aplanose su espíritu, y cometió un acto de flaqueza. No veía a Baltasar desde la disputa en el merendero, y entrole, de pronto, deseo invencible de hablar con él, para suplicar o para increpar, ella misma no sabía para qué; pero, en suma, para desfogar, para romper aquella horrible monotonía del tiempo que pasaba inalterable. Enviole el mensaje por Ana. Baltasar respondió: «Ya iré».

—¿Piensa usted ir?—le preguntaba Borrén aquella tarde.—¿A qué? ¿A oír lástimas que no puedo remediar? ¡Algo bueno daría por estar ahora en Guipúzcoa!

—¡Hombre... pobre chica!

Baltasar tomó su café a sorbos, muy pensativo. Calculaba que la avaricia de su madre le exponía, tal vez, a un grave compromiso. Era falta de habilidad no remitir a Amparo siquiera mil reales para tenerla contenta mientras él no aseguraba a Josefina, que engreída ahora con la perspectiva del caudal, le había acogido con hartos remilgos y escrúpulos, dificultando reanudar sus antiguos amorcillos. ¡Bah! El caso era ganar tiempo, porque apenas pusiese tierra en medio el peligro cesaba.... No obstante, el prudente Baltasar temía, temía una campanada inoportuna, que diese al traste con sus nuevos planes.

—¿Qué te dijo?—interrogó ansiosamente Amparo.

—Que vendría—repuso la Comadreja.

—Pero... ¿cuándo?

—No quiso explicar cuándo.

—¿Piensa él que estoy yo para esas calmas?

—Lo que él no tiene es gana de verte el pelo.

Amparo dejó caer la cabeza sobre el pecho, y su rostro se anubló con expresión tal de desconsuelo y enojo, que Ana la miró compadecida.

—Si algún día... si pronto... viene la república... la santa federal... ¡así Dios me salve, Ana... lo arrastro!

Ana se echó a reír con su delgada risa estridente.

—No seas tonta, mujer... no seas tonta... ¡para divertirlo y darle un mal rato no tienes que aguardar por república ni repúblico!

—¿Que no?

—¿Sabes lo que yo había de hacer? Pues esto mismo. Coger papel y pluma.... ¿Conoce tu letra?

—Nunca le escribí.

—Mejor. Pues escribirle a la de García una carta bien explicada, para que no se deje engañar por él.

—¿Un anónimo? ¡Quita allá!

—Un avisito... contándole lo que hizo contigo. No seas boba, anda, más merece.

Pasaba esta conversación a la salida de la Fábrica; Ana llevó a Amparo a su casa, en la calle de la Sastrería. Subieron a un cuartuco; la Comadreja dio a su amiga recado de escribir, y entre las dos compusieron la siguiente epístola, que fielmente se traslada a la estampa: «Estimada Srta.: halguien que la estima le abisa que quien se guiere casar con Usté tiene compormetida huna Chica onrada, y lea dado palbra de casarse con ella. Es el de Sobrado, parque Usté no dude, y Usté se iformará y veraque es verdá. Q. b. s. m. Un afetísimo amigo». La Comadreja cerró, dictó sobre y señas, puso lacre fino del que ella usaba para escribir a su capitán, pegó un sello, y dijo a la Tribuna:

—Ahora, de paso que vuelves a tu casa, la echas en el correo con disimulo.

Al bajar la escalera, estrecha y oscura como boca de lobo, zumbábanle a Amparo los oídos y apretaba convulsivamente la carta, llevándola oculta bajo el mantón. La oprimía como oprimiría un puñal, con vengativo empeño y no sin cierto interior escalofrío. Se representaba a la orgullosa señorita de García rompiendo el sobre, leyendo, palideciendo, llorando...—¡Que pene!—decíase a sí propia la oradora—. ¡Que sufra como yo!... ¿Y qué tiene que ver? Si ella pierde un pretendiente, yo he perdido la conducta y cuanto perder cabe...—Después pensaba en Baltasar... y en los Sobrados todos...—. ¡Ah!, ¡buen chasco esperaba a la avarienta de la madre, que contaba con establecer brillantemente a su hijo! No la habían querido a ella... pues ahora iban a verse desairados a su turno.... ¡Ya probarían lo bien que sabe!

Se le presentaban estas ideas a medida que adelantaba por la calle de la Sastrería, calle torcida, mal empedrada, en cuyos adoquines tropezaba de vez en cuando, mientras la luz vaga de los faroles del alumbrado público, proyectándose un momento, arrojaba a las paredes blanqueadas de las casas su silueta furtiva, de líneas desfiguradas, fantasmagóricas, prolongadas por la funda del pañuelo. En la oscura noche invernal, caminando con paso atentado para salvar los charcos que dejó la lluvia de la tarde, parecíale a Amparo ir a cometer un delito, y, herida, sintiendo el dolor de su agravio, este pensamiento la embriagaba. Maquinalmente, al llegar a la entrada de la calle estrecha de San Efrén bajó una mano para recoger el vestido que se iba manchando de barro, y al hacerlo aflojáronse sus dedos y dejó de apretar la carta, cuyo satinado papel le acariciaba las falanges.... Al cruzar la travesía del Puerto, su cabeza pareció despejarse, y vio el escaparate de la tercena y el buzón, con las fauces abiertas, como voceando «aquí estoy yo». Amparo soltó el vestido y sacó de debajo del mantón la mano derecha y la misiva.... Detúvose antes de alzar el brazo.

—¡Un anónimo!—pensaba.

Su indómita generosidad popular se despertó. La pequeñez de la villana acción se le hacía muy patente al ir a perpetrarla.

—Debí decirle a Ana que la echase ella.... Yo no tengo cara a esto —murmuró entre sí—. Y si no la echo me llamará boba.... Pues mejor. ¡Esto es indecente!—balbució adelantando la carta hasta tocar con el buzón—. No, repelo—exclamó casi en voz alta bajando la mano—. Esto es una cochinada.... ¡Más vale ahogarlos donde los encuentre!

Dio precipitadamente la vuelta y se metió por un callejón que lindaba con la travesía del Puerto, desembocando en el muelle. Ofreciose de pronto a sus ojos el agua negra de la bahía, que no alumbraban la luna ni las estrellas, y donde los barcos inmóviles parecían más negros aún. Arrimose al parapeto. Una brisa salitrosa, picante, le envolvió la faz. Despejósele completamente el cerebro, y con viveza suma hizo pedazos la epístola anónima. Los blancos fragmentos revolotearon un instante, como voladoras falenas, y cayeron sordamente en el agua, que chapoteaba contra el muro del embarcadero.

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