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Capítulo 1
ОглавлениеAllá detrás del pinar, el sol poniente extendía una zona de fuego, sobre la cual se destacaban, semejantes a columnas de bronce, los troncos de los pinos. El sendero era barrancoso, dando señales de haber sido devastado por las arroyadas del invierno; a trechos lo hacían menos practicable piedras sueltas, que parecían muelas fuera de sus alveolos. La tristeza del crepúsculo comenzaba a velar el paisaje: poco a poco fue apagándose la incandescencia del ocaso, y la luna, blanca y redonda, ascendió por el cielo, donde ya el lucero resplandecía. Se oyó distintamente el melancólico diptongo del sapo, un soplo de aire fresco estremeció las hierbas agostadas y los polvorientos zarzales que crecían al borde del camino; los troncos del pinar se ennegrecieron más, resaltando a manera de barras de tinta sobre la claridad verdosa del horizonte.
Un hombre bajaba por la senda, muy despacio, como proponiéndose gozar la poesía y recogimiento del sitio y hora. Se apoyaba en un bastón recio, y según permitía ver la poca luz difusa, era joven y no mal parecido. A cada paso se detenía, mirando a derecha e izquierda, lo mismo que si buscase y pretendiese localizar un punto fijado de antemano. Al fin se paró, orientándose. Atrás dejaba un monte poblado de castaños; a su izquierda tenía el pinar; a su derecha una iglesia baja, con mísero campanario; enfrente, las primeras casuchas del pueblo. Retrogradó diez pasos, se colocó cara al atrio de la iglesia, mirando a sus tapias, y seguro ya de la posición, elevó las manos a la altura de la boca para formar un embudo fónico, y gritó con voz plateada y juvenil:
—Eco, hablemos.
Del ángulo de las murallas brotó al punto otra voz, más honda e inarticulada, misteriosamente sonora y grave, que repitió con énfasis, engarzando la respuesta en la pregunta y dilatando la última sílaba:
—¡Hablemoooós!
—¿Estás contento?
—¡Contentoooó! —repuso el eco.
—¿Quién soy yo?
—¡Soy yoooó!
A estas interrogaciones, calculadas para que la contestación del eco formase sentido con ellas, siguieron frases lanzadas sin más objeto que el de oírlas repercutirse con extraña intensidad en el muro. —«¡Hermosa noche! —La luna brilla. —Se ha puesto el sol. —Eco, ¿me entiendes tú? —Eco, ¿sueñas algo? —¡Gloria! ¡Ambición! ¡Amor!». El nocturno viandante, embelesado, insistía, variaba las palabras, las combinaba; y en los intervalos de silencio, mientras discurría períodos cortos, escuchábase el rumor tenue de los pinos, acariciados por el vientecillo manso de la noche, y el plañidero concertarte de los sapos. Las nubes, antes de rosa y grana, eran ya cenicientas, y pugnaban por subir al ancho trozo de firmamento en que la luna llena campeaba sin el más mínimo tul que la encubriese. Las madreselvas y saúcos en flor, desde la linde del pinar, embalsamaban el aire con fragancia sutil y deleitosa. Y el interlocutor del eco, dócil al influjo de la poesía ambiente, cesó de vocear preguntas y exclamaciones, y con lenta canturia empezó a recitar versos de Bécquer, sin atender ya a la voz de la muralla que, en su precipitación de repetirlos, se los devolvía truncados y confusos.
Absorto en la faena, poseído de lo que estaba haciendo, recreado con la cadencia de las estrofas, no vio subir por el camino tres hombres de grotesca y rara catadura, con enormes sombreros de fieltro, de anchas alas. Uno de los hombres llevaba del diestro una mula, cargada con redondo cuero, henchido sin duda de zumo de vid; y como todos andaban despacio, y el terreno craso y arcilloso apagaba el ruido de las pisadas, pudieron llegar sin ser sentidos hasta cerca del mancebo. Algo cuchichearon en voz baja. —¿Quién es, hom… ? —Segundo. —¿El del abogado? —El mismo. —¿Qué hace? ¿Habla solo? —No, habla con la pared de Santa Margarita. —Pues nosotros no somos menos. —Empieza tú… —A la una… allá va…
Salió de aquellas bocas pecadoras, interrumpiendo las Oscuras golondrinas, que a la sazón recitaba de muy expresiva manera el joven, un diluvio de frases soeces, de groserías y cochinadas palurdas, que cayeron en medio del gentil y armónico silencio nocturno como repique de almireces y cacerolas en un trozo de música alemana. Lo más suave que se oía era por este estilo: —¡Re… (aquí un terno) viva el vino del Borde! ¡Viva el vino tinto, que da pecho al hombre! Re… (aquí lo que puede el lector suponer, si considera que los interruptores del soñador becqueriano eran tres desaforados arrieros, que conducían a buen recaudo un pellejo de sangre de parra).
La ninfa domiciliada en el muro no opuso resistencia a la profanación, y repitió los tacos redondos tan fielmente como las estrofas del poeta. Al oír las vociferaciones y carcajadas opacas que la pared devolvía irónicas, Segundo, el del abogado, se volvió furioso, comprendiendo que los muy salvajes se burlaban de su entretenimiento sentimental. Corrido y humillado, apretó el bastón, con deseo de romperlo en las costillas de alguien; y mascullando entre dientes —cafres—brutos—recua— y otros improperios, torció a la izquierda, saltó al pinar, y tomó hacia el pueblo, evitando la senda por huir del profano grupo.
El pueblo estaba, como quien dice, a la vuelta. Blanqueaban, a la luz de la luna, las paredes de sus primeras casas, y los sillares de algunas en construcción, tapias, huertecillos, cuadros de legumbre, llenaban el espacio vacante entre el pueblo y el pinar. Ensanchábase la senda, desembocando en el camino real, a cuyas orillas, copudos castaños proyectaban manchones de sombra. Dormía el pueblo sin duda, pues ni se divisaban luces ni se oían los rumores y zumbidos que revelan la proximidad de las colmenas humanas. Realmente, Vilamorta es una colmena en miniatura, una villita modesta, cabeza de partido. No obstante, bañada por el resplandor del romántico satélite, no le falta a Vilamorta cierta grandiosidad como de población importante, debida a los nuevos edificios que, con arreglo al orden arquitectónico peculiar de las grilleras, levanta a toda prisa un americano gallego, recién venido con provisión de centenes.
Segundo se enhebró por una calle extraviada, —si las hay en pueblos así—. Sólo estaban embaldosadas las aceras; el arroyo lo era de verdad; había en él pozas de lodo, y montones de inmundicias y residuos culinarios, volcados allí sin escrúpulo por los vecinos. Evitaba Segundo dos cosas: pisar el arroyo y que le diese la claridad lunar. Un hombre pasó rozándole, embozado, a pesar del calor, en amplio montecristo, y con enorme paraguas abierto, aunque no amenazaba lluvia: sin duda era un agüista, un convaleciente que respiraba el aire grato de la noche con precauciones higiénicas; Segundo, al verle, se pegó a las casas, volviendo el rostro, temeroso de ser conocido. No con menor recato atravesó la plaza del Consistorio, orgullo de Vilamorta, y en vez de unirse a los grupos de gente que gozaba el fresco sentada en los bancos de piedra próximos a la fuente pública, se escabulló por un callejón lateral, y cruzando retirada plazoletilla, que sombreaba un álamo gigantesco, se dirigió hacia una casita medio oculta por el árbol. Entre la casita y Segundo se interponía un desvencijado armatoste: era un coche de línea, un cajón con ruedas, desenganchado, lanza en ristre, como para embestir. Rodeó Segundo el obstáculo, y al dar la vuelta distraído, dos animalazos, dos cochinos monstruosamente gordos, salieron disparados por la entreabierta cancilla de un corral, y con un trotecillo que columpiaba sus vastos lomos y sacudía sus orejas cortas, vinieron ciegos y estúpidos a enredarse en las piernas del lector de Bécquer. No llegó este a medir el suelo por favor especial de la Providencia; pero apurado ya el sufrimiento, soltó a cada marrano un par de iracundos puntapiés, que les arrancaron gruñidos entrecortados y feroces, mientras el mancebo renegaba en voz alta casi: —¡Qué pueblo este, señor!… ¡Atropellarle a uno en la calle hasta estos bichos! ¡Ah, qué miseria! ¡Ah… mejor debe ser el infierno!…
Al llegar a la puerta de la casita, algo se sosegó. Era la casa chiquita, linda, flamante; al balcón le faltaba el barandado de hierro; no tenía sino la repisa de piedra, cargada de tiestos y cajones de plantas; detrás de las vidrieras se columbraba una luz, tamizada por visillos de muselina, y la fachada, silenciosa, ofrecía algo de pacífico y agradable, que convidaba a entrar. Segundo empujó la cancilla, y casi al mismo tiempo oyose en el tenebroso portal crujir de enaguas; unos brazos de mujer se abrieron, y el lector de Bécquer se dejó caer en ellos, conducir, arrastrar, y casi subir en vilo la escalera, hasta una Balita, donde un velador cubierto con blanco tapete de crochet, sustentaba un quinqué divinamente despabilado. Allí mismo, en el sofá, tomaron asiento el galán y la dama.
La verdad ante todo. Frisa la dama en los treinta y seis o treinta y siete, y aún es peor, que nunca debió ser bonita, ni mucho menos. De su basto cutis, hizo la viruela algo curtido y agujereado, como la piel de una criba: sus ojuelos negros y chicos, análogos a dos pulgas, emparejan bien con la nariz gruesa, mal amasada, parecida a las que los chocolateros ponen a los monigotes de chocolate; cierto que la boca, frescachona y perruna, luce buenos dientes; pero el resto de la persona, el atavío, los modales, el acento, la poquísima gracia del conjunto, más son para curar tentaciones, que para infundirlas. Alumbrando el quinqué tan bien como alumbra, es preferible contemplar al galán. Este tiene, en su mediana estatura, elegantes proporciones, y en su juvenil cabeza no sé qué atractivo que hace mirar otra vez. La frente, cuyo declive es un poco alarmante, la encubre y adorna el pelo copioso, algo más largo de lo que permiten nuestras severas modas actuales. La faz, descarnada, fina y cenceña, arroja a la caleada pared una silueta toda de ángulos agudos. El bigote nace y se riza sobre los labios delgados, sin llegar a cubrir el superior, con esa gracia especial del bigote nuevo, compañera de la ondulación de los cabellos femeninos. La barba no se atreve a espesar, ni los músculos del cuello a señalarse, ni la nuez a sobresalir con descaro. La tez es trigueña, descolorida, un tanto biliosa.
Al ver tan guapo chico recostado en el pecho de aquella jamona de apacible y franca fealdad, era lógico tomarles por hijo y madre: pero el que incurriese en semejante error después de observarles un minuto, denotaría escasa penetración, por que en las manifestaciones del amor materno, por apasionadas y extremosas que sean, hay no sé que majestuosa quietud del espíritu que falta en las del otro amor.
Sin duda experimentaba Segundo la nostalgia de la luna, porque apenas se detuvo en el sofá: fuese al balcón, y le siguió su compañera. Abrieron las vidrieras de par en par, y se sentaron muy próximos en dos sillas bajas, al nivel de las plantas y tiestos. Una mata de claveles de a onza subía a la altura conveniente para regalar las narices con incitantes perfumes; la luna plateaba el follaje del álamo, cuya dilatada sombra en volvía la plazoleta; Segundo abrió el diálogo, en esta guisa:
—¿Me hiciste cigarros?
—Toma —contestó ella, metiendo la mano en la faltriquera y sacando un puñado de cigarrillos—. Docena y media por junto pude amañarte. Ya te completaré las dos esta noche antes de irme a la cama.
Se oyó el ¡risssch! del fósforo, y con la voz atascada por la primer bocanada de humo, volvió Segundo a preguntar:
—¿Pues qué, ha sucedido algo nuevo?
—Nuevo… no. Las chiquillas… arreglar la casa… luego Minguitos… Me levantó dolor de cabeza a quejarse… ¡a quejarse toda la tarde de Dios! Decía que le dolían los huesos. ¿Y tú?, ¿por ahí muy ocupado?, ¿matándote a leer?, ¿discurriendo?, ¿escribiendo, eh? ¡De seguro!
—No… Di un paseo muy hermoso. Fui a Penas—albas y volví por Santa Margarita… Una tarde de las pocas.
—Vaya, que harías algún verso.
—No, mujer… Los que hice, los hice anoche, después de retirarme.
—¡Ay!, ¡y no me los decías! Anda, por las ánimas… anda, recita, que los has de saber de memoria. Anda, niño Jesús.
A la súplica vehemente siguió arrebatada caricia, que se perdió entre pelo y sienes del poeta. Este alzó los ojos, se hizo un poco atrás, dejó el cigarro entre los dedos, sacudiendo antes con la uña la ceniza, y recitó.
Era una becqueriana el parto de su ingenio. El auditorio, después de escucharla con religiosa atención, púsola por cima de cuantas produjo la musa del gran Gustavo. Y se pidió otra, y otra, y algún pedacito de Espronceda, y qué sé yo qué fragmentos de Zorrilla. Ya no ardía el cigarro: tiró el poeta la colilla, y encendió uno nuevo. Reanudaron la plática.
—¿Cenamos pronto?
—Enseguidita… ¿Sabes qué tengo para darte? Discurre.
—¿Qué sé yo, mujer?…
—Piensa tú lo que te gusta más. Lo que te gusta más, más.
—¡Bah!… Ya sabes que yo… Con tal que no me des nada ahumado, ni grasiento…
—¡Tortilla a la francesa! ¿No acertabas, eh? Mira, encontré la receta en un libro… Como te había oído que era cosa buena, estuve de ensayo… Las tortillas las hacía yo siempre a estilo de por acá, espesitas, que se puedan tirar contra la pared y no se deshagan… Pero esta… me parece que ha de estar a tu gusto. Lo que es a mí, poco me sabe… prefiero las antiguas. Se la enseñé a Flores… ¿Qué tenía dentro la que comiste en la fonda de Orense? ¿Perejil picado, eh?
—No, jamón. ¿Pero qué más da?
—¡Voy corriendo a sacarlo de la alacena!, yo creía… ¡El libro dice perejil! Aguarda, aguarda.
Volcó su silla baja por andar más aprisa, y se oyó a lo lejos el repique de sus llaves y el batir de algunas puertas; una voz cascada gruñó en la cocina no sé qué. A los dos minutos regresaba.
—¿Mira, y esos versos, no se imprimen? ¿No los he de ver en letras de molde?
—Sí —respondió el poeta, volviendo lentamente la cabeza y soltando una bocanada de humo—. Allá van camino de Vigo, a Roberto Blánquez para que los inserte en el Amanecer.
—¡Me alegro! ¡Tendrás tú más fama, corazón salado! ¿Cuántos periódicos hablan de ti?
Segundo se rio irónicamente, encogiéndose de hombros.
—Pocos… —Y, un tanto cabizbajo, dejó vagar la mirada por las macetas y por la copa del álamo, que se mecía con agradable susurro de hojas. Estrechaba maquinalmente el poeta la mano de su interlocutora, y esta correspondió a la presión con ardorosa energía.
—Y claro, ¿cómo quieres que hablen de ti, si al fin no firmas los versos? —interrogó ella—. No saben de quién son. Andarán discurriendo…
—Qué más da… Lo mismo que de Segundo García, pueden hablar del seudónimo que he adoptado. ¡Bonito nombre el mío para andar en papeles! ¡Segundo García! El poco público que se moleste en leer lo que escribo me llamará el CISNE DE VILAMORTA.