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Capítulo 21

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Como por tácito acuerdo, los dos héroes de la aventura disminuyeron la importancia del peligro corrido, primero ante sus compañeros de excursión, después ante el senado consulto de las Vides. Segundo guardaba cierta reserva sobre los detalles del caso; Nieves, en cambio, hablaba más que de costumbre, con nerviosa locuacidad, repitiendo cien veces los mismos insignificantes pormenores: había resbalado; García le tendió la mano; ella se cogió, y como era así, medrosa, se asustó un poquillo, por más que la cosa no lo merecía… Pero el terco de Tropiezo, con mansa sorna, le llevó la contraria. ¡Jesús, qué disparate! ¡No haber peligro! ¡Pues si era un milagro que Nieves no estuviese a estas horas nadando en el Avieiro! El terreno resbala allí como jabón puro, y las piedras de abajo cortan como cuchillos, y el río lleva una fuerza, que no sé… Nieves negaba, haciendo por reírse; mas el terror de la catástrofe duraba escrito en su rostro con tan indelebles rasgos, que su fresca fisonomía, de sana y caliente palidez, se había convertido en un rostro ojeroso, deshecho, un cuerpo agitado por escalofríos y espasmos, de esos que llaman muerte chiquita…

Ansiaba Segundo decirle dos palabras, para pedirle una entrevista: comprendía que era preciso aprovechar el primer instante en que la gratitud y la pavura ablandaban el alma de Nieves, haciendo palpitar su insensible corazón bajo las ballenas de su corsé. En la breve escena del precipicio apenas dio lugar la llegada de Tropiezo para que Nieves correspondiese explícitamente al arrebato del poeta, y Segundo quería concertar algo, arbitrar un medio para verse, para hablarse, para establecer de una vez que aquellos afanes, desvelos e intrigas eran amor, y amor correspondido: mutua pasión, en fin… ¿Dónde y cuándo lograría la apetecida ocasión de ponerse de acuerdo con Nieves?

Diríase que existe en toda historia amorosa un primer período en que los obstáculos se amontonan y las dificultades renacen pujantes e invencibles, desesperando al galán propuesto a vencerlas; y también que llega siempre otro segundo período en que la fuerza misteriosa del deseo y el dinamismo de la voluntad derrocan esos estorbos, y las circunstancias, momentáneamente sometidas, se ponen al servicio de los amantes. Así aconteció la noche de aquel memorable día. Como la niña se había asustado algo al saber el peligro de su madre, hiciéronla acostarse temprano; y para que cogiese fácilmente el sueño, la acompañó Carmen Agonde dispuesta a contarla cuentos y simplezas. Suprimidos así los principales testigos, y engolfados los señores mayores en una de sus interminables discusiones vitícolas, agrícolas y sociológicas, Nieves, que había salido al balcón a respirar porque sentía como un nudo en la garganta, pudo charlar diez minutos con Segundo, situado a la parte de afuera, entre las vidrieras y no lejos de las mecedoras.

A veces, ambos interlocutores levantaban la voz, tratando de cosas indiferentes: del riesgo de por la tarde, de lo curioso que era el ruido del pinar… Y bajito, muy bajito, la negociación diplomática del poeta seguía su curso… Una entrevista, una conversación con cierta libertad… ¡Pues no había de poder ser!… ¿Y por qué no en la solana, aquella misma noche?… ¡Bah!, nadie tendría el capricho de ir por allí a curiosear lo que pasaba… Él se descolgaría fácilmente al huerto… ¿Que no? Era muy medrosa… ¿Hacer mal? ¿Por qué?… Cansada y así como enferma… Sí, se comprende. Prefería que fuese de día… Bien; mejor sería del otro modo, pero… ¿Sin falta? ¿A la hora de la siesta? ¿En el salón?… No, no venía gente nunca; todo el mundo dormía… ¿Palabra formal? ¡Gracias! Sí, convenía disimular para que, no se hiciesen cargo.

Entretanto, los señores de la mesa de tresillo, hablaban de las vendimias y de sus consecuencias… Las pobres muchachas del país ganaban bastante en aquella labor: pero ¡bah!, murmuró Tropiezo riéndose: no ganaban sólo dinero… Ganaban a veces otras cosas… Con esto de andar las cuadrillas mezcladas, y de retirarse de noche, por los caminos oscuros, resultaba que… Ya era axiomático en el país que los hijos del carnaval y de la vendimia no tienen padres conocidos. A propósito de lo cual, don Victoriano emitió algunas ideas de su repertorio favorito, citando la legislación inglesa, alabando la sabiduría de aquella gran nación, que al reglamentar el trabajo material, estudia detenidamente los problemas que entraña, y se preocupa de la suerte del niño y de la mujer… Con estas serias disquisiciones se acabó la velada, retirándose cada mochuelo a su olivo.

Sentada Nieves ante la mesita donde tenía abierto su neceser y colocado un espejillo de pie con marco de plata, iba desprendiendo una a una las horquillas de concha que sujetaban las roscas de su moño, y Mademoiselle recogía y alineaba las horquillas primorosamente en un estuche… Entrenzó después el pelo a Nieves, y esta se echó atrás, respirando con esfuerzo; de pronto, alzó la cabeza.

—¿Si me pudiese usted hacer una taza de tila?… ¿Allá en su cuarto… sin molestar?

Salió la francesa, y Nieves, muy cavilosa, apoyó el codo en la mesa y la mejilla en la palma de la mano, sin dejar de mirarse al espejo… Estaba con una cara de desenterrada, que imponía. No, aquella vida no podía continuar, o de lo contrario la llevarían al cementerio… Encontrábase nerviosísima: ¡qué escalofríos, qué desazón, qué momentos tan amargos! Había visto la muerte cara a cara, y pasado más sustos, más recelos, más congojas en un día que en todos los años anteriores de su existencia. Si eso era el amor, a la verdad tenía poco de divertido: no servía ella para tales agitaciones… Una cosa es que agrade parecer bonita y oírlo, y aun poseer un rendido apasionado, y otra estas angustias incesantes, estas aventuras que le ponen a uno el alma en un hilo y le colocan a dos dedos de la vergüenza, y le quebrantan el cuerpo… Y aseguran los poetas que esto es la felicidad… Será para ellos: lo que es para las pobres mujeres… Y vamos a ver, por qué carecía ella de valor para decirle a Segundo: ¡acabemos, no puedo con estas zozobras, tengo miedo, lo paso muy mal! ¡Ah! También le tenía miedo a él… Era capaz de matarla: sus hermosos ojos negros despedían a veces chispas de electricidad y vislumbres fosfóricas. Y luego él siempre le cogía la acción, se imponía, la dominaba… Por él estuvo a punto de caer en el río, de despedazarse en las rocas… ¡María Santísima! ¿Pues hacía media hora, no faltó poco para otorgarle la cita en la solana? Lo cual era una grandísima locura, siendo imposible dirigirse a aquel rincón de la casa sin que Mademoiselle, o cualquiera, la echase de menos y se descubriese el pastel. ¡Ay, Dios mío! ¡Todo aquello era terrible, terrible! ¡Y mañana tenía que acudir al salón, a la hora de la siesta!… Ea, una resolución enérgica: acudiría, corriente; pero acudiría a desatar aquel enredo, a decir a Segundo cuatro verdades para que se contuviese: amarla, concedido; no se oponía, muy bueno y muy santo; comprometerla de aquel modo, eso era inaudito; le rogaría que se volviese a Vilamorta; ellos ya se irían pronto a Madrid… ¡Ah!, ¡cuánto tardaba aquella bendita Mademoiselle con la tila!

La puerta se abrió… No entró Mademoiselle, sino don Victoriano. Nada tenía de sorprendente su aparición, pues dormía en una especie de despachito, al lado del cuarto de su mujer y dividido de este por un corredor, y todas las noches, antes de recogerse, daba un beso a la niña, cuyo lecho estaba pegado al de su madre; sin embargo, a Nieves se le puso carne de gallina, y por instinto se volvió de espaldas a la luz, tosiendo a fin de disimular su turbación.

La verdad es que don Victoriano venía grave, y aun algo fosco y severo… No andaba muy alegre ni expansivo desde el recrudecimiento de su enfermedad; pero sobre su aire abatido resaltaba entonces no sé qué cosa, un velo más negro aún, un nubarrón preñado de tempestades… Nieves, observando que no se acercaba a la cama de la niña, bajó los ojos y fingió alisarse el pelo con el batidor de marfil.

—¿Cómo te encuentras, hija? ¿Te dura el susto? —preguntó el marido.

—Sí; aún estoy un poquillo… He pedido tila.

—Bien hecho… Mira, Nieves…

—¡Qué… qué!…

—Mira, Nieves, nos vamos a Madrid cuanto antes.

—Cuando tú digas… Ya sabes que yo…

—No; si es que es necesario, indispensable; es que yo tengo que ponerme formalmente en cura, hija, porque me acabo si así continúo… He incurrido en la debilidad de confiarme a este bestia de don Fermín, Dios me perdone… y creo… —añadió con amarga sonrisa— que me ha embromado… Veremos si Sánchez del Abrojo me saca del paso… ¡que lo dudo bastante!

—Jesús, qué aprensión! —exclamó Nieves, respirando y aprovechando el recurso de la enfermedad—. ¡No parece sino que tienes males incurables! En poniendo el pie allá y tomándote Sánchez de su cuenta… dentro de dos meses ni te acuerdas de ese achaquillo.

—¡Bravo, hija, bravo! Yo no quisiera lastimarte ni parecerte regañón… pero eso que dices… eso que dices prueba que ni me miras, ni te importa un bledo mi salud, ni me haces caso alguno… lo cual, francamente… dispensa… pero ¡no te honra! Mi mal es grave, muy grave… es la diabetes sacarina, que se lleva las gentes al otro mundo bonitamente… Estoy convertido en azúcar… se me debilita la vista… me duele la cabeza… no tengo sangre… y tú ahí; tan serena, tan alegre, retozando como una niña… Eso no lo hace la mujer que quiere a su esposo… A ti no te ha preocupado mi estado físico, ni mi estado moral… Estás gozando, pasando una temporada divertidísima… y lo demás… ¡buen cuidado te da a ti!

Nieves se levantó trémula, casi llorando…

—¿Qué me dices?… Yo… yo…

—No te alteres, hija; no llores… Tú eres joven y sana, yo estoy muy gastado y achacoso… Peor para mí… Pero oye… Aunque te parezca seco y grave… yo te quise mucho, Nieves… te quiero aún… tanto como a esa niña que está ahí durmiendo… lo juro delante de Dios… Y tú podías… podías quererme algo… como una hija… e interesarte por mí… Será poco tiempo ya de molestia: me siento tan enfermo…

Nieves se acercó en actitud cariñosa, y su marido le rozó la frente con los denegridos labios, apretándola al mismo tiempo contra sí… Y añadió:

—¡Aún tengo que hacerte otra advertencia… echarte otro sermón, hija!

—¿Cuál? —murmuró la esposa sonriendo, pero azorada.

—Ese chico de García… No te sobresaltes, hija, que no es para tanto… Ese chico… te mira algunas veces de un modo raro… como si te hiciese el amor… ¡No, si yo no dudo de ti! Has sido y eres una señora intachable… no te acuso… ni le doy importancia a semejante necedad… Es que… te parecerá mentira… estos chicos de aquí son muy atrevidos; tienen menos soltura para presentarse, pero en el fondo más osadía que los de la corte… Yo pasé aquí mis años verdes, y les conozco… Sólo te aviso para que pongas a raya a ese mequetrefe… En los días que nos quedan, suprime los paseos largos y todas esas cursilerías que aquí se hacen… Una dama como tú es, en este sitio, la reina; y no está bien que contigo se tomen las bromas que con las señoritas de Molende u otras así… ¡Si ya te he dicho que no me cruza ni por el pensamiento la idea! Una cosa es que ese Cisne de lugar se haya enamorado de ti y te dé la mano en los despeñaderos; otra que yo te injurie… ¡Hija!

Poco después se presentó Mademoiselle con la tila humeante. ¡Buena falta que le hacía la tila a Nieves! Tenía los nervios más tirantes… Estaba convulsa. Hasta náuseas la atacaron al beber las primeras cucharadas. Mademoiselle le ofreció un poco de poción anti—histérica. Tragola Nieves, y con algunos bostezos y dos o tres lagrimillas se alivió su crisis. Pensó en acostarse, y entró en la alcoba. Allí vio algo que renovó su desasosiego. Victorina, en vez de dormir, tenía los ojos abiertos. Probablemente habría oído la conversación.

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