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Capítulo 10
ОглавлениеSentáronse en la sala, cerca del balcón, en dos mecedoras traídas de Orense. Del huerto y de las viñas subía una tranquilidad perezosa, un silencio tan absoluto, que podía oír se el choque mate de las pavías maduras al desprenderse de la rama y dar en la tierra seca. Olores a fruta y a miel entraban por el balcón entreabierto. Por la casa no rebullía nadie.
—¿Una breva de recibo?
—Mil gracias…
Restalló el fósforo, y Segundo se meció imitando a don Victoriano. El cadencioso balanceo de las mecedoras, la soñolienta paz del sitio, todo convidaba a importante y confidencial diálogo.
—¿Y usted qué se hace, vamos a ver, por Vilamorta? Es usted abogado, ¿no es eso? Tengo idea de que se propone usted su ceder a su padre, una persona tan inteligente…
Segundo vio propicio el momento. La voluta de humo del cigarro le velaba los ojos con suave niebla, predisponiéndole a la expansión y desterrando su reserva habitual.
—Me horripila el pensamiento de empezar ahora la vida que mi padre está terminando —contestó a la pregunta del ex—ministro—. Esa lucha mezquina para ganar un poco de dinero más o menos; esas intrigas de lugar, esos manejos miserables, ese expedienteo, todo eso, señor don Victoriano, no se hizo para mí. No es que no pueda ejercer: he sido un regular estudiante, porque mi buena memoria me salvó siempre en los exámenes. ¿Pero de qué sirve esa carrera? De base nada más. Es un pasaporte, es una papeleta de entrada en cualquier oficina.
—Hombre… pch… —y don Victoriano sacudió la ceniza del puro—; eso es verdad, muy verdad. Lo que se estudia en las aulas, apenas se utiliza después. Yo, si no es por la pasantía en casa de don Juan Antonio Prado, que me hizo aplicar los codos y aprender cuántas púas tiene un peine, no me luciría mucho con mi ciencia compostelana. Amigo, lo que le forma a uno y le desasna, es esa pasantía terrible y ese aprieto en que se ve un muchacho cuando le ponen delante un rimero así de papeles y le dice un señor muy orondo: «Estúdieme usted eso hoy, y téngame mañana formulado dictamen». ¡Allí es lo bueno, el sudar, el roerse las uñas! Allí no vale pereza ni ignorancia. La cosa tiene que hacerse, y como no ha de ser por arte de encantamiento…
—Ni aun en Madrid y en gran escala me atrae a mí el foro… Tengo mis aspiraciones.
—Sepamos.
Vaciló Segundo, con el sentimiento de pudor del que narra un sueño o visión amorosa. Miró dos o tres veces al vagaroso humo azul, y por fin la media oscuridad de la sala, discreta como un confesionario, disipó sus recelos.
—Quiero seguir la carrera de las letras.
El hombre político paró de mecerse y de fumar.
—¡Pero hijo, si las letras no son carrera! ¡Si no hay tal cosa! Vamos claros: ¿ha salido usted alguna vez de Vilamorta… digo, de Santiago y de estos pueblos así?
—No, señor.
—¡Entonces comprendo esas ilusiones y esas niñadas! Por aquí todavía creen que un escritor o un poeta, en el mero hecho de serlo, puede aspirar a… ¿Y usted qué escribe?
—Versos.
—¿Prosa no?
—Algún artículo o suelto… Casi nada.
—¡Bravo! Pues si se fía usted en los versos para navegar por el mundo adelante… Yo he notado en este país una cosa curiosa, y voy a comunicar a usted mis observaciones. Aquí los versos se leen todavía con mucho interés, y parece que las chicas se los aprenden de memoria… Pues allá en la corte le aseguro a usted que apenas hay quien se entretenga en eso. Por acá viven veinte o treinta años atrasados: en pleno romanticismo.
Segundo, contrariado, preguntó con cierta vehemencia:
—¿Y Campoamor, y Núñez de Arce, y Grilo? ¿No son poetas de fama? ¿No gozan de gran popularidad?
—Campoamor… A ese le leen porque es muy truhán y dice cosas que hacen cavilar a las niñas y reír a los hombres… Tiene su miga, y filosofa así, entreteniendo… Pero mire usted; ni él ni Núñez de Arce viven de los rengloncitos desiguales… Buen pelo echarían… Grilo, qué sé yo… Goza de simpatías allá entre las damas de alto copete, y le imprime sus poesías la reina madre, que por lo visto está en fondos… En fin, crea usted que ninguno medrará gran cosa por el camino del Parnaso… Y ya ve usted; se trata de los maestros, porque poetas de segunda fila, chicos que riman mejor o peor, habrá en Madrid ahora unos doscientos o trescientos… ¿Les conoce usted? Pues yo tampoco tengo el gusto… Cuatro amigotes les elogian, cuando publican algo en una Revista trasconejada… Y pare usted de contar. Hablando en plata, tiempo perdido.
Segundo, muy silencioso, se ensañaba con el cigarro.
—No lo tome usted a ofensa… — prosiguió don Victoriano—. Yo entiendo poco de letras, por más que en mis juventudes hice quintillas como todo el mundo: además, no conozco nada de usted… De manera que mi juicio es imparcial, y mi consejo sincerísimo.
—Yo… —articuló Segundo al cabo— no tengo cifradas mis aspiraciones sólo en la poesía lírica… Acaso más adelante optaría por la dramática… o por la prosa: qué sé yo. Sólo quisiera probar fortuna…
Don Victoriano se levantó y salió al balcón un instante. De repente se volvió, puso ambas manos en los hombros de Segundo, y pegando casi al rostro del poeta su cara amojamada, exclamó con lástima no fingida:
—¡Pobre muchacho! ¡Cuántos, cuántos disgustos le esperan a usted!
Y como Segundo callase, atónito de aquella efusión repentina:
—No puede usted, novicio como es, adivinar en lo que se mete; me da usted pena: ya está usted divertido. En el estado actual de la sociedad, para descollar o brillar en algo, hay que sudar sangre como Cristo en el huerto… Si es en la poesía lírica, Dios nos asista… Si hace usted comedias o dramas, verá usted lo que es bueno: adular a los cómicos, dejar el manuscrito arrinconado, apolillándose en un cajón, que le corten a usted de un tijeretazo medio acto, y luego el miedo de la noche del estreno, y lo que viene detrás… que puede ser la más negra… Si se mete usted a periodista… no descansará usted diez minutos, hará usted la reputación de los demás y nunca verá ni el principio de la propia… Si escribe usted libros… ¿Pero quién lee en España? Y si se echa usted en brazos de la política… ¡Ah!
Oía Segundo sin despegar los labios, con los ojos bajos y la mirada errante por los nudos de la madera del piso, aquella voz persuasiva que parecía arrancarle una por una las hojas de rosa de sus ilusiones, con el mismo chasquido estridente de la uña que dispersaba la ceniza del puro. Al fin alzó el rostro con traído y miró al hombre político, murmurando no sin alguna ironía en el acento:
—Pues de la política, señor don Victoriano, creo que no debe usted hablar tan mal… A usted le ha tratado con cariño; no tendrá usted queja de ella. Para usted no fue madrastra.
Se descompuso el semblante de don Victoriano, dejando salir a la superficie los estragos de la enfermedad… y levantándose de nuevo y tirando el cigarro y midiendo a pasos agitados el salón, rompió a hablar apasionadamente, con frases que brotaban en oleadas súbitas, en chorros impetuosos y desiguales, como el caño de sangre por la cortada arteria.
—No me toque usted ese punto… cállese usted, criatura… ¡qué sabe usted, qué sabe usted, ni qué sabe nadie lo que son esas cosas, hasta que cae en ellas de cabeza y queda sujeto y no puede salir ya! Si yo le contase a usted. ¡Pero es imposible contar la vida entera, día por día, referir una batalla que dura años, sin tregua ni reposo! Combatir para que le empiecen a conocer a uno, seguir combatiendo para que no le olviden, pasar del bufete a la política, de una rueda de cuchillos a una cama de ascuas, lidiar en el foro, en el Congreso, sin fe, sin convicción, porque sí, por no dejar vacante el puesto que uno se conquista; y a todo esto, ni una hora libre, ni un minuto sosegado, ni tiempo para nada… Logra uno fortuna cuando ya le falta humor para gozarla; se casa y forma familia, y… casi no es uno dueño de acompañar a su mujer al teatro… No me hable usted… El infierno, el infierno en abreviatura es la política… Querrá usted creer… (y aquí soltó redonda la interjección) que cuando mi chiquitina empezó a andar, intenté yo un día tener el gusto de llevarla a paseo de la mano… Un capricho, una rareza… Pues iba muy satisfecho bajando la escalera con la pequeñilla en brazos, y cátate que me encuentro al marqués de Cameros, un aspirante a diputado cunero por Galicia, que venía a pedirme quince o veinte cartas de mi puño y letra para mayor eficacia… ¡Y fui tan bestia, hombre, fui tan bestia, que en vez de tirar al marqués por las escaleras abajo, subí de nuevo mis dos pisos, di la chiquilla a la niñera y me encerré en el despacho a preparar la elección! Y así, toda la vida; conque dígame usted, ¿tengo o no tengo razón en abominar de tanta estupidez y tanta farsa? ¡Ah! ¡Qué trabajo nos tomamos para hacernos infelices!
No cabía duda. En la voz del hombre político temblaban lágrimas reprimidas; en su laringe se revolvían, ahogándose, imprecaciones y blasfemias. Segundo, por hacer algo, abrió de par en par la vidriera del balcón. El sol estaba distante del zenit, el calor era menos pesado.
—¡Y lo peor de todo… la cola! —prosiguió don Victoriano deteniéndose—. Usted lucha y brega sin calcular, sin entretenerse en observar el estado de sus fuerzas… Combate usted al modo de aquellos caballeros antiguos, con la visera calada. Pero como no es usted de hierro, sino de carne, cuando menos lo piensa, ¡zas!, se encuentra enfermo, enfermo, herido sin saber dónde… No pierde usted sangre, pero pierde usted el jugo… lo propio que un limón cuando lo exprimen… Y el ex—ministro se reía amargamente. Y quiere usted pararse, reponerse, comprar a peso de oro la salud… y ya no es tiempo… ya no tiene usted gota de agua en su cuerpo todo… ¡Ea, fastidiarse, secarse y reventar! ¡Pues ya se ha lucido usted con sus trabajos y sus victorias! ¡Está usted fresco… está usted aviado!
Decíalo accionando, metiendo las manos en los bolsillos, en un paroxismo de confianza, expresándose igual que si estuviese solo. Y en realidad, consigo mismo hablaba. Era aquel un monólogo, traducción en alta voz de los pensamientos negros que don Victoriano ocultaba, merced a esfuerzos de heroísmo. La extraña enfermedad que padecía le causaba horribles pesadillas nocturnas; soñaba que se volvía pilón de azúcar, y que la inteligencia, la sangre y la vida se le escapaban por un canal muy hondo, muy hondo, convertidas en almíbar puro. Despierto, su mente rechazaba, como se rechaza la ignominia, tan peregrino mal. Debía equivocarse Sánchez del Abrojo: aquello era un desorden fisiológico y pasajero, un achaque usual y corriente, consecuencia de la vida sedentaria, y Tropiezo y su rutina vencerían acaso a la ciencia. ¿Y si no vencían?… El hombre político sentía pasar por los bulbos capilares un soplo glacial que le encogía el corazón. ¡Morir a los cuarenta y pico de años, con la inteligencia firme y con tantas cosas emprendidas y logradas! Y síntomas de muerte debían ser sin duda aquella sed abrasadora, aquella bulimia nunca saciada, aquella sensación enervante de derretimiento, de fusión, aquel liquidarse continuo.
De repente recordó don Victoriano la presencia de Segundo, que había olvidado casi. Y apoyándole otra vez ambas manos en los hombros, y fijando en los del poeta sus ojos áridos, que requemaba un llanto contenido, exclamó:
—¿Quiere usted oír la verdad y recibir un buen consejo? ¿Tiene usted ambición, aspiraciones y esperanzas? Pues yo tengo desengaños, y quiero hacerle a usted un favor comunicándoselos ahora. No sea usted tonto; quédese usted aquí toda su vida; ayude a su padre, herédele el bufete, y cásese con esa muchacha tan frescota de Agonde… No abandone nunca este país de fruta, de viñas, de clima tan dulce… ¡Cuánto daría yo ahora por no haberme movido de él! ¡Si se pudiese ver la vida futura en cuadros, como un panorama! Nada, hijo… Quieto aquí; eche usted aquí raíces; viva muchos años con prole numerosa… ¿Ha reparado usted qué sano está su padre? Da gusto verle con aquella dentadura tan fuerte y tan entera… Yo no tengo un diente por dañar: dicen que es uno de los síntomas de mi achaque… ¡Ah!, si su madre de usted viviese, ahora le estarían naciendo a usted hermanitos!
Segundo sonreía:
—Pero, señor don Victoriano… —murmuró—, con arreglo a sus teorías de usted, en lugar de vivir… vegetaríamos.
—¡Y qué dicha mayor que vegetar! —respondió el hombre político asomándose al balcón—. ¿Cree usted que no son dignos de envidia esos árboles?
Tenía en efecto el huerto, a semejante hora en que declinaba el sol, cierta beatitud voluptuosa, cual si gozase un sueño feliz. Las hojas lustrosas de los limoneros y camelias, los gomosos troncos de los frutales parecían beber con deleite el fresco aliento vespertino, precursor del rocío vital de la noche. La atmósfera dorada se teñía a lo lejos en tintas de acuarela, color lila. Empezaban a oírse mil rumores, preludios de cantos de insectos, de conciertos de ranas y sapos.
Interrumpió la contemplativa tranquilidad de la escena el trote precipitado de una mula, y Clodio Genday en persona, sofocado, girando como una devanadera, penetró en el huerto. Con las manos, con la cabeza, con el cuerpo todo, llamó, gritó, vociferó:
—¡La traigo buena… buena! Ya subo, ya subo.
Fueronle a recibir a la escalera de la solana, y entró disparado, como un rehilete, viéndose que no traía cuello ni corbata, y venía desceñido, hecho una calamidad.
—Que nada, señor don Victoriano, que nos la juegan, que nos la jugaron… Que si no se toman pronto medidas perdemos el distrito… Mentira le parecería a usted lo que llevan revuelto y urdido, desde días acá, en la botica de doña Eufrasia… Y nosotros inocentes, descuidadísimos… Toditos los curas metidos en el ajo: el de Lubrego, el de Boán, el de Naya, el de Cebre… Ponen de candidato al señorito de Romero, de Orense, que está dispuesto a aflojar la mosca… Pero ¿dónde anda Primo; ese majadero, ese pasmón que no se enteró de nada?
—Vamos a buscarle, hombre… ¡Qué me cuenta usted! ¡Qué me cuenta usted! Nunca pensé que se atreviesen…
Y don Victoriano, reanimado, excitado, siguió a Clodio que iba gritando por el salón:
—¡Primo! ¡Primo!
A poco rato vio Segundo que los dos hermanos y el ex—ministro recorrían el huerto, departiendo y gesticulando acaloradamente. Clodio acusaba, defendíase Primo, y conciliaba don Victoriano. En su furia, Clodio metía a Primo los puños en la cara, le desabrochaba el chaleco, mientras el inculpado sólo acertaba a contestar tartajosamente, haciéndose cruces muy de prisa:
—Jesús, Jesús, Jesús… ¡Avemaría de gracia!
El poeta les miraba pasar, observando la transformación de don Victoriano. Al retirarse del balcón, vio enfrente de sí a Nieves que le decía con afabilidad:
—¿Y esos señores? ¿Le dejan a usted solito? A estas horas ya deben cantar los pinos. Se ha levantado brisa.
—De fijo cantan ahora —contestó el poeta—. Yo los oiré desde la silla del caballo, camino de Vilamorta.
El movimiento de sorpresa de Nieves no pasó inadvertido para Segundo, que clavando los ojos en ella, añadió con soberbia y frialdad:
—A no ser que usted me mandara quedarme.
Nieves enmudeció. Por cortesía, figurábase que era preciso detener al huésped; y al mismo tiempo, eso de decirle: «quédese usted», estando los dos solos, le pareció cosa rara y grave compromiso. Al fin, con risa forzada, pronunció una frase ambigua:
—¿Pero qué prisa tiene usted? Y… ¿Volverá usted a hacernos otra visita?…
—Ya nos veremos en Vilamorta… Adiós, Nieves… No quiero interrumpir a don Victoriano… Salúdele usted de mi parte y que cuente conmigo y con mi padre para todo.
Sin tomar la mano que Nieves le tendía y sin volver la cara, bajó al patio. Sentaba el pie en el estribo, cuando una figurilla menuda saltó allí cerca. Era Victorina que traía las manos llenas de terrones de azúcar y venía a ofrecérselos al jaco. Este alargaba ansiosamente sus belfos, con ondulaciones inteligentes de trompa de elefante. Segundo intervino.
—Hija, va a morderte… mira que muerde…
Luego, en tono festivo, añadió:
—¿Quieres que te aupe aquí? ¿No? ¡A que sí te aupo!
La cogió y la sentó en el borrén delantero de la silla. Forcejeaba la niña para escaparse, y su hermoso pelo envolvía la cara y hombros de Segundo, que la sujetaba por debajo de los brazos y por el talle. No sin sorpresa reparó que el corazón de la niña palpitaba fuerte y desordenadamente, bajo la imperceptible turgencia del seno impúber. Victorina, muy pálida, gritaba:
—¡Mamá… mamá!
Al fin logró desasirse, y echó a correr hacia Nieves, que se reía a carcajadas del suceso. A medio camino se detuvo, retrocedió, anudó los brazos al cuello del caballo, y le dio, en el mismo hocico, un beso muy cariñoso.