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Capítulo 23

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Sobre Vilamorta ha caído el negro cortinaje del invierno. Llueve, y por la calle principal y la plaza, empapadas y cubiertas de sucio barro, sólo cruza, de tiempo en tiempo, algún campesino invisible bajo su capa de juncos, jinete en un rocín cuyas herraduras baten el suelo y alzan un chapoteo de fango. Ya no hay fruteras, por la plausible razón de que tampoco hay fruta: todo está solitario, húmedo, enlodado y mohoso. Cansín, con zapatillas de orillo y bufanda, se pasea sin cesar ante su puerta por evitar los sabañones; el alcalde aprovecha un reducidísimo soportal que hay frente a su casa para entretener la tarde, dando diez pasos hacia arriba y diez hacia abajo, patear muy fuerte y calentarse los pies; ejercicio sin el cual afirma que no digiere.

¡Ahora sí, ahora sí que la pobre villita está muerta! Ni agüistas, ni forasteros, ni ferias, ni vendimias… Una paz, un abandono de cementerio y una humedad tan terca, que deja rastros verdes en los sillares de las casas en construcción. Las villitas así, en invierno, son capaces de producir murria al más alegre: son la raíz cuadrada del fastidio, la quintaesencia del esplín, la desidia de peinarse, la pereza de vestirse, la interminable noche, el aguacero terco, el frío lúgubre, el aire color de ceniza y el cielo color de panza de burro…

En medio de aquella especie de sueño letárgico que duerme Vilamorta, hay, sin embargo, unos seres felices, unos seres en la plenitud de su ventura, aunque próximos a concluir su existencia del más trágico modo: seres que, con sólo el instinto natural, han adivinado la moral de Epicuro y la practican, y comen y hozan y se regodean, y no temen a la muerte ni piensan en la inexplorada región cuyas puertas se abren al morir; seres que gozan en recibir el agua llovediza en su estirado pellejo; seres para quienes el lodo es baño deleitosísimo donde muy gustosos se chapuzan y revuelcan, abandonando la incomodidad y estrecho de sus cubiles y pocilgas. Ellos son, en esta época del año, dueños y señores indiscutibles de Vilamorta: ellos, los que con sus fastos y hazañas dan pábulo a la conversación de las boticas y entretienen las veladas familiares, en que se discute su respectiva corpulencia y se les estudia desde el punto de vista de sus cualidades propias, trabándose acaloradas discusiones acerca de si la oreja corta o larga, el rabo bien enroscado, la pezuña más o menos recogida y el hocico más o menos agudo, prometen carne más suculenta y grasa más copiosa. Hácense comparaciones: el marrano del Pellejo es soberbio como tamaño, pero sus carnes de un rosa erisipelatoso y su bandullo inmenso y fofo delatan al cerdo de fibra muelle, mantenido con despojos de tahona: cochino soberbio, el del alcalde, cebado con castaña: algo más chico, pero ¡qué jamones ha de tener!, ¡qué jamones!, ¡qué tocinos!, ¡qué lomos, que dan ganas de sentarse en ellos! Ese será el cerdo de la temporada. Sin embargo, hay quien afirma que el superior, el soberano marranil de Vilamorta, es la cerda de la tía Gaspara, la de García. Las ancas de tan magnífico bestión parecen una carretera: ya ha estado a punto de ahogarse con su propia gordura: sus glándulas mamarias tocan con las pezuñas y besan el barro de la calle. ¿Quién puede calcular las libras de grasa que rendirá, ni las morcillas que se llenarán con su sangre y la longaniza que saldrá de sus asaduras?

Cesa de llover una semana; arrecia el frío; cae helada y la escarcha se deposita en tersos cristales sobre las yerbas de los linderos y endurece la tierra… Es la señal de la hecatombe, a la cual todos los auspicios son favorables, pues además del frío, es cuarto creciente de luna; que si fuese menguante, menguaría la carne muerta… Ha llegado la hora de empuñar el cuchillo. Y en las largas noches de Vilamorta se oyen a la hora menos pensada desaforados gruñidos: primero de furor, que indican la impotente rabia de verse sujeto al banco, y revelan en el enervado cerdo doméstico la prole del jabalí montés; luego de dolor, cuando la cuchilla penetra al través de los tejidos; un grito casi humano, de suprema agonía, cuando la hoja se hunde en el corazón; y, por último, una serie de quejidos desesperados, que van debilitándose al paso que la fuerza y la vida se escapan envueltas en el caliente chorro sanguíneo…

Ocurría este drama espeluznante en casa del abogado García a las once de una glacial y serena noche de diciembre. Las niñas, locas de gozo, muertas de curiosidad, se atropellaban alrededor del agonizante cerdo, en cuyo corazón y garganta sepultaba el cuchillo el matachín, de arremangados brazos. Segundo, encerrado en su dormitorio, tenía delante pliegos de papel más o menos emborronados… ¡Hacía versos! Mas como llegase hasta él el ruido de la tragedia, soltó la pluma con desaliento. Había heredado de su madre un profundo horror al espectáculo de la matanza: a su madre solía costarle diez o doce días de padecimientos, en que no probaba bocado, asqueada por la vista de la sangre, de los intestinos y vísceras, tan semejantes a intestinos y vísceras humanas, por el olor groseramente aperitivo y excitante del mondongo y de las especias, por las pingüedinosas moles de tocino pendientes del techo… Aborrecía Segundo hasta el nombre del cerdo, y en el estado enfermizo de su ánimo, en la excitación nerviosa que le consumía, era para él no imaginado suplicio el no conseguir poner el pie fuera de casa sin tropezarse, sin enredarse en los malditos y repugnantes animales, o ver, a través de las puertas entreabiertas, trozos de sus cadáveres suspendidos en garfios. Todo Vilamorta trascendía a muerte de cerdo, a vaho de mondongada: Segundo no sabía ya dónde meterse, y se acuartelaba en su aposento con las puertas y las ventanas bien cerradas, aislándose del mundo exterior, para vivir con sus sueños y fantasías en un país donde no había marranos y sólo existían pinares, flores azules, precipicios… ¡Insuficiente precaución para librarse del tormento de aquella época brutal del año, puesto que el drama de la glotonería y de la materia le asediaba allí, en su misma casa!… El poeta cogió el sombrero y salió de estampía. Necesitaba huir donde no oyese aquellos gruñidos, ni le envolviesen aquellos olores. Pasó de largo por el zaguán, cerrando los ojos para no ver, a la luz del candil que sustentaba una de las chiquillas, a la tía Gaspara con su brazo de esqueleto desnudo hasta el codo, agitando en un barreñón un líquido rojo y espumante. Al ver salir a Segundo, las hermanas soltaron el trapo riéndose a carcajadas, y le llamaron ofreciéndole regalos grotescos, innobles despojos del moribundo…

Leocadia no se había acostado: sentíase indispuesta, y dormitaba envuelta en un gran mantón, transida de frío; prestamente abrió la puerta a Segundo, preguntándole alarmada si le sucedía algo. Nada, a la verdad… En casa de Segundo estaban matando el cerdo: noche toledana; no le dejarían dormir… Hacía además tanto frío aquella noche… que se encontraba no muy bien, así como pasmado… Que le hiciese una tacita de café, o mejor un ponche de ron…

—Las dos cosas, corazón. Enseguidita.

Recobró Leocadia su actividad y brío como por ensalmo. Pronto ascendió de la ponchera la llama color de zafiro del ponche; a su reflejo traidor, la cara de la maestra parecía muy demacrada. Faltábale aquel aspecto saludable, aquel tono suyo, moreno caliente, como de corteza de pan. La madurez femenina, la crisis fatal de los últimos años de amor, se leía en el semblante empalidecido, en el brillo febril de la mirada, en el cárdeno tinte de los labios. Sobre la prosa de sus facciones vulgarísimas imprimía el dolor sello casi poético; como había enflaquecido, resultaban mayores sus ojos; ya no era la mujerona de buenas carnes, limpia y fresca de boca, que picada de viruela y todo aún arrancaba al tabernero un requiebro bestial; abrasábala el fuego interior de una pasión postrera, la más poderosa, la que ni vence la razón, ni borran los años, ni puede cambiar de objeto; la que hinca sus garras en las entrañas y no suelta la presa sino cuando ya la ha matado.

Y tenía esta pasión tan extraño carácter, que siendo insaciable, volcánica, desesperada, lejos de dictar a Leocadia actos de violencia y arrancarle rugidos de leona, le inspiraba una abnegación y generosidad sin límites, suprimiéndole por completo el egoísmo. Horribles habían sido para ella los días del verano, las vendimias, todo el tiempo en que apenas veía a Segundo, en que le constaba que no se acordaba de ella, que se consagraba a otra mujer; ¡y sin embargo, ni salió de su boca una palabra de celos, ni un reproche, ni le pesó de haber dado a Segundo el dinero; y al ver al poeta era su alegría tan franca, tan grande, que borraba como por magia todos los sufrimientos y los compensaba con creces!

Ahora existía un motivo más para que ella se desviviese por el poeta. Tampoco él andaba bueno. ¿Qué le dolía? Ignorábalo él mismo. Mal del espíritu, nostalgia, murria, ahogo producido en sus pulmones de soñador por el mezquino ambiente que respiraba… Constante inapetencia, negra melancolía, el estómago fatigado, los nervios como cuerdas de guitarra… Y no era su pasión por Nieves como la de Leocadia, de esas que absorben el ser todo, interesan el corazón, atenacean la carne y subyugan el alma; Nieves sólo vivía en su cabeza, en su amor propio, en sus facultades líricas, en sus desvaríos románticos, generadores eternos de la ilusión. Nieves encarnaba en forma visible, gentil y halagüeña, sus ansias de gloria, su ambición artística.

Leocadia sirvió el ponche y el café, y como le temblaba la mano de placer y emoción, dejó caer el líquido hirviente, quemándose un poco: mas no hizo caso de la quemadura y siguió tan solícita, cuidando, como siempre, de que todo estuviese a la perfección. Para hablar con el poeta de algo que le agradase y divirtiese, le preguntó por el tomo de poesías que traía entre manos y debía extender su fama lejos de Vilamorta así que se imprimiese en Orense… Segundo no se mostró entusiasmado con tal perspectiva.

—En Orense, mujer… en Orense… ¿Sabes que he mudado de idea? O lo imprimo en Madrid… o no lo imprimo: poco perderán con eso las musas españolas.

—¿Y por qué no te gusta ya imprimirlo en Orense?

—Verás… Le sobra razón a Roberto Blánquez, que me lo aconseja desde Madrid… Ya sabes que ahora Roberto está allá, empleado… Dice que las obras impresas en provincias no las lee nadie; que él ha visto el desprecio con que se miran allí las que traen pie de imprenta de fuera de la corte… Que además aquí tardan un siglo en imprimir un tomo, y salen plagados de erratas, y con una forma tan fea… En fin, que no gustan… Y para eso…

—Pues a Madrid con el libro; ¿qué importa?

—Chica… Roberto me asusta con los precios de las ediciones… Parece que la broma cuesta un ojo de la cara… No hay editor que compre versos, ni siquiera que vaya a medias con el autor…

No contestó Leocadia, limitándose a sonreír. Tenía la salita aspecto de íntimo bienestar: aunque el invierno había despojado de sus encantos al balcón, poniendo amarillas las albahacas y mustios los claveles, allí dentro el gorgoteo de la cafetera, el vaho alcohólico del ponche, la quietud, el solícito cariño de la maestra, todo parecía templar y suavizar el ambiente. Segundo sentía apoderarse de su cuerpo un sopor grato.

—¿Me das una manta de tu cama? —dijo a la maestra—. Hoy en mi casa no hay medio de descansar, mujer… Yo reposaría un poco aquí en este sofá.

—Tendrás frío.

—Estaré en la gloria. Anda.

Leocadia salió y volvió arrastrando con gran esfuerzo un objeto pesado, enorme: un colchón. Después trajo la manta; luego, fundas. Total, una cama de veras. Para lo que faltaba, las sábanas no más… ¡Bah! También las trajo.

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