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Capítulo 6
ОглавлениеAsí tanto como la llegada de don Victoriano, alborotó a Vilamorta la del señor de las Vides, en persona, acompañado de su mayordomo Primo Genday. Ocurrió este suceso memorable la tarde del día en que don Victoriano infringió las prescripciones de la ciencia, comiéndose media libra de pan tierno. A las tres, con un sol de justicia, entraron por la plaza Genday el mayor y Méndez, caballero este en una poderosa mula, y aquel en un mediano jaco.
Era el señor de las Vides viejecito, seco lo mismo que un sarmiento. Sus mejillas primorosamente rasuradas, sus labios delgados y barba y nariz aristocráticamente puntiagudas, sus ojos benévolos, maliciosos, con las mil arrugas de la pata de gallo, su perfil inteligente, su cara lampiña, pedían a gritos la peluca de bucles, la bordada chupa y la tabaquera de oro de los Campomanes y Arandas. Con su fisonomía afilada y sutil, contrastaba la de Primo Genday. Tenía el mayordomo el color blanco y sonrosado, la piel fina y transparente de los hemipléjicos, bajo la cual se ramifican inyectadas venas. De sus verdosos ojos, el uno estaba como sujeto al párpado lacio y colgante, y el otro giraba, humedecido, con truhanesca vivacidad. El pelo, blanco de plata, muy rizoso, le daba un parecido remoto con el rey Luis Felipe, tal cual conserva su efigie el cuño de los napoleones.
Mediante una combinación frecuente en los pueblos chicos, Primo Genday y su hermano Clodio militaban en opuestos bandos políticos, poseyendo en el fondo una sola voluntad y caminando a idénticos fines. Clodio se significaba entre los radicales: Primo era el sostén del partido carlista, y en los casos de apuro, en las electorales lides, se daban la mano por encima de la tapia. Al resonar sobre la acera el trote del jaco de Primo Genday, abriéronse los balcones de la botica reaccionaria y dos o tres manos se agitaron en señal de bienvenida cariñosa. Primo se detuvo y Méndez continuó su ruta hasta llegar al portal de Agonde, echando allí pie a tierra.
Le recibieron los brazos de don Victoriano y se perdió en las honduras de la escalera. La mula se quedó atada a la argolla, pateando a más y mejor, mientras los curiosos de la plaza consideraban con respeto los arcaicos jaeces del hidalgo, claveteados de plata sobre el labrado cuero, ya reluciente por el uso. Poco a poco fueron reuniéndose con la mula individuos de la raza asinina y caballar, conducidos del diestro, y la gente los distribuyó con mucho tino. El jaco castaño del alguacil, de buena estampa, con su galápago y su cabezada de seda, sería para el ministro: de seguro. La borrica negra, con jamúa—sillón de terciopelo rojo, quién duda que para la señora. A la niña le darían la otra pollina blanca y mansita. El burro del alcalde, para la doncella. Agonde iría en su yegua de costumbre, la Morena, con más esparavanes en los corvejones que cerdas en la cola. A todo esto, los radicales, García, Clodio, Genday, Ramón, examinaban las cabalgaduras y el estado de los aparejos, calculando cuantas probabilidades de éxito ofrecía la tentativa de llegar a las Vides antes del anochecer. El abogado meneaba la cabeza, diciendo enfática y sentenciosamente:
—Mucha, mucha calma se están dando para eso…
—¡Y le traen a don Victoriano el caballo del alguacil! —exclamó el estanquero—. ¡Rinchón como un demonio! Va a armarse aquí un Cristo… Tú, Segundo, ¿cuando lo montaste… te hizo algo?
—A mí, nada… Pero es alegre.
—Verás, verás.
Los viajeros salían ya y comenzó a disponerse la cabalgata. Las señoras se afianzaron en sus jamúas y los hombres se asentaron en los estribos. Entonces se representó el drama anunciado por el estanquero, con grave escándalo y mayor retraso de la comitiva. No bien hubo olfateado el jaco del alguacil una hembra de su raza, empezó a sorber el aire todo descompuesto, exhalando apasionados relinchos. Don Victoriano recogía las bridas, pero el rijoso animal ni aún sentía el hierro en la boca, y encabritándose primero y disparando después valientes coces y revolviendo por último la cabeza para morder el muslo del jinete, hizo tanto, que don Victoriano, algo descolorido, tuvo por prudente apearse. Agonde, furioso, se bajó también.
—¿Pero qué condenado de caballo es ese? —gritó—. A ver, pedazos de brutos… ¿Quién os manda traer el caballo del alguacil? ¡Parece que no sabéis que es una fiera! Usted… Alcalde… o usted, García… pronto… la mula de Requinto, que está a dos pasos… Señor don Victoriano, lleve usted mi yegua… Y ese tigre, a la cuadra con él.
—No, le objetó Segundo… Yo lo montaré, ya que está ensillado. Iré hasta el crucero.
Dicho y hecho: Segundo, provisto de una vara fuerte, cogió al jaco por las crines de la cerviz y de un salto estuvo en la silla. En vez de apoyarse en el estribo, apretó los muslos, mientras sacudía una lluvia de tremendos varazos en la cabeza del animal. Este, que ya se iba a la empinada, soltó un relincho de dolor y bajó los humos, quedándose quieto, trémulo y domado. La cabalgata se puso en movimiento así que llegó la mula de Requinto, no sin previos apretones de mano, sombreradas y hasta un ¡viva! vergonzante, salido no sé de dónde. Tomó el cortejo carretera adelante, abriendo la marcha la yegua y mulas y quedándose atrás las borricas, a cuyo lado iba, honesto a puras vareadas, el jaco. Ya declinaba el sol dorando el polvo de la carretera, prolongaban su sombra los castaños, y subía de la encañada un airecillo regalado, portador de la humedad del río.
Segundo callaba. Victorina, contentísima de ir a lomos de borrico, sonreía, pugnando en balde por tapar con el vestido las rótulas puntiagudas, que la tablilla del aparejo le obligaba a subir y descubrir. Nieves, reclinada en la jamúa, sostenía su sombrilla de encaje crudo con transparente rosa, y al comenzar a andar sacó del pecho un reloj sumamente chiquito y miró la hora que era. Momentos embarazosos. Por fin Segundo comprendió la necesidad de decir algo.
—¿Qué tal, Victorina? ¿Vamos bien?
Ruborizose la niña extraordinariamente, como si le preguntasen cosas muy reservadas e íntimas, y dijo en ahogada voz:
—Sí, muy bien.
—¿A que prefería usted ir en mi caballo? Si no tiene usted miedo la llevo delante.
La niña, que ya no podía estar más sofocada, bajó los ojos sin contestar, pero la madre, con graciosa sonrisa, terció en el diálogo.
—Y diga usted, García, ¿por qué no tutea usted a la chiquilla? La trata usted con un respeto… Va a figurarse que está ya de largo.
—Sin su permiso no me atreveré yo a tutearla.
—Anda, Victorina, dale permiso a este caballero…
Encerrose la niña en el invencible mutismo de las adolescentes, en quienes la sensibilidad exquisita y temprana produce una timidez extremadamente penosa. Sus labios sonreían, y sus ojos, al mismo tiempo, se arrasaron en lágrimas. Mademoiselle le dijo no sé qué en francés, con gran suavidad, y entretanto Nieves y Segundo, riéndose confidencialmente del episodio, tuvieron expeditos los caminos de la conversación.
—¿A qué hora le parece a usted que llegaremos a las Vides?… ¿Es bonito aquello?… ¿Estaremos bien allí?… ¿Cómo le sentará a Victoriano?… ¿Qué vida haremos?… ¿Vendrá gente a vernos?… ¿Hay jardín?…
—Las Vides es un sitio precioso —declaró Segundo—… Un sitio que tiene aspecto de antigüedad, aire así… señorial. Me gusta la piedra de armas, y una parra magnífica, que cubre el patio de entrada, y las camelias y limoneros de la huerta, que tienen porte de medianos castaños y la vista del río, y sobre todo un pinar que habla y hasta canta… , no se ría usted… canta, sí señora, mejor que la mayor parte de los cantantes de oficio. ¿No lo cree usted? Pues ya lo verá.
Nieves miró con gran curiosidad al mancebo, y después fingió mirar a otra parte, acordándose de la rápida y nerviosa presión de mano advertida la víspera, al bajarse del carruaje. Por segunda vez en el espacio de breves horas, aquel muchacho la sorprendía. Nieves llevaba en Madrid una vida sumamente correcta, mesocrática, sin ningún incidente que no fuese vulgar. A misa y a tiendas por la mañana; por la tarde, al Retiro o a visitas; de noche, a casa de sus padres, o al teatro con su marido: por extraordinario, algún baile o cena en casa de los duques de Puenteancha, clientes de don Victoriano. Cuando este obtuvo la cartera, exhibió poco a su mujer. Nieves recogió unos cuantos saludos más en el Retiro, en las tiendas los dependientes se manifestaron más obsequiosos; la duquesa de Puenteancha la hizo recomendaciones llamándola monísima, y a esto se redujeron para Nieves los placeres del ministerio. La venida a Vilamorta, al país pintoresco del cual tanto le había hablado su padre, fue un incidente nuevo en su existencia acompasada. Segundo le parecía un detalle original del viaje. La miraba y hablaba de un modo tan desusado… Bah, aprensiones. Entre aquel chico y ella, nada había de común. Una relación superficial, como doscientas que se encuentra uno a cada paso por ahí… ¿Conque los pinos cantaban, eh? ¡Mal año para Gayarre! Y Nieves se rio afablemente, disimulando sus raros pensamientos, y continuó haciendo preguntas, a que respondía Segundo con expresivas frases. Acercábase la noche. De pronto la cabalgata, dejando el camino real, torció por una senda abierta entre pinares y montes. Al revolver de la vereda, apareció el crucero de piedra oscura, romántico, con sus gradas que convidaban a rezar o a soñar sentimentales desvaríos. Agonde se paró allí, despidiéndose de la comitiva, y Segundo le imitó.
Conforme iba perdiéndose el repiqueteo de los cascabeles de las borriquillas, notó Segundo una inexplicable impresión de soledad y abandono, cual si de él se alejasen para siempre personas muy queridas o que desempeñaban en su vida importantísimo papel. —¡Valiente necio! —se dijo a sí mismo el poeta—. ¿Qué tengo yo que ver con esta gente, ni ella conmigo? Nieves me ha convidado a ir a las Vides a pasar unos días en familia… ¡En familia! Cuando Nieves vuelva a Madrid este invierno, dirá de mí: «Aquel chico del abogado, que conocimos en Vilamorta… ». ¿Quién soy yo, qué puesto ocuparía en la casa? Enteramente secundario. ¡El de un muchacho a quien halagan porque su padre dispone de votos… !
Mientras cavilaba Segundo, el boticario se le acercaba, emparejando al fin caballo y mula. La claridad del crepúsculo mostró al poeta la plácida sonrisa de Agonde, sus bermejos carrillos repujados por el bigote lustroso y negro, su expresión de sensual bondad y epicúrea beatitud. ¡Envidiable condición la del boticario! Aquel hombre era feliz en su cómoda y limpia farmacia, con su amistosa tertulia, su gorro y sus zapatillas bordadas, tomando la vida como se toma una copa de estomacal licor, paladeada y digerida en paz y en gracia de Dios y en buena armonía con los demás convidados al banquete de la existencia. ¿Por qué no había de bastarle a Segundo lo que satisfacía a Agonde plenamente? ¿De dónde procedía aquella sed de algo que no era precisamente ni dinero, ni placer, ni triunfos, ni amoríos, y de todo tenía y todo lo abarcaba y con nada había de a placarse quizá?
—Segundo.
—¿Eh? —contestó volviendo la cabeza hacia Agonde.
—Chico ¡vas bien callado! ¿Qué te parece del ministro?
—¿Qué quieres que me parezca?
—¿Y la señora… ? Vamos, que a esa la habrás reparado… ¡Lleva medias negras de seda, como los curas! Al tiempo de subirse a la borrica…
—Voy a pegar un escape hasta Vilamorta. ¿Te animas, Saturno?
—¿Escapes en esta mula? ¡Llegaría con las tripas en la boca! Corre tú, si te lo pide el cuerpo.
Cosa de media legua galoparía el jaco, instigado por la vara del jinete. Al aproximarse a la encañada del río, Segundo lo puso otra vez al paso; un paso muy lento. Ya apenas se veía, y el frescor del Avieiro subía más húmedo y pegajoso. Segundo recordó que llevaba dos o tres días sin poner los pies en casa de Leocadia. De seguro que la maestra se consumía, lloraba y le aguardaba a todas horas. Esta idea fue al pronto bálsamo para el espíritu ulcerado de Segundo. ¡Le quería tanto Leocadia! ¡Era tan extraordinaria su alegría, tan vivas sus demostraciones al verle entrar! ¡La conmovían tanto las palabras y los versos del poeta! ¿Y a él, por qué no se le pegaba el entusiasmo? De un amor tan ilimitado y absoluto, Segundo no se había dignado nunca recoger ni la mitad; y de las bellas caricias cantadas por la musa, elegía él para Leocadia las menos líricas, las menos soñadoras; así como del dinero que llevamos en el bolsillo apartamos el oro y la plata, dejando para los pobres importunos la calderilla, el ochavo más roñoso. Segundo regateaba los tesoros de la pasión. Mil veces le sucedía, paseando por el campo, recoger en el sombrero cosecha de violetas, jacintos silvestres, ramas floridas de zarzamora; y al llegar al pueblo, arrojaba al río las flores, por no llevárselas a Leocadia.