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El riachuelo que se hundía en la arena

Jack era divertido; Jill, mohína. Jack estaba amaestrado y le habían otorgado la libertad, por lo que crecía más alegre; Jill recibía golpes y estaba encadenada, por lo que se volvió todavía más taciturna. La osa tenía mala reputación y el cazador a menudo la castigaba por ello. Así solía suceder.

Un día, mientras Lan estaba fuera, Jill consiguió liberarse y se unió a su hermano. Juntos, entraron en la despensa y pelearon entre las provisiones. Se atiborraron de las mejores viandas y de víveres comunes —como la harina, la mantequilla y la levadura en polvo— que el cazador traía a caballo de un almacén que se encontraba a ochenta kilómetros de distancia, los tiraron por el suelo y jugaron con ellos. Jack acababa de rajar la última bolsa de harina y Jill estaba afanada con una caja de dinamita del minero cuando el umbral se oscureció. Allí estaba Kellyan, viva imagen de la sorpresa y de la ira. Los oseznos no saben nada de imágenes, pero algo saben de la ira. Al cazador le pareció que eran conscientes de que no habían hecho bien o, por lo menos, de que estaban en peligro. Jill se escondió a hurtadillas en un rincón, molesta, ofendida, y miró desafiante al cazador. Jack, en cambio, echó la cabeza a un lado, como si no se acordase ya de las travesuras que acababa de cometer, soltó un gruñido de deleite y corrió a toda prisa hacia el hombre, gimió y sacudió el morro, y levantó los brazos, que tenía grasientos y pegajosos, para que el cazador lo cogiera y lo acariciara; como si fuera el mejor oso del mundo.

¡Y, ay, qué poco nos conocemos! El cazador dejó de fruncir el ceño en cuanto el osito juguetón y descarado empezó a subirle por la pierna.

—¡Ay, diablillo! —le gruñó—. Vi a romperte ese cuello que tiés.

Pero, claro, no lo hizo. Cogió en brazos a aquella bestezuela sucia y pegajosa y la mimó como hacía siempre, mientras que Jill, que no era peor que su hermano, y que incluso podría tener mayor excusa, dado que no estaba domesticada, sufrió todos los terrores de la ira del cazador, que la ató al poste con dos cadenas para que no volviera a tener oportunidad de liarla.

Aquel estaba siendo un día funesto para Kellyan. Esa misma mañana se había caído y se le había roto el rifle y, ahora, cuando volvía a casa, se encontraba con que todas sus provisiones estaban desparramadas por el suelo de la despensa, echadas a perder. Pero eso no iba a ser todo, porque estaba a punto de enfrentarse a una nueva prueba.

A última hora de la tarde de ese mismo día, un desconocido que guiaba un pequeño tren de suministros llamó a la puerta del cazador y le pidió que le dejara pasar allí la noche. Jack estaba de lo más juguetón y los entretuvo a ambos con trucos dignos de un perrillo o de un mono. Por la mañana, cuando el extraño estaba a punto de marcharse, le dijo al cazador:

—Oye, compañero, t’oy vinticinco dólares por la pareja.

Lan dudó. Pensó en las provisiones malgastadas, en que tenía la cartera vacía, en que acababa de rompérsele el rifle y respondió:

—Sube a cincuenta y trato hecho.

—¡Pues trato hecho!

Así, llegaron a un acuerdo y el desconocido pagó y, en cuestión de un cuarto de hora, se había marchado con un oso en cada uno de los bolsillos de las alforjas de su caballo.

Jill se había mostrado hosca y silenciosa y Jack no había dejado de lloriquear con tal tono de reproche que el cazador sentía que se le iba a romper el corazón, pero se animó diciéndose a sí mismo: «Mira, es mejor que te deshagas d’ellos. No te podrías permitir que te’a liaran de nuevo en la despensa». Pronto, el bosque de pinos se había tragado al desconocido, a los tres caballos que lo acompañaban y a los dos oseznos.

—M’alegro de que s’haya ío —comentó Lan haciéndose el duro, aunque ya sentía el pinchazo del arrepentimiento.

El cazador empezó a poner la cabaña en orden. Fue a la despensa y recogió los restos de las provisiones. A decir verdad, aún se podían aprovechar bastantes de ellas. Pasó junto a la caja en la que solía dormir Jack... ¡Pero cuánto silencio! Se fijó en la zona de la puerta que Jack acostumbraba a rascar para entrar y empezó a pensar en que jamás volvería a oír el ruido que hacía el oso... pero se dijo que «s’alegraba l’hostia d’ello». Se entretuvo con esto y con aquello durante algo más de una hora y, de súbito, corrió hasta su poni, montó de un salto y salió al galope por el camino, en pos del desconocido. Espoleó al poni para conseguirlo cuanto antes y, en cosa de dos horas, alcanzó el tren de provisiones en el cruce del río.

—¡Oye, compañero, que m’he equivocao! ¡No debería’berte vendío los ositos! Al menos, no a Jacky. Reculo. Quiero deshacer el trato. Toma, tus moneas.

—Yo estoy satisfecho con el trato —respondió el otro con frialdad.

—Bueno, pues yo no... —insistió Lan con candor— y quiero romperlo.

—Si has venío por eso, estás perdiendo el tiempo.

—¡Eso ya lo veremos!

El cazador le tiró las monedas de oro al jinete y fue hacia las alforjas, desde donde Jack lloriqueaba emocionado desde el momento en que había oído aquella voz familiar.

—¡Arriba’as manos! —soltó el desconocido con un tono de voz abrupto y duro, digno de alguien que no pronunciaba por primera vez aquellas palabras.

Cuando el cazador se volvió, el desconocido lo apuntaba con un Colt Navy del 45.

—Tiés ventaja, porque no he venío armao —le achacó el cazador—. La cuestión, desconocío, es que’ste osito s’la única compañía que tengo. Es mi fiel escudero y nos tenemos mucho cariño l’uno l’otro. No sabía cuánto iba’charlo de menos. Mira, ya sé, quéate’os cincuenta dólares y a Jill, y yo me llevo a Jack.

—Si me’as quinientos dólares, te’o pues quear, d’o contrario, echa’ndar pa aquel árbol y no bajes’as manos ni te’es’a vuelta o te’isparo. ¡Venga, ’amos!

En la montaña, el protocolo es muy estricto y Lan, que no llevaba armas, tenía que obedecer las reglas. Por lo tanto, caminó hacia el lejano árbol mientras el otro le apuntaba con el revólver. El aullido del pequeño Jack le atravesó el oído, pero conocía muy bien a los montañeros y sabía que no debía ni volverse, ni hacer otra oferta, así que dejó que el desconocido se fuera.

Son muchos los seres humanos que gastan miles de dólares en su esfuerzo por hacerse con una criatura salvaje y, durante un tiempo, consideran que ha merecido la pena. No mucho después, no obstante, de buena gana la venden por la mitad de lo que les costó, por un cuarto algo más tarde y, al final, acaban regalándola. Al principio, el desconocido estaba muy complacido con los cómicos cachorros y los consideraba valiosos, pero, a cada día que pasaba, le parecían más problemáticos y menos divertidos, por lo que, cuando, una semana después, en el rancho Bell-Cross, le ofrecieron un caballo a cambio de la pareja de inmediato cerró el trato y los días de viajar en unas alforjas de los animales tocaron a su fin.

El dueño del rancho no era ni blando, ni refinado, ni paciente. Jack, con su buen corazón, se dio cuenta enseguida que lo sacaron de las alforjas, pero, cuando hubo que sacar a la malhumorada Jill para ponerle un collar, tuvo lugar una escena tan desagradable que ya no fue necesario collar alguno. El ranchero tuvo que llevar la mano en cabestrillo durante dos semanas y Jacky, encadenado a un poste, acabó recorriendo el jardín del rancho en solitario.

Jacky, el oso de Tallac y otros cuentos

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